El Indio tenía cincuenta y dos años. El Manco, ocho menos. Entraba El Manco por las puertas de Montilla, Montilla de Córdoba, con el encargo de recaudar la saca del pan, trigo, cebada, garbanzos y habas para abastecer las Galeras del Imperio. Entraba El Manco cuando salía El Indio por ellas, para nunca más volver.
¿Habrá pueblos en España, señor, habrá pueblos? Pues hubo de ser Montilla, Montilla de Córdoba, la Montilla de La Camacha, poderosa bruja y hechicera, la que vio respirar, en sus calles, a los dos grandes genios de las letras españolas: El Indio y El Manco. Dos genios que, por lo demás, decidieron entregar sus almas a Dios, o al Diablo, tanto da, un mismo día. O parecido. O aproximado. Pero del mismo año.
El Indio había nacido en Cuzco, la capital del Tawantinsuyo, un 12 de abril de 1539. Había nacido de Chimpu Ocllo, La Ñusta, sobrina del último gran inca que vieron los tiempos. Apenas hacía seis años que habían llegado los hombres barbudos. Hombres entre los que se encontraba su propio padre, El Conquistador, que se encaprichó de La Ñusta y con ella se amancebó, hasta que las órdenes imperiales fueron tajantes: nada de matrimonios entre nobles conquistadores e indígenas, por muy princesas que fueran. Fue así que La Ñusta hubo de casar con un comerciante plebeyo, aunque El Conquistador no olvidase a su primogénito y le procurase estudios.
Al principio, El Indio sólo hablaba quechua. Vivía entre amautas y quipus, absorbiendo su historia y su tradición, destinadas a perderse, ambas, en el abandono de los vencidos. Fue más tarde que aprendió el castellano de su padre y, con él, la cultura de su sangre europea, inoculada a través del latín clásico y el italiano humanista. Y devino, El Indio, en una suerte de haravicu trovador, destinado a narrar las gestas de su sangre indígena en la lengua de los conquistadores.
Gestas de sus ayllus y curacas, memorizadas en su niñez de mestizo dividido entre ambas culturas. Recuerdos que perduraron, merced a la vida acomodada que pudo llevar en Montilla, Montilla de Córdoba, tierra de vides y olivos. Tierra de íberos, romanos, omeyas y cristianos donde un indio del Nuevo Mundo iba a traducir, al castellano, los Diálogos de amor de León Hebreo, cumbre del saber neoplatónico, escritos por un judío huido de la Sevilla babilónica.
¿Cuántas naciones, en el mundo, pueden presumir de semejante grandeza cultural? Decidme, ¿cuántas? Somos herederos de un rico saber mestizo. Esa es nuestra gloria. Celebremos a Miguel de Cervantes, El Manco, que tanto sabía de mestizajes mediterráneos. Pero celebremos, también, a Gómez Suárez de Figueroa, rebautizado como Inca Garcilaso de la Vega, El Indio, que dio honor y gloria a sus dos sangres, inca y castellana.
El 23 de abril de 1616, moría en Córdoba de España, la capital de los Omeyas, el Inca Garcilaso de la Vega, primer autor mestizo del Nuevo Mundo, considerado como el padre de las letras del continente americano.
Copyright del artículo © Mar Rey Bueno. Reservados todos los derechos.