Lafayette Ronald Hubbard (1911-1986) firmó una considerable cantidad de relatos para las revistas pulp. Él mismo afirmó haber escrito quince millones de palabras entre 1927 y 1941, aunque no sería extraño que esto no fuera sino otra de sus exageraciones. El caso es que la mayoría de todo ese material ha quedado justamente olvidado en la actualidad, si bien los críticos suelen destacar tres de sus novelas como por encima de la media en su categoría: Apagón final (Final Blackout, serializada en Astounding Science Fiction en 1940), acerca de una Europa del futuro devastada por la entonces rugiente Segunda Guerra Mundial y en la que un dictador toma el control de Inglaterra e intenta superar a sus oponentes; Miedo (Fear, publicada por Unknown Fantasy Fiction en 1940), en la que un hombre debe retroceder en el tiempo para enfrentarse a lo que más teme; y la más reflexiva Máquina de escribir en el cielo (Typewriter in the Sky, también serializada en 1940 por Unknown) en la que un personaje está atrapado dentro la novela que está escribiendo su amigo, el prolífico autor de pulps Horace Hackett (un trasunto del propio Hubbard).
El estilo y ambición de Hubbard se ajustaba más a la fantasía de Unknown que a la ciencia ficción de Astounding, y por eso resulta chocante, con la perspectiva que da el tiempo, que John W. Campbell, el legendario editor de ambas revistas, lo incluyera entre sus escritores de ciencia ficción favoritos. A diferencia de muchos de sus colegas de entonces, Hubbard no estaba tan interesado en reinventar el género como en ofrecer a sus lectores historias de aventuras tan inverosímiles como rebosantes de dinamismo y lideradas por protagonistas cuasi superhumanos.
Sin embargo, no son los méritos de Hubbard como escritor los que le ameritan para figurar en este artículo, sino como fundador de la Cienciología, una práctica religiosa profundamente imbuida de discursos extraídos de la ciencia ficción. De hecho, si no hubiera sido por su polémico ascenso a la categoría de gurú, es poco probable que sus escasas virtudes como autor pulp le hubiesen ganado más que una mención de pasada en las enciclopedias y tratados del género.
Tras servir sin demasiada distinción en la Armada durante la Segunda Guerra Mundial, Hubbard pareció desilusionarse con la vida de escritor. En una reunión de la Asociación de Ciencia ficción del Este de Estados Unidos en 1948, afirmó: «escribir a cambio de un penique por palabra es ridículo. Si alguien quisiera de verdad amasar un millón de dólares, la mejor forma de hacerlo sería empezar su propia religión» (Hay tres versiones ligeramente diferentes de esta celebrada –o infame, según se vea– aseveración).
A continuación, perfectamente consciente de que su talento literario no le llevaría muy lejos, siguió su propio consejo. En su libro Dianética (cuya primera versión manuscrita, Dianetics: The Original Thesis, de 1948, fue editada por Hermitage House en mayo de 1950 con el título Dianetics: The Modern Science of Mental Health), estableció lo que dio en llamar «una nueva ciencia de la salud mental».
Dianética era en realidad un manual de autoayuda y guía de trascendencia espiritual confeccionado con elementos dispersos de filosofías orientales y occidentales, y sazonada con conceptos extraídos de las ideas de Sigmund Freud y Wilhelm Reich.
Un extracto de cuarenta páginas se había publicado previamente en Astounding Science Fiction, bajo el título «Dianetics: A new science of the mind». Su editor, el mencionado Campbell, se convirtió en un entusiasta defensor de esas ideas.
En el número de Astounding de diciembre de 1950, un lector expresaba su escepticismo hacia las teorías de Hubbard: «Suena muy parecido al tipo de cháchara que escucho de algunos de los pacientes del hospital mental en el que estoy cursando prácticas». Campbell le reprendió por escrito por su actitud reaccionaria. De hecho, en el editorial del número en el que presentó la Dianética, proclamaba: «Quiero asegurar a todos los lectores, de forma positiva e inequívoca, que este artículo no es ni una estafa ni una broma, sino la manifestación directa y clara de una nueva tesis científica». Por eso no puede extrañar que cuando Hubbard convirtió esas «tesis» en una religión –que es lo opuesto a la ciencia– alrededor de un año después, Campbell enfriara sus ánimos y le retirara su incondicional apoyo (puede que parte de la simpatía del editor derivara del éxito que tuvo Hubbard a la hora de tratar la sinusitis crónica que le había atormentado durante años).
