Durero ha retratado a la Melancolía como un personaje ensimismado, de mal ceño y que da la espalda a la ciudad, visible en la lejanía. Se lo puede imaginar en los umbrales de la psicosis, con el mundo borrado y él, finalmente borrado como el mundo. Pero no todo es psicótico en cuanto a los melancólicos. Raymund Klibansky, por ejemplo, peraltó la huella creadora de los melancólicos en la historia del arte y el pensamiento, en un libro referencial, Saturno y la melancolía.
Melancólico es quien encuentra interesante y bello cuanto ha perdido o cree o siente que tuvo y ya no tiene. El duelo por la desaparición puede llevar a la inmovilidad o, por el contrario, puede incitar a rellenar el hueco y retraer a lo próximo algo que la pérdida alojó en la lejanía. De nuevo: la lejana ciudad de Durero. O la propuesta de Antonio Machado acerca de que toda poesía es elegíaca, sólo se canta lo perdido. O la definición de Proust: paraíso, haberlos haylos pero sólo si los hemos perdido. El palacio es bello si nadie lo habita y el abandono lo ha convertido en una ruina.
Sumando lo restante, valga la paradoja, la melancolía puede ser una de nuestras mayores sinergias creativas. No obstante, éste es un logro moderno. En efecto, la palabra encierra dos raíces griegas: melanós y kolikós. Admite traducirse como humor negro y remitirnos a los tiempos en que toda enfermedad se describía como un desequilibrio de nuestros humores. Humor negro es mal humor o, si se quiere, mala hostia. El melancólico suele ser un apartado vecino de la misantropía. Reacciona mal cuando alguien quiere desconcentrarlo. Se marcha lejos, se refugia en un envoltorio de distancia. Si vuelve, nos trae un regalo: un poema, una novela, una melodía, una teoría filosófica. A nadie se le ocurriría curarle su intangible morbo.
No siempre fue así la cosa. A fines del siglo XIII, Arnau de Vilanova atribuía el negro humor a la excesiva ingestión de pimientos, ajos, embutidos y vinos espesos. Sus colegas solían incluso clasificar las melancolías como alojadas en el cerebro, en la boca del estómago o en los hipocondrios. Fronterizas, la demencia y la enfermedad del amor o mal de amores. A ésta debemos toda la poesía del amor cortés. Y no vayamos más lejos porque Albucassis, remoto antecesor de la psicología, en el siglo X recomendaba, para ciertos casos de melancolía, cauterizar el cráneo del paciente. Debo estos detalles al documentadísimo y muy inteligentemente ordenado libro de Enrique González Duro Historia de la locura en España (Siglo XXI, Madrid, 2021, 743 páginas). De ayer a hoy hemos aprendido algo respecto a la melancolía. No nos hace falta ya curarla. Más bien: respetarla, cultivarla y utilizarla productivamente. Eso sí: evitando la psicosis. No sea que se nos borre la ciudad y nos hallemos solos, cada quien solo consigo mismo, en medio de un desierto.
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