Dicen los que saben que el universo está mayormente a oscuras, que las zonas luminosas son escasas y excepcionales. Entre ellas, desde luego, figura nuestro planeta. Ya la leyenda bíblica consagra la creación de las cosas fijando la diferencia elemental entre las tinieblas y la luz. Para nosotros, animales oculares, un mundo sin luz sería inconcebible en tanto mundo sin cosas. Éstas son las visibles, el orbe de las evidencias.
Tales tópicos son los que suscitan las obras de ciertos pintores. Parecería que vincular luz y pintura es un pleonasmo, una redundancia. No lo es tanto, al menos cuando repasamos unas cuantas obras de Joaquín Sorolla, cuyo centenario estamos celebrando. El maestro valenciano vivió en un prolongado siglo XIX cuyas fronteras podrían ser las del impresionismo. Los disloques de la abstracción, los geometrismos, el cubismo y el pop art –a contar desde el mingitorio de Marcel Duchamp– le resultaron ajenos. Con todo, mirada a la distancia de las fechas, su pintura no parece más antigua que ninguna, en especial si se la piensa al lado de la visión hiperrealista de nuestros días. Incluso con cierta ventaja especulativa a favor de Sorolla.
En efecto, y volviendo a la oscuridad del principio, en ella la mirada sorollana se fija en esa suerte de bautismo visual que la luz celebra sobre las cosas. Dicho de otro modo: como si la luz inventara las cosas mismas. Y es ese imaginario momento primigenio el que capta don Joaquín, que va por el ancho y variado mundo persiguiendo la luz para apoderarse de su inventario de cosas. La luz que convierte en banderas de paz al viento las faldas claras de unas bañistas que divagan por una playa. La que distribuye incontables matices de la blancura, matices blancuzcos de unas cobijas de las que emergen los rostros de una madre y su niño. La que matiza el encierro de un laboratorio donde enciende cristales, lejanos vestigios de sol, lamparillas de amarillento parpadeo y un foco minúsculo que ayuda al investigador a hurgar en su microscopio. La que exalta el ropaje de la familia burguesa en su mansión, al tiempo que la convierte en la fugaz deriva de un espejo. La que cae con una cuantiosa colección de minúsculas manchas de luz y de sombra en un recodo de ese jardín donde la realidad se dispersa en innúmeras palpitaciones momentáneas. La que muestra al pescador accidentado sobre las tablas babosas de su nave, cubierto por la penumbra de una vela y sujetando el resplandor fondal del mar. La que alumbra la penumbra enrarecida de un prostíbulo provinciano. El inventario de la persecución sorollana parece interminable.
Recuerdo en especial esta avidez de la mirada en los apuntes que Sorolla compuso fugazmente durante un viaje a Nueva York. Mientras esperaba ser servido en el restaurante de su hotel, dibujaba con nerviosa y magistral velocidad, sobre la cartulina del menú, el perfil de los otros comensales y el paisaje nocturno de la calle que, encerrado por el marco de una ventana, semeja un planeta remoto. Se ve que el pintor contaba los minutos de su vida con palpitaciones del lápiz y el pincel.
Dicen los que saben que hay en el universo apenas veinte mil millones de galaxias y, según parece, oscuritas ellas. Lo nuestro es un chispazo, acaso un parpadeo entre tiniebla y tiniebla. Perseguidores de la luz como Joaquín Sorolla nos ayudan a perpetuarlo.
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