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Pinacoteca canora (IX): Franco Corelli

Para la ocasión, esta especie de museo vocal en torno a cantantes preferentemente actuales, se vuelve al pasado más glorioso. Motivo: el centenario del nacimiento del extraordinario tenor de Ancona que encabeza el comentario, fechado el pasado 9 de abril de 2021.

Si en su época se hubieran planteado aquellos espectáculos tan criticados como de enorme repercusión popular, que funcionaron bajo el reclamo de Los tres tenores, Corelli integraría esa trimurti al lado de Mario del Monaco (seis años mayor) y Giuseppe di Stefano (estrictamente contemporáneo, se llevaban meses). Quedaría fuera Carlo Bergonzi, como en su momento ocurriera con Alfredo Kraus, ambos de similar categoría para poderse sumar a cada respectivo proyecto.

Aunque los tres cantantes transitaron, con distintas condiciones o incidencia el mismo repertorio, Corelli es más asociable, por tipología instrumental al colega florentino que al rival siciliano. Los dos, del Monaco y Corelli, se movieron dentro del mismo tipo de obras preferentemente italianas, aunque del Monaco se aventuró con algún título alemán (Siegmund wagneriano) y francés, yendo más allá del Don José bizetiano (el Eneas de Berlioz), mientras Corelli hacía lo propio en este territorio con Roméo y Faust de Gounod, ajenos a la personalidad de del Monaco y más proclives a figurar en la garganta de di Stefano.

El personaje tenoril italiano, una meta tentadora que puede equivaler entre as sopranos a la Norma belliniana, o sea el Otello de Verdi, quedó en manos exclusivas de Mario del Monaco, dejando de él un imborrable recuerdo y un modelo a seguir (o no) para generaciones futuras, equivalente al logrado Maria Callas con la sacerdotisa druida.

Otello fue uno de los personajes más cantados por del Monaco desde que lo debutara en Buenos Aires en 1951, curiosamente junto del Yago de Carlos Guichandut, barítono antes de convertirse en un interesante Otello. Corelli jamás lo incluyó entre sus trabajos, limitándose a dejar grabados algunos fragmentos: el dúo con la soprano del acto I y el Esultate! Giuseppe di Stefano, osado como era, lo cantó en escena una sola vez en Pasadena de Estados Unidos (1966) con Marcella Pobbe y el maléfico Yago de Tito Gobbi, que asumía también la tarea de director teatral. Si la voz de del Monaco fue comparada al bronce y la de di Stefano con la luminosidad mediterránea, la de Corelli evocaba el metal precioso del oro.

Además de cantar el Requiem verdiano, Corelli llevó al escenario treinta y ocho títulos operísticos, con obras tan dispares (algunas de ellas sólo ocasionalmente, abriéndose camino) como las contemporáneas Romulo, de Salvatore Allegra (estreno en la Scala, 1952), y Enea, de Guido Guerrini (reposición en Roma, 1954), igual que el Sesto y el Illo haendelianos o tres partituras rusas en italiano: Boris Godunov (Grigori, el falso Dimitri), Kovantchina (Andrei Kovansky) y Guerra y paz (Pedro Bezukov). Indudablemente estas obras no se identifican con el tenor de Ancona y sí algo más los personajes franceses por él asumidos, sobretodo Don José más que Raoul de Nangis. Werther, Faust y Roméo, ofrecidos algunos tanto en el idioma original como en su traducción italiana.

En territorio patrio, se asocian mucho más directamente a medios opulentos y personalidad extravertida, cantados además con mayor frecuencia, Enzo Grimaldo, Turiddu y Canio, los puccinianos Johnson, Cavaradossi, Calaf (con un Rodolfo muy presente en los postreros años,) y los verdianos, algo menos Macduff, Adorno y el Arrigo de Legnano que Don Carlo, Ernani, Don Alvaro, Radamès y Manrico.

Completando esta algo cansina relación, aunque esencial para definir lo que fue su carrera, Corelli cantó. en variadas y extremas estéticas, Licinio de La Vestale y Enrico de Agnese von Hohenstaufen, ambas de Spontini, el Romeo de Zandonai, Aquiles de Ifinenia en Aulide de Gluck, Maurizio de Sajonia de Cilèa y dobles encuentros con Giordano (Loris Ipanoff, Chénier), Bellini (Pollione, Gualtiero) y Donizetti (Edgardo, Poliuto). Una carrera desarrollada entre el debut en el Teatro Nuovo de Spoletto como Don José en 1951 y un recial ofrecido en Nueva Jersey en julio de 1981, en compañía de Alfredo Silipigni, donde, aparte de cantar el Niun mi tema del esquivado Otello (a lo mejor como acto de contrición por no haberlo cantado al completo), ofrecía varias canciones napolitanas en las que rivalizaba con Giuseppe di Stefano, maestro en el género.