El caso es que ningún otro autor de ciencia ficción antes que Hubbard había tenido semejante éxito fuera del gueto del género y, para colmo, mostrando su peor faceta. Dianética vendió más de 100.000 copias en un solo año, muchas de ellos a aficionados a la ciencia ficción. A pesar de contar con el aval de un médico auténtico, el doctor Joseph Winter, la comunidad científica y médica se mostró hostil a las teorías expuestas en sus páginas. El libro no trataba tanto de poderes psíquicos como de psicoterapia: prometía un nuevo y radical método para curar los males de la mente allá donde todas las terapias anteriores habían fallado, desde la acupuntura a Freud. El propio Hubbard no alardeaba de modestia en la introducción de su libro: «La creación de la Dianética es un hito para el hombre comparable al descubrimiento del fuego y superior a la invención de la rueda o el arco».
Grupos de «auditación» (a continuación volveré sobre esto) surgieron por doquier, sobre todo en la costa oeste de Estados Unidos, donde el colega de Hubbard y también escritor de ciencia ficción, A.E.Van Vogt, ejercía de terapeuta dianético. Obsesionado desde hacía mucho por las teorías sobre el comportamiento humano, van Vogt fue una víctima fácil para el carismático Hubbard. Referencias a los «limpios» (un concepto de la dianética que también explico más adelante) empezaron a aparecer en algunas historias de ciencia ficción. Van Vogt, Blish y otros escritores que flirtearon con el movimiento acabaron volviendo al género quizá dándose cuenta del engaño –Blish, por ejemplo, eliminó las menciones a los «limpios» de posteriores ediciones de sus obras). Pero para Hubbard, la Dianética no había hecho más que empezar.
Hubbard fundó a continuación la Hubbard Dianetic Research Foundation para ayudar –o exprimir económicamente– a sus seguidores. Animado por su éxito, amplió el marco conceptual de la Dianética hasta convertirlo en un conjunto sistematizado de creencias a la que llamó Cienciología.
Cuando en 1953, Hubbard declaró que la Cienciología era una religión, ya no escribía ciencia ficción en absoluto. Optó por concentrarse en la mucho más lucrativa ocupación de organizar y extender su culto, llenando de paso los cofres gracias a un merchandising masivo, al desplume de los más vulnerables seguidores, y a la diversificación en otras áreas económicas, como la consultoría financiera, los spas y la rehabilitación de drogodependientes. Fachadas honorables todas ellas, tras las que poder ocultar el verdadero y pedestre origen de esa religión.
En 1959, estableció el cuartel general de su movimiento en East Grinstead, en el sur de Inglaterra.
La religión de Hubbard fue extendiéndose durante los sesenta y setenta y alcanzó un gran predicamento gracias a la adición a sus filas de varias celebridades en los ochenta y noventa. Hubbard fundó, a comienzos de los 80, el certamen Writers of the Future, dirigido por el escritor y editor Algis Budrys, uno de los pocos autores de ciencia ficción que a esas alturas seguían teniendo palabras amables para la Cienciología (entre otras cosas, porque trabajaba para ella).
El número de seguidores varía según las fuentes. Los responsables de la Cienciología, claro está, han llegado a elevar su número hasta los 8 millones en todo el mundo, mientras que en 2011 un renegado de alto nivel declaró que sólo contaban con 40.000 fieles. Pero sea como fuere, estamos ante un notable fenómeno cultural. Como muchas religiones de nuevo cuño, la Cienciología ha generado controversia y ridículo a partes iguales. En parte, esto es un reflejo de la percepción general de que se trata de un culto enfocado a la explotación económica de sus seguidores, pero también tiene que ver con que la fe hunda sus raíces en terrenos propios de la ciencia ficción, algo que para muchos es totalmente risible (o al menos, más inverosímil que las narrativas míticas que sustentan otras creencias).
