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Rodin en África

Soy nativo de Buenos Aires, ciudad ente cuyos atractivos figuran sus monumentos. El dedicado a uno de nuestros próceres mayores, Domingo Faustino Sarmiento, fue diseñado y esculpido por el francés Auguste Rodin (1840-1917). Como es sabido, se trata de uno de los cimeros en su arte del siglo XX. En la colección porteña Errázuriz hay otro Rodin, un ejemplar de El beso y en la plaza Lorea, un fundido de El pensador. Estas piezas forman parte del paisaje urbano y los habitantes a menudo ignoran su historial, que no les hace falta pues las ven como inmemoriales y, si se quiere, naturales por aquello de lo paisajístico. Extrañeza o invasión, pues, ningunas.

Esta viñeta visitó mi memoria al enterarme de que en el parque Viera y Clavijo de Santa Cruz de Tenerife se proyecta instalar un Museo Rodin con 83 calcos de obras suyas, basadas en los moldes forjados y, naturalmente, diseñados por el escultor. El gasto no es cuantioso: 16 millones de euros. Se descuentan tanto el beneficio turístico como la instalación de un centro para el estudio del arte del calco y la enseñanza de sus técnicas.

No han faltado las quejas. Asociaciones, instituciones, personajes se han dolido porque esos fondos no estén destinados al arte lugareño, considerando que Rodin es cosa de franceses. A los porteños Rodin no nos ha parecido nunca un extranjero ni, mucho menos, un intruso. También tenemos estatuas de gauchos y de indígenas, de esos pueblos que de manera cursi y conceptualmente errónea ahora se denominan originarios.

¿Qué está en juego entonces? Los canarios y los turistas ingleses o alemanes que visitan las Afortunadas no necesitarán trasladarse a París, donde no hay playas ni sol africano, para ver a Rodin de cerca. Pero hay algo más. El arte de los tinerfeños o de los franceses, se llamen como se llamaren, es universal. Rodin contemplado en Buenos Aires o en Santa Cruz de Tenerife es igualmente patrimonio común de la humanidad. Tal es el enigma de la obra artística, su vigencia en espacios que no la vieron nacer y en fechas alejadas del presente contemplador. Aunque se cansen de repetir America first los norteamericanos tienen sus museos llenos de obras europeas, africanas y asiáticas. Las cuevas de Altamira no se reducen a ser admiradas por los cántabros ni Velázquez por los andaluces. Minutos antes de redactar estas líneas, en la esquina madrileña de Illescas y Camarena, un violinista de no sé qué origen estaba tocando el Canon de Pachelbel. Frente a él, una florista ofrecía lo suyo y a la vuelta de la esquina, la gente hacía la cola ante una panadería. Creo que ninguno de nosotros consideró al violinista como un intruso porque no tocaba chotis ni pasodobles. Quizá sin prestar atención, sin embargo estábamos todos distraídamente fascinados por el enigma de la obra de arte.

Imagen superior: Wikimedia Commons.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")