Los personajes que más se le vieron en escena fueron Cavaradossi. Radamès, Calaf (junto a la Turandot de Birgit Nilsson marcaron historia y referencias) y Don José que le acompañó a lo largo y ancho de su periodo activo, por suerte todos ellos bien reflejado en discos oficiales o piratas y en, algo insólito para la época, en varias ediciones vídeográficas.

Aparte de la belleza de su colorido áureo y viril y la potencia sonora del instrumento, la voz de Corelli era de inmediato captada por el público que se sentía arrastrado por tan suntuoso e ardiente caudal de sonidos. Un instrumento que, por su propia dimensión, hubo de ir domando con inteligencia y laboriosidad para plegarlo a un legato canónico y a sutilezas y matices, apoyado finalmente en un dominio y amplitud del fiato realmente milagroso.

Una voz semejante, tan asombrosamente dotada en proyección y volumen, hubo de medirse con la personalidad insegura del intérprete. Es de dominio general que esa incertidumbre del artista ocasionaba ciertos problemas. Cuenta Rudolf Bing, director del Met neoyorquino durante 22 años, la época en que Corelli allí más estuvo programado (un total de 263 veladas con lo mejor de su oferta), que no era raro recibir una llamada telefónica mañanera del tenor el día en que tenía función comunicándole que no se encontraba bien de voz. Bing se inventó un truco infalible para zanjar la cuestión. Le decía que no se preocupara, que Placido Domingo, estrella que ya despuntaba en la vecina New York City, podía sin problemas sustituirle. Corelli cantaba esa noche curado de inmediato. Una vez no debió de funcionar el recurso porque el tenor español hizo su debut en el escenario neoyorquino sustituyendo al italiano en 1968 como Maurizio de Sajonia junto a Renata Tebaldi.

A Giacomo Lauri-Volpi acudió Corelli en busca de consejos y directrices, a más probablemente de seguridad en sí mismo El famoso tenor romano, una gloria en vida, permite pensar que fue en buena parte responsable de que finalmente el anconés lograra gracias a sus enseñanzas su mejor desarrollo vocal y artístico. Esa relación tuvo lugar, con sucesivos viajes de Corelli a Burjasot (Valencia) donde moraba Lauri-Volpi. Fue hacia 1963. Este, según declararía posteriormente el admirado alumno, le transmitió sobre todo y con humildad parte de su rica experiencia “con enorme ánimo y bondad” (sic) Parece ser que en las sesiones las dos ices canoras detenían a la gente bajo sus ventanas para escuchar aquellos sonidos deslumbrantes.

No obstante, resulta curioso leer lo que escribe Lauri-Volpi en su librito Voces paralelas, donde compara a Corelli con Rinaldo Grassi. Escribe: La voz (de Grassi) en el paso técnico (del centro al agudo) era desligada e incierta como la del marchegiano Corelli, el cual, no obstante ha logrado superar en parte el obstáculo entubando la nota de sutura para aligerar los sonidos superiores”

Tras referirse a su ventajoso físico y a la manera ostentosa con que cuidaba su atuendo (se añade su excesivo maquillaje comprobable en numerosas fotos de escena), continúa Lauri-Volpi con el retrato: “Eso nada empece el real valor del artista, estudioso y nada ignorante de sus dificultades. Ha visto desarrollarse su carrera de modo inusitado. Porque entre Grassi y Corelli hay una diferencia. Y es que Corelli, por la escasez de voces que aflige al teatro de ópera, no tiene quien le moleste seriamente. Grassi, por el contrario, hubo de luchar con una docena de tenores gallardos y decididos. Uno solo de estos sería un rey del mundo lírico”.

Rinaldo Grassi vivió entre 1885 y 1946, habiendo debutado en 1904. Una actividad entrecruzada con las de Caruso, Schipa, Gigli, Pertile, Martinelli, Merli, Lázaro, el propio Lauri-Volpi… Y algunos más.

Ahí queda eso para quien quiera leerlo y rumiarlo. Grassi dejó suficientes grabaciones para Lauri-Volpi ejemplifica ese dicho que parece ley transmitida de generación a generación dentro del mundo de la ópera, el de “cualquier tiempo paso es mejor”.

Voz grande y timbradísima la de Corelli que, lamentablemente y como ocurre  a menudo en este tipo de características, el sonido grabado no pudo reflejar en su auténtica dimensión. Pese a ello, según la época del registro los resultados varían a mejor en calidad y testimonio.