El corazón de la Cienciología es un proceso llamado auditación (de la raíz latina audiv–, ‘escuchar’) por medio del cual los creyentes pueden purgar sus almas inmortales (Thetans en el vocabulario de esa fe) de toda la energía negativa acumulada en vidas anteriores. El individuo ya purgado es conocido como un «limpio». La Iglesia organiza cursos en los que los asistentes –previo pago de cuantiosas sumas– pueden ir poco a poco librándose de esos «engramas» negativos, y así ascender en la estructura jerárquica de la organización. Es este un proceso que ha demostrado ser muy lucrativo tanto para la Cienciología en general como para los líderes de la misma en particular, puesto que una auditación completa puede llegar a costar entre 300.000 y 500.000 dólares.
Al final, no se trata más que una corrupción de la doctrina freudiana por medio del mestizaje con la ciencia ficción. Lo que ofrece es una forma más sencilla y directa de culpar de los males propios al padre, la madre, los satanistas o los extraterrestres.
Los cienciólogos de alto rango tienen acceso a verdades fundamentales, la mayoría de las cuales supuestamente están relacionadas con eventos clave que ocurrieron en vidas anteriores, y que, con toda desfachatez, están tomadas directamente del corpus de la ciencia ficción pulp.
Por ejemplo, la Cienciología predica que el origen de la mayor parte de las desgracias contemporáneas puede rastrearse hasta una catástrofe acontecida hace 75 millones de años, cuando un perverso dictador galáctico llamado Xeno, por razones no muy sólidas, trajo miles de millones de individuos a la Tierra en naves espaciales sospechosamente similares a los aviones Douglas DC-8, las situó sobre volcanes y luego arrojaron bombas de hidrógeno en ellos matándolos a todos. La Cienciología dice que nuestras almas conservan el recuerdo reprimido de este trauma, y que ello lastra nuestro desarrollo espiritual.
Hay muchas otras narrativas extraídas de la ciencia ficción e incorporadas a esta religión. Por ejemplo, testimonios de creyentes que han pasado por el proceso de auditación, y que afirman recordar vidas anteriores sospechosamente parecidas a la ciencia ficción previa a la Segunda Guerra Mundial: aventuras en otros planetas, robots disfrazados de atractivas mujeres pelirrojas, platillos volantes, catástrofes planetarias causadas por nubes de gas radioactivo…
El propio Hubbard afirmó que una de sus vidas anteriores la había pasado en un planeta alienígena fabricando humanoides metálicos y vendiéndolos o alquilándolos a los thetans locales. Son todos ellos escenarios que en este mismo espacio hemos visto repetidas veces, formando parte de múltiples novelas y cuentos publicados a comienzos del siglo XX.
La de Hubbard es una religión cuya metafísica está, por tanto, empapada de clichés y banalidades extraídas de las revistas populares. Es una lástima que para cautivar los corazones de miles de personas ya no sean necesarias la poesía y elegancia presentes en el Corán o el Evangelio de San Juan. Todo lo que se requiere es saquear las tradiciones de la ciencia ficción de segunda fila, el tipo de literatura popular en el que el propio Hubbard había militado antes de decidir que el de líder religioso era un trabajo mejor remunerado.
Esta forma de ver las cosas es bastante común entre los no seguidores del culto. Naturalmente, los miembros de la Iglesia de la Cienciología tratan este material con mucho más respeto, como si encerrara profundas verdades y, de hecho, sus seguidores defienden sus creencias de una manera tan agresiva que se han labrado la reputación de ser los fieles más litigantes del mundo. Pero la verdad es que las referencias de la cultura popular a esa religión suelen ser más despectivas y satíricas que otra cosas. Dos ejemplos: la novela corta de Greg Bear Cabezas (1990), en la que plantea una religión futura muy parecida a la Cienciología, que descubre verdades amargas acerca de su fundador tiempo atrás fallecido (e imaginado a imagen y semejanza de Hubbard) mediante la manipulación de su cabeza congelada; o la ópera rock Joe’s Garage (1979), de Frank Zappa, que se ríe de «L. Ron Hoover» y su iglesia de la «Aparatología», y en particular de la obligación que tienen sus seguidores de practicar sexo con electrodomésticos.
