Me transformé en investigadora amateur el día que acabé Historia de dos ciudades, de Charles Dickens. Yo tendría unos diez años y la historia de la Revolución Francesa que sirve de trasfondo a la novela me había subyugado. Pero, por encima de todo, había un aspecto que me tenía tan intrigada como para impulsarme a saber más del tema: ¿qué había sido del Delfín? Sus padres, Luis XVI y María Antonieta, habían perecido en la guillotina pero, ¿qué había sido de su hijo y heredero? Fue esa intriga, ese querer saber, el que me llevó a cruzar las puertas de la Biblioteca Pública de mi barrio, en busca de información.
Aquella biblioteca, de finales de los setenta, no tenía nada que ver con los espacios actuales. Aquella era una biblioteca decimonónica, donde había mucho ocioso leyendo el periódico, mucho estudiante preparando exámenes y un puñado de bibliotecarios huraños poco dispuestos a atender los requerimientos de una mocosa como yo.
Siempre he sido una tímida patológica, pero mi curiosidad podía más que mi timidez, y me acerqué al mostrador, demasiado alto para una niña de diez años. Supongo que habría sido más sencillo preguntar directamente el objeto de mis intrigas, pero un sexto sentido me avisó que ése no era el camino a seguir, así que me limité a decir que buscaba información sobre la Revolución Francesa para un trabajo de curso. El bibliotecario de turno salió del mostrador, me llevó hasta los ficheros (temáticos y alfabéticos), me enseñó a usarlos con un par de frases y allí me dejó. Ese día, sin yo saberlo, me transformé en historiadora profesional.
«Sólo tres libros de cada vez. A devolver en quince días. Piensa si vas a ser capaz de leerlos y, si no, llévate menos»… Ignorante, pensé, aunque me libré muy mucho de decirlo. Quince días… En quince días me había leído todos los libros que tenía mi biblioteca de barrio sobre la Revolución Francesa. Lo sabía todo de asambleas nacionales, constituyentes y legislativas; de convenciones, directorios y consulados; de jacobinos, gorros frigios y escarapelas; de Robespierres, Marats y Dantons y, por supuesto, ya me había enterado de mi principal objetivo, el destino último de ese pequeño delfín, aunque me hubiese costado transformarme en una pequeña erudita revolucionaria con apenas diez años…
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