Con estas expectativas, para recordar al inmenso tenor hoy homenajeado se ha elegido un doble disco con grabaciones captadas en vivo y durante una etapa decisiva (1955 a 1970). Incluye reflejos de sus principales personajes Únicamente falta el Rodolfo de Bohème, del cual se conservan en vivo ejecuciones diversas junto a Mimìs como Tebaldi, Dorothy Kirsten, Mirella Freni, la Caballé. Y suma las arias de Vasco de Gama de L’Africana, de Meyerbeer, favorita de tenores de diferentes épocas y estilos, y de Rodrigue de Le Cid, de Massenet, por la que Corelli parecía tener predilección (la interpretó también en su último recital en vivo). Dos obras nunca por él representadas.

Se inicia con varios momentos de Canio de Pagliacci, de Leoncavallo. Aunque el CD lo data en 1955 es presumible, por el sonido, de que se trata de la edición de la RAI de Milán de 1954, en realidad la banda sonora del filme televisivo dirigido por Franco Enriquez.

Medido como intérprete (los sollozos del Vesti la giubba son los justos), certero de intenciones en base a una atención nitidísima hacia el texto, que subraya las palabras más decisivas del mismo, glorioso de medios a veces tentado por exhibirlos en notas tenidas (no tanto como solía hacer para el loggione en ejecuciones en vivo), sin vacilaciones ni ataques indecisos, demuestra que esa es una parte que le iba como si hubiera sido pensada para él. Una década más tarde grabaría en estudio la popular obra de Leoncavallo algo más pulido en intenciones, dado su continuo afán de perfeccionamiento, siempre de voz esplendorosa.

En la siguiente página, los versos de Ossian en italiano del Werther (Ah non mi ridestar) no puede evitar cierta ampulosidad en el concepto que suaviza con algún que otro pianissimo, en una voz que parece demasiado sana y firme para el inmediato suicida.

Para la llamada “aria de la flor” de Don José utiliza similares recursos como en el caso anterior, aquí más adaptados al viril personaje, rubricando la faena con un limpio si bemol, pese a que al iniciar la frase no puede ocultar una especie de vacilación como si temiera el cercano ascenso a esa nota, finalmente implacable.

Los dos instantes solistas de Johnson-Ramerrez en La fanciulla del West puccinina de la edición de la Scala 1956 con la fabulosa Minnie de Gigliola Frazzoni (ausente aquí) demuestran que se trataba de una papel ajustadísimo a sus posibilidades. Ningún sello le propuso registrar la ópera. Mario del Monaco lo hizo en su lugar para Decca y Joao Gibin para EMI. Como dato gracioso, en la segunda aria, la del acto III, el tenor cambia la palabra fiore por la de amore. Existe la obra completa en discos piratas. Un alivio.

De nuevo Puccini, ahora enfrentado a su fascinante Cavaradossi, una parte que compartió con un número importante de sopranos de casi tres generaciones. La lista es apabullante: Maria Caniglia (en filme con el rostro de Franca Duval), Magda Olivero, Tebaldi, Leontyne Price, Virginia Gordoni, Grace Bumbry, la Nilsson (incluida una lectura oficial de estudio), Zinka Milanov, la Heredia Caprisi, Radmila Bakosevic, Régine Crespin y, por supuesto, la Callas.

Cavaradossi le permitía al tenor deslumbrar con su dorado lirismo y acentuar los arrebatos de fuerza y pasión amorosa y política. Tal como se oyen en esta selección que incluye el esperado alarde del agudo en el triunfal, espectacular Vittoria! donde Corelli aprovecha (el público lo espera) para alargar la nota  hasta el límite de sus de posibilidades. No obstante, el conocido como “adiós a la vida” lo resuelve de forma íntima, magníficamente planteado y resuelto. Registros de 1956 del filme de Carmine Gallone.

En el aria de Pollione de Norma, años antes de su grabación junto a Maria Callas, en la que da de inmediato sentido al petulancia y masculinidad del personaje, a la manera de como se hacía entonces al procónsul, belliniano, no puede evitar lo que fue siempre su talón de Aquiles: el do agudo de rapiti i sensi, nota que poseía con creces pero que el miedo, la indecisión lea agarrotaba. En su descargo: del Monaco jamás lo dio. Nunca, que se sepa, la dio. Por otro lado, nada lo que afirmaba Lauri-Volpi en su libro sobre voces, del pasaje centro-agudo, aparece aquí en una escritura vocal que podría ponerlo de manifiesto.