Durante gran parte de la década de los setenta, Hubbard vivió a bordo de un yate. En los ochenta, utilizando los considerables recursos que había amasado gracias a la Cienciología, volvió a los Estados Unidos y empezó a escribir de nuevo ciencia ficción. Publicó dos voluminosas novelas: Campo de Batalla: la Tierra (Battlefield Earth, 1982) y Misión Tierra (Mission Earth, 1985-1987), esta última dividida en diez volúmenes que totalizan unas 4.000 páginas.
Ambos títulos se vendieron bien (hay acusaciones en el sentido de que las buenas ventas respondieron a presiones de la Iglesia sobre sus seguidores para que las compraran en masa, aun cuando en ningún momento la intensa promoción que las apoyó mencionó la palabra Cienciología). No obstante, son obras decididamente malas: prolijas, sosas, poco imaginativas y tediosas.
Campo de Batalla: la Tierra detalla, en medio millón de palabras, la lucha, en el 3000 de nuestra era, entre una humanidad esclavizada y sus amos, los alienígenas Psychlos. Éstos son materialistas, manipuladores y devotos de un sistema social obsceno y artificial. Hubbard lo deja claro: son los malos y están allí para que les disparen y los maten en aras de la libertad. Por parte de los humanos, tenemos a Jonnie Goodboy Tyler, un joven y musculoso héroe apoyado por un grupo de valientes luchadores. En el curso de la aventura, claro está, Jonnie se lleva a la chica (que, por supuesto, se queda en casa para dejar que los hombres de verdad luchen como deben), libera a la Tierra, obtiene su venganza en el planeta natal de los Psychlos y acaba erigiéndose dueño de la galaxia. Es una historia así de sencilla y estúpida y, para colmo, lastrada por complejos y aburridos análisis de logística militar alienígena.
En 2000 fue llevada al cine en una producción encabezada por John Travolta (uno de los cienciólogos más famosos) que pasa por ser una de las peores películas de ciencia ficción jamás rodadas.
Por su parte, Misión Tierra aspira a ser una sátira enciclopédica de nuestro mundo actual, visto a través de los ojos de los alienígenas del planeta Voltar, un nombre que quizá delate la ambición estética de Hubbard, aunque el resultado no puede parecerse menos a la concisión y capacidad de análisis de Voltaire.
Hubbard retrata una Tierra al borde de de la autodestrucción: las escuelas se han corrompido transformándose en centros de adiestramiento para desviados sexuales, las corporaciones malvadas dominan la sociedad, la música rock y las drogas se utilizan para sedar y controlar a las masas… La psiquiatría, una de las pesadillas particulares de Hubbard, se presenta como pieza crucial en esta conspiración global.
La novela es poco más que un escaparate de las estrafalarias opiniones y las excéntricas manías de su autor y, de hecho, refleja las bases ideológicas de la propia Cienciología. La prosa de mínima calidad y la chapuza de su planteamiento junto al hecho de que varios volúmenes aparecieran tras la muerte del propio Hubbard en 1986 a los 74 años, ha llevado a algunos críticos a cuestionar su auténtica autoría. Al fin y al cabo, tenía 72 años cuando apareció Campo de Batalla: la Tierra y, dado lo recluido que vivía (algunos lo comparaban con Howard Hugues) había incluso especulaciones acerca de que estuviera vivo.
Puede parecer contradictorio el glosar en este espacio dedicado a los grandes de la ciencia ficción a un escritor tan francamente malo como Hubbard. Pero es que su mediocridad literaria está inextricablemente unida a su brillantez –intermitente, eso sí– como visionario. Aunque resulte incómodo, no se puede ignorar la importancia cultural de la Cienciología como religión dimanada de la ciencia ficción.
