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«Jill», de Philip Larkin

Da la impresión de que Philip Larkin, como buen cazador de historias, escribió esta novela de juventud con el combustible que cualquier maestro recomienda: la experiencia. Publicada en 1946 y completada entre 1943 y 1944, Jill trasluce la mirada de un Larkin que solo tenía veintiún años.

Sin duda, el escritor supo hacer buen uso del entorno en el que se movía por aquel entonces ‒el St John’s College, de Oxford‒, y por eso es muy tentador establecer paralelismos biográficos entre el propio Larkin y ese joven John Kemp que, a la hora de resistir la presión humana y ambiental del college, decide inventarse la identidad de una hermana de quince años: «A nosotros la gente nos llama Jack y Jill ‒dirá en un determinado momento‒. Ella va a ser muy guapa. Supongo que ya lo es… E inteligente… Más inteligente que yo probablemente. (…) Cuando digo inteligente, claro, no quiero decir para todo. Le gusta la poesía… Por ahí va la cosa».

Esta fantasía, como un impulso literario, conduce al protagonista a nuevos engaños. Sin embargo, dar vida a ese retrato de Jill se convierte en una tarea que, en un determinado momento, adquiere una dimensión aún más incómoda. Sobre todo cuando John descubre a una chica idéntica a ese espejismo que tan afanosamente ha creado: «No eran imaginaciones de John ‒leemos‒: la muchacha se parecía a Jill. Y el parecido no era vago: era tan exacto que por un momento John no recordó a quién pertenecía ese rostro tan familiar. Estaba demasiado atónito para pensar mientras veía ante sí la materialización de su fantasía».

No se alarmen: no estoy fastidiando una sorpresa. En realidad, este es solo un ejemplo de los vaivenes a los que nos somete Larkin a lo largo de este ingenioso y consistente relato. Una ficción, por cierto, contextualizada en el prefacio que el propio autor escribió en 1964. Esas líneas nos permiten comparar su recuerdo de la vida en el college ‒recordemos que fue amigo y compañero de Kingsley Amis‒ con la «verdad» novelesca que nos muestra en Jill.

En este sentido, el Oxford de Larkin refleja esa distinción jerárquica que tantas veces identificamos con la sociedad británica de la primera mitad del siglo XX. Es un ambiente rico en matices, pero abrumador, sobre todo para el personaje principal, un becario de familia modesta, que desea ser aceptado, pero que ha de convivir con su antítesis, el torrencial y altanero Christopher Warner.

Desde que pone un pie en la universidad, el protagonista es consciente de cómo le miran sus compañeros, y también de cómo se va graduando el juego del poder y de los prejuicios.

Esa mezcolanza tribal que viene a ser el campus propicia, por otra parte, un interesante retrato generacional, sin duda deprimente, pero no tan lejano y superado como desearíamos creer.

Se nota que Jill no es una novela de madurez, y en ciertas arritmias ‒mínimas, desde luego‒ detecta uno la inseguridad de un prosista que, a pesar de sus evidentes fortalezas, aún está afilando sus armas. No obstante, ese matiz pierde importancia cuando hablamos de un autor como Philip Larkin, testigo de una época fascinante y capaz de darle singularidad en estas páginas.

Al leer Jill, uno se pregunta qué hubiera ocurrido si en lugar de concentrar sus fuerzas en la poesía, Larkin hubiese insistido en esas cualidades para la prosa que ya evidencia en esta obra.

Sinopsis

Traducción de Marcelo Cohen

Durante los primeros años de la II Guerra Mundial, John Kemp, un joven estudiante de clase humilde, llega desde un pequeño núcleo de provincias a la ciudad universitaria donde cursará sus estudios.

En medio de un ambiente lúgubre, deprimido y profundamente intimidatorio elegirá, como salvoconducto emocional, a una chica anónima sobre la que dibujará una identidad alternativa, y la bautizará con el nombre de Jill. A partir de ese momento, comenzará el movimiento feroz de una espiral obsesiva sobre ella hasta que los acontecimientos experimentan un giro sorpresivo que pondrán al protagonista contra las cuerdas. Su vida y sus aspiraciones, así como sus deseos y anhelos darán paso a un relato poético y grandioso de uno de los maestros de la literatura inglesa de los años cincuenta.

Philip Larkin (1922-1985) estudió en la Universidad de Oxford. Amigo fraternal de los también escritores Kingsley Amis y Edmund Crispin (a quien dedica este libro), está considerado uno de los poetas ingleses más aclamados del siglo XX.

De hecho, los reconocimientos a su labor literaria, entre los que se incluyó la Queen’s Gold Medal, fueron una constante en su vida. En 1984 se le ofreció el galardón, que rechazó, de poeta laureado del Reino Unido. Fascinado tras una primera lectura de Thomas Hardy, e influenciado por T. S. Eliot y W. H. Auden, comenzó a escribir en su adolescencia. Aunque al principio su producción literaria se limitó a la lírica, llegaría a escribir cinco novelas (tres de las cuales destruyó nada más terminarlas), una supuesta autobiografía y hasta un manifiesto creativo titulado «Para qué escribimos». A punto de sacar a la luz su primera novela, Jill (1946), su editor le preguntó si también escribía poesía. Como consecuencia de esto, apareció, tres meses antes que JillEl barco del norte (1945), un poemario en la línea de W. B. Yeats. Poco después, Larkin comenzó a escribir Una chica en invierno, que publicaría en 1947 la prestigiosa editorial Faber and Faber. La obra se convirtió de inmediato en un rotundo éxito. El Sunday Times la describió como una narración de «una presentación exquisita y casi intachable». Jamás volvió a terminar una novela. Su madurez como poeta la alcanzaría durante los cinco años que pasó en Belfast. Allí escribió la mayoría de los versos que compondrían Un engaño menor, una recopilación de poemas que le consagró definitivamente como poeta de culto. Otras obras destacables son Ventanas altas (1974), donde refleja su preocupación por la muerte, o Las bodas de Pentecostés (1964). Larkin fue bibliotecario de la Universidad de Hull a partir de 1955 y crítico de jazz del Daily Telegraph. Falleció en 1985, a los sesenta y tres años de edad, víctima de un cáncer de esófago. Está enterrado en el cementerio municipal de Cottingham.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.

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