Unos cortes más allá del primer cedé, incluye otra muestra de su obra: un fragmento del Poliuto cantado en la Scala 1960 al lado de la Paulina de la Callas. Escuchando la grabación completa no hay duda de que la soprano interpreta su parte y el tenor simplemente la canta, utilizando su voz especialmente para demostrar sus enormes facultades. El formidable agudo que brinda, sin embargo, lo emite con una nota previa de apoyatura.

Los fragmentos de Andrea Chénier, a espléndida ópera de Giordano que Corelli  acabaría gradando en estudio con la excelente soprano Antonietta Stella, ofrecen claro testimonio de la completa aptitud del cantante para un papel escrito al servicio de su cuerda. Aunque no haga empalidecer el recuerdo de Gigli, que grabó la obra en 1941, todos los estados de ánimo por los que se mueve el revolucionario-poeta aparecen descritos por el de Ancona de manera infalible en tomas de diferente aunque cercana época. Contrastado acentos de intimidad con los de expansión instrumental, Corelli realiza un modelo de referencia de tan bien dotado dotada entidad tenoril, vocal y escénica.

Parecidas pero no exactas posibilidades permiten a un cantante la parte del seductor y un tanto veleidoso Maurizio de Sajonia en esa elegante partitura que es Adriana Lecouvreur, de Cilèa. En sus dos fascinantes cantables, dedicado a sus dos incautas enamoradas (Adriana y la princesa de Bouillon) en ambas describe bien nítida su personalidad y Corelli aprovecha la situación. Frases sinuosas y dilatadas con el necesario fiato a punto en un alarde de emisión realmente modélico y una entrega que justifica el hecho de embaucar a las dos incautas mujeres enamoradas. Las tomas son de la ya mítica representación en el San Carlo de Nápoles al lado de Magda Olivero, Giulietta Simionato, Ettore Bastianini y Mario Rossi en el foso. No se incluye otro momento solista de mayor empuje vocal, Il ruso Mencikoff. Lástima ya que redondearía el retrato del aspirante al trono de Curlandia, permitiendo al tenor dar rienda suelta a sus medios instrumentales como, de hecho, hacía.

Su Arrigo de La battaglia di Legnano verdiana (el otro Arrigo de I vespri siciliani no tuvo oportunidad de representarlo), al lado de la a Stella y Bastianini, supuso un triunfo que fue más allá del ámbito profesional. Con esa recuperación se celebró el centenario de la unidad italiana en 1961 inaugurando la temporada de la Scala milanesa. Intérpretes y público comparten el entusiasmo patriótico que, seguramente, tanto hubiera gustado presenciar a Verdi.

Los testimonios de Manrico en Il Trovatore en tomas de 1961 y 1962 evidencian la especial adhesión de Corelli al héroe romántico que es ese infeliz caballero español. Sin desmerecer a otros, en cabeza del Monaco y Jussi Bjoerling, a más de algunos otros colegas del momento con sus diferentes méritos (Picch, Penno, Lavirgen, Prevedi, Cossutta), el Manrico de Corelli se sitúa a medio camino entre el de Bergonzi, que lo cantaba como pocos pero le faltaba el empuje heroico de la voz, y Richard Tucker, con el spinto adecuado para el papel pero sin la sonora suntuosidad mediterránea del de Ancona.

Como Manrico, Corelli en vivo lo cantaba a menudo tentándose más para alegrar al loggione que atento a la partitura. Una parte que facilita este tipo de alarde que, además, ciertas secciones del público espera y si faltan no suele pasar por alto. Cuando grabó Manrico en estudio, prodiga sutilezas, lo llena de matices sin que el personaje pierda valentía y prodigalidad. En ambos casos el personaje es siempre impactante, en su espléndida fisonomía, mezcla de amante, rival amoroso y político a más de tierno hijo. Varios fragmentos seleccionados en el disco recogen dos primeros fragmentos en Berlín 1861 y el resto de la ya famosa edición de Salzburgo 1962 con Herbert von Karajan en el foso y en la selecta compañía de Leontyne Price, Giulietta Simionato y Ettore Bastianini. Es suficiente escucharle el lírico Ah, sì ben mio seguido de la apoteósica Pira para decidir que nos hallamos uno de los mejores Manrico de todos los tiempos. Karajan, al contrario de lo solía hacer el estricto Riccardo Muti, deja que el tenor se explaye en la famosa nota aguda para la que le permite prepararse evitando las frases en medio del coro acompañante.

En el aria de Radamès, Corelli despliega sus infalibles recursos, pese a no respetar el morendo del si bemol que pide la partitura, algo que sí respetó en su grabación de estudio, cinco años después, al lado de la Aida de Birgit Nilsson en 1967 con Zubin Mehta.

