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La vida es una obra de teatro

Escribe Cervantes en Don Quijote de la Mancha, refiriéndose a la comedia: “Uno hace el rufián, otro el embustero, este es el mercader, aquel el soldado, otro el simple discreto, otro el enamorado simple; y acabada la comedia y desnudándose de los vestidos della, quedan todos los recitantes iguales”

Cervantes parece retomar una escena del Satiricón de Petronio: “La compañía presenta en escena un mimo; a aquél llaman padre; este es el hijo; aquel tiene el papel de un rico. Cuando el telón da fin a los papeles cómicos, retorna a la auténtica faz y se liquida la postiza”

El actor se quita la máscara y muestra su verdadero rostro, ¿pero es su verdadero rostro? Ya desde los orígenes del teatro se empezó a advertir que si la ficción imita a la vida es precisamente porque la vida imita a la ficción, como dijo Oscar Wilde: “La vida imita a la ficción, y en concreto a William Shakespeare”. Algunos son actores profesionales, pero todos somos al menos actores aficionados, y escondemos nuestro verdadero pensamiento bajo esa máscara de piel que es nuestro rostro.

Se dice que los estoicos empezaron a emplear el nombre de la máscara de los actores (personare, “sonar a través”) para definir a los individuos. Allí, tras la máscara, está la persona, aunque sólo podamos escuchar su voz. Es una etimología muy adecuada (aunque existen dudas acerca de si es correcta) para indicar que nuestro paso por la vida es como representar un papel. La metáfora tan repetida de que la vida es un teatro (theatrum mundi) se debería, entonces, a que los personajes del teatro eran precisamente los que llevaban la máscara, que servía para que los demás supieran a quien estaban representando. Como dice Epícteto: “Acuérdate que eres actor en una obra teatral, larga o corta, en que el autor ha querido hacerte entrar. Si él quiere que juegues el papel de un mendicante, es preciso que lo juegues tan bien como te sea posible. Igual que si quiere que juegues el papel de un cojo, un príncipe, un hombre del pueblo. Pues eres tú quien debe representar el personaje que te ha sido dado, pero es otro a quien le corresponde elegírtelo”

Epícteto, probablemente, se refería como Director de la obra al dios de los estoicos, el destino o el Alma del Mundo, pero bien podría interpretarse también como una aceptación servil de la explotación social: eres un esclavo porque tu amo así lo ha decidido: él es el Director de la obra. No hay que olvidar que Epícteto nació esclavo, pero parece que logró cambiar de papel y pudo comprar su libertad.

Sin embargo la metáfora que une el teatro y la vida, la ficción literaria y la realidad, parece que se remonta a tiempos anteriores a Roma. En el Renacimiento se atribuía a Demócrito de Abdera, el creador del atomismo junto a Leucipo. Tal vez Demócrito la empleaba en su libro Tritogenia, que el lector puede encontrar en otro estante de esta Biblioteca Imposible, o quizá está contenida en esa frase que suele atribuirse a Aristóteles, aunque él la tomara de los atomistas: “La comedia y la tragedia están escritas con las mismas letras”.

Woody Allen intentó demostrarlo con Melinda y Melinda, donde la misma historia puede ser vista por su lado trágico o por el cómico. El propio Demócrito también se convirtió ya desde la antigüedad en el representante de la comedia y la alegría, en contraste con Heráclito, que es el drama y el pesimismo. Uno ríe, el otro llora.

Platón expresa con claridad la comparación entre narrativa y vida humana, que tal vez también tomó de Demócrito, al que al parecer odiaba, en el Filebo: “Esto nos hace conocer que en las lamentaciones y tragedias, no sólo del teatro, sino en la tragedia y comedia de la vida humana, el placer va mezclado con el dolor, así como en otras muchas cosas.”