Resulta difícil generalizar sobre el fenómeno de la religión y además hacerlo en abstracto, tal es el número y diversidad de cultos en el mundo y la Historia. Dicho esto, puede resultar útil considerar que la palabra encierra dos conceptos generales: por una parte, una religión es casi siempre un cuerpo discursivo de carácter metafísico, más o menos coherente, que incluye todo el cosmos (normalmente definido en términos sobrenaturales, como creación de un dios o dioses en el que los seres humanos ocupan un lugar relevante) y que proporciona un marco de referencia moral al cual debemos ajustar nuestras vidas.
Por otro lado, las religiones son prácticas sociales o culturales que ponen el énfasis en la pertenencia del individuo a una comunidad particular de creyentes, una identificación social que muchos encuentran reconfortante y que refuerza un determinado sentimiento de identidad. Naturalmente, hay muchos ejemplos de individuos que se identifican a sí mismos como religiosos, y que al mismo tiempo, desechan muchos de los aspectos metafísicos asociados a su fe. O individuos que encuentran tanto consuelo y apoyo en la pertenencia a una comunidad religiosa que supera cualquier reserva que pudieran albergar hacia sus aspectos doctrinales.
Los críticos de la Cienciología han atacado a esa religión sobre esas dos bases: como una fe metafísicamente risible, pseudocientífica y sustentada por un fárrago de tópicos de la ciencia ficción pulp; y también como culto organizado, enfocado al espectáculo y la explotación económica. En este último punto, hay sociólogos que disienten sobre la base de que la distinción entre religión y culto es algo más que una cuestión de retórica. Pero existe un consenso alrededor de que, funcional y socialmente, la Cienciología es una religión y no un culto. Lo cual no impliqua que prácticamente todo el mundo ajeno a la misma considere su contenido metafísico como absurdo.
La Cienciología es una manifestación maligna de la ciencia ficción del siglo XX. Hubbard era un mentiroso (basta leer la versión que daba de sus propias hazañas: como héroe de guerra, o como pionero prospector en Puerto Rico, pasando por trotamundos a los catorce años en el Lejano Oriente, donde aprendía idiomas primitivos en una sola noche). Era también un caradura y un codicioso que supo ver que las religiones, exentas del pago de impuestos y protegidas por el convencionalismo social, son un paraguas perfecto para los individuos carentes de escrúpulos como él.
Pero sería un error desestimar a la Cienciología como mera estafa. Es un fenómeno relevante como ejemplo muy significativo de la persistente fascinación del siglo XX por mezclar religión y ciencia ficción. Las religiones se han venido inventando desde que el hombre tuvo capacidad para preguntarse por sí mismo, su origen y destino, pero los ejemplos que encontramos en el siglo XX de esta característica esencial de la naturaleza humana casi siempre llevan el sello de la ciencia ficción.
Y esto es cierto desde las manifestaciones más sencillas a las más grandes, de lo cómico a lo trágico. En 1997, 38 personas se suicidaron siguiendo órdenes de Marshall Herff Applewhite, líder del culto de la Puerta Celestial, que creía que al hacerlo ascenderían a un ovni oculto en la cola del cometa Hale-Bopp. La Nación del Islam, una variante importante de los musulmanes americanos, conceden a los ovnis un lugar relevante en su teología. Y la Iglesia Raelita, una organización internacional que nació en Francia en 1974, cree que los humanos fueron creados por alienígenas extraterrestres.
En otro nivel, se puede destacar la enorme popularidad de la cuasi-religiosa Fuerza y sus selectos practicantes, los Jedi, inventados por George Lucas para su saga Star Wars. La Fuerza, que debe no poco a las ideas de Hubbard, ha ido calando en la vida cotidiana y la cultura popular de una forma que demuestra lo porosa que es la frontera entre la representación ficticia de temas e ideas propios de la ciencia ficción y las nuevas religiones.
En 2005, durante la redacción en Inglaterra del Acta de Odio Racial y Religioso (Racial and Religious Hatred Bill), se presentó una enmienda que dejaba fuera de la protección de la misma a los satanistas, a los creyentes en sacrificios animales… y a los Caballeros Jedi. La enmienda fue finalmente retirada, y su proponente, Dominic Grieve, la justificó como una broma que trataba de ilustrar la dificultad de definir legamente una creencia religiosa.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.