A mediados de los años 1920 visito Buenos Aires Filippo Tommaso Marinetti, fundador y jefe del futurismo italiano. Dejó curiosa memoria en algunos enterados: apareció en la calle Florida, la más elegante de la ciudad, vestido con camiseta y montando una bicicleta, obsequió a sus contertulios tocando la Marcha turca de Mozart en una máquina de escribir acondicionada y sirviendo unas fresas rociadas de gasolina. Poco más podía decirse, en plan porteño, de este pintoresco letrado a quien Borges adjetivó de cacofónico. Eran los años locos. Volvió en 1936, para un congreso del Pen Club, defendiendo al fascismo para distinguirlo de los nazis ante un Stefan Zweig que no pudo evitar el sollozo al mencionarse a los colegas judíos de Alemania.
Estas imágenes me acompañaron en la lectura de Marinetti. Retrato de un revolucionario, de Maurizio Serra (traducción de Ester Quirós Damiá, prólogo de Juan Bonilla, Fórcola, Madrid, 2020). Como resulta inevitable, se me apareció lo que dice Bonilla de este payaso sin escrúpulos y genio incansable, al cual Serra ha decidido tomar por fin en serio. Lo ha conseguido por varias razones, la más importante de las cuales es invertir el lugar común. No definirlo como un vanguardista que prescinde de la historia, sino como una consecuencia de ella, haciéndose cuerpo con ella, incluida la premonición de la catástrofe de 1914.
Con afilados argumentos y abundante sostén documental, el autor nos lleva a finales del siglo XIX, a la época de la decadencia. Por mejor decir: a la complacencia estética con lo decadente en cuyo extremo hay una patética premonición, la del conflicto que centra el momento, la tensión irresoluble entre el mito y la historia. El Ochocientos parece ser el triunfo de la ciencia, la razón, la costumbre, el parlamento, el pensamiento libre, todo ello estructurado por las clases burguesas, autoras y protagonistas de la modernidad. Todo está bien y nadie lo cree. No se cree ni en eso ni en nada, si acaso en la nada de los nihilistas. La historia ha llegado a este punto y se propone culminar su tarea con la utopía de la Sociedad Perenne y la Paz Perpetua. Sin fibra y tratando de geometrizar la vida (sic Ortega) se prometen revoluciones. Son las que ya administran el futuro y las que arrasan el presente para fundar un recomienzo. Son las que proveen de fibra a una vida desanimada, desalmada, escasa de alma aunque sobrada de entendimiento.
En ese proyecto de aniquilar el pretérito por obsoleto y anacrónico se inscriben las vanguardias, privilegiando el futuro y desembarazándose del presente, ese almacén de fósiles. Es el proyecto de Marinetti, quien lo llevará hasta fundar un partido futurista cuando ya Mussolini lo ha vuelto innecesario. Lo que Serra sostiene es lo que los futuristas ignoraban de sí mismos: que no eran los regeneradores del tiempo sino la consecuencia del decadentismo que habían aprendido de Nietzsche, Huysmans y D’Annunzio, entre otros. Intentaron sanar la honda herida de la modernidad por medio de la guerra y lo consiguieron. Hoy diríamos que la historia lo consiguió valiéndose de ellos. Es, como describe Serra describiendo a su vez a Marinetti: el momento más intenso de la vida, su esencia, un mundo que se crea en el acto, más allá de lo justo y lo injusto, en el vértice de la pura necesidad. No se dilucida, se hace en un ejercicio de higiene ética que abre el dichoso futuro de los pueblos.
La empresa era grave y grandiosa. Marinetti se la atribuyó al fascismo, una existencia social de constante futuro que se cumple planteándose un nuevo futuro y así sucesivamente. A su pesar, Marinetti hizo historia. Hoy lo que en su momento se vio como novedoso, es carne de museo, el fascismo incluido. Pero es, además, nuestro necesario pasado.
Las vanguardias nacieron como movimientos militares. Lo dijo Ortega comentando a Baudelaire, quien ya había señalado este peligro bélico. Se dieron