Como la anterior, de 1962, es del mismo año el aria de Raoul de Nangis (en italiano) de las legendarias funciones, pese a los cortes, de Hugonoti de la Scala. La satisfecha facilidad con la que Corelli asciende a las notas agudas hacía pensar que más adelante atacaría sin problemas el re bemol en una rase imponente en medio del precioso dúo con Valentina. Pues no, le pudo el miedo. Nota poseída: ese mismo año puesto que aparece nítida y potente en un recital donde incluyó el A te o cara de Puritani a pesar de que Arturo nunca figuró en su repertorio.

Las partes seleccionadas, correspondientes al Enzo Grimaldo y de Turiddu, evidencian la capacidad del tenor para asumir con brillantez y convenientes conceptos los dos personajes, el preverista y el postverista. Son entidades escritas al servicio de una gran voz y de un generoso intérprete, ideales para el tenor de Ancona.

De Turandot aparecen como es preceptivo las dos arias de Calaf, la tierna y cariñosa dedicada a Liù y la arrolladora teniendo en mente a Turandot, pero también a ellas se suma la frase de la escena de las adivinanzas, donde l tenor ha de alcanzar el do natural agudo que, al ser opcional, muchos eluden. No nuestro cantante, luminoso, valiente, implacable. Tenía enfrente a la Nilsson para estimularlo.

Más interesante que los verdianos Ernani, Don Alvaro (de un recital en 1966, no de la extraordinaria función napolitana de 1958), Macduff y los citados Rodigue de Massenet y Vasco de Gama de Meyerbeer son los cortes dedicados a Don José y el ya comentado Calaf.

La fleur de Don José, así en francés, está desarrollada más en plan extravertido que íntimo por lo que convence más en las intensas frases del final del acto III donde de pasada podemos escuchar a Marilyn Horne y Arlene Saunders. La grabación está captada en Filadelfia 1962 no en 1965 como detalla el cedé.

Se concluye esta indudable exhibición tenoril con el aria de Don Carlo. Mario de Monaco , según su hijo Giancarlo, el espléndido director de escena, se negó a cantar este desequilibrado príncipe porque consideraba, con razón, que después de dar buen trabajo al cantante no disponía de un aria espectacular como las que disfrutaban sus compañeros de fatigas, soprano, bajo y mezzosoprano. O sea que los mayores aplausos se los llevaban estos. Corelli cantaba Don Carlo, pero se hacía destacar a su manera, intercalando en el aria, muy bella y oportuna pero no proclive a la reacción entusiasta de los oyentes, algún que otro agudo de propina. En Viena 1970 no se atreve a ello en una versión algo ampulosa (una mácula que a menudo entorpece su canto) pero salpimentada con detalles de disfrutable eficacia. Portentosa voz que en esos tres lustros no ha perdido metal y ha crecido un artista.

Completan esta segundo disco ejemplos de lo que fueron el Turiddu (Scala 1963 que se conserva al completo) y el Enzo Grimaldo añadiendo al aria la bellísima frase Deh non tremar (que se corta sin que aparezca la Laura de Nell Rankin), dicha de tal manera por el tenor que es imposible que no derrita de inmediato a la interlocutora mezzosoprano y de paso a los oyentes. No es necesario alabarlos, sería incidir otra vez en los elogios.

Unos elogios que pueden resumirse en palabras de Grace Bumbry: “Quien hubiese visto una vez a Corelli en escena, cuando se habla de clase la suya era la clase. Cuando se habla de voz, la suya era la voz”.

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Copyright del artículo © Fernando Fraga. Reservados todos los derechos.

Fernando Fraga

Es uno de los estudiosos de la ópera más destacados de nuestro país. Desde 1980 se dedica al mundo de la música como crítico y conferenciante.
Tres años después comenzó a colaborar en Radio Clásica de Radio Nacional de España. Sus críticas y artículos aparecen habitualmente en la revista "Scherzo".
Asimismo, es colaborador de otras publicaciones culturales, como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Crítica de Arte", "Ópera Actual", "Ritmo" y "Revista de Occidente". Junto a Blas Matamoro, ha escrito los libros "Vivir la ópera" (1994), "La ópera" (1995), "Morir para la ópera" (1996) y "Plácido Domingo: historia de una voz" (1996). Es autor de las monografías "Rossini" (1998), "Verdi" (2000), "Simplemente divas" (2014) y "Maria Callas. El adiós a la diva" (2017). En colaboración con Enrique Pérez Adrián escribió "Los mejores discos de ópera" (2001) y "Verdi y Wagner. Sus mejores grabaciones en DVD y CD" (2013).