Pero Platón formuló la metáfora con más claridad en otros de sus diálogos. Uno de los ejemplos más celebres es la fábula filosófica de la caverna que se cuenta en La República, donde los prisioneros creen que el mundo real son esas sombras que proyectan en la pared las figuras situadas tras ellos, en una representación sin fin: “Detrás de ellos, la luz de un fuego que arde algo lejos y en plano superior, y entre el fuego y los encadenados, un camino situado en alto, a lo largo del cual suponte que ha sido construido un tabiquillo parecido a las mamparas que se alzan entre los titiriteros y el público, por encima de las cuales exhiben aquellos sus maravillas.”

Lo que Platón no llega a decirnos es quién maneja esos objetos, aunque en su último libro, Las leyes, en vez de hablar de sombras de figuras que vemos en la pared, nosotros mismos somos las marionetas que manejan los dioses:

“Figurémonos, que cada uno de vosotros es una máquina animada, que sale de la mano de los dioses, ya la hayan hecho por divertirse, ya en vista de un plan serio, porque en este punto nada sabemos. Lo que sí sabemos es que las pasiones, de que acabamos de hablar, son otras tantas cuerdas o hilos que tiran cada uno por su lado, y que a consecuencia de la oposición de sus movimientos, nos arrastran a cometer acciones opuestas; que es lo que constituye la diferencia entre el vicio y la virtud.”

No cabe duda de que estos dioses titiriteros de Platón proceden de los que describe Homero en la Ilíada, que pasan gran parte de su tiempo de ocio contemplando el espectáculo que representan para ellos esos extraños personajes que son los seres humanos, matándose en las llanuras de Troya.

En Matrix, una actualización del mito de la caverna, las máquinas, que son tan indiferentes como los dioses al destino humano, también crean una representación ficticia para que los humanos se entretengan en su pasividad, que es incluso mayor que la de los espectadores de cine o teatro en sus sillas, pues los prisioneros de Matrix están en coma, imaginando que viven en un mundo real que es sólo ficción escrita o programada por las máquinas.

Lo único bueno de la distopía de las hermanas Wachowski es que en el futuro parece que seguirá existiendo una especie de literatura audiovisual, aunque a nosotros, a los humanos sólo nos tocará hacer el papel de máquina o receptor capaz de imaginar personajes y mundos ficticios.

Imagen superior: «A Midsummer Night’s Dream», de Max Reinhardt (Warner Bros., 1935).

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Daniel Tubau

Daniel Tubau inició su carrera como escritor con el cuento de terror «Los últimos de Yiddi». Le siguieron otros cuentos de terror y libro-juegos hipertextuales, como 'La espada mágica', antes de convertirse en guionista y director, trabajando en decenas de programas y series. Tras estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, regresó a la literatura y el ensayo con libros como 'Elogio de la infidelidad' o la antología imaginaria de ciencia ficción 'Recuerdos de la era analógica'. También es autor de 'La verdadera historia de las sociedades secretas', el ensayo acerca de la identidad 'Nada es lo que es', y 'No tan elemental: como ser Sherlock Holmes'.
Sus últimos libros son 'El arte del engaño', sobre la estrategia china; 'Maldita Helena', dedicado a la mujer que lanzo mil barcos contra Troya; 'Cómo triunfar en cualquier discusión', un diccionario para polemistas selectos. Además, ha publicado cuatro libros acerca de narrativa audiovisual y creatividad: 'Las paradojas del guionista', 'El guión del siglo 21', 'El espectador es el protagonista' y 'La musa en el laboratorio'.
Su último libro es 'Sabios ignorantes y felices, lo que los antiguos escépticos nos enseñan', dedicado a una de las tendencias filosóficas más influyentes a lo largo de la historia, pero casi siempre ignorada o silenciada. A este libro ha dedicado una página que se ha convertido en referencia indispensable acerca del escepticismo: 'Sabios ignorantes y felices'.
En la actualidad sigue escribiendo libros y guiones, además de dar cursos de guión, literatura y creatividad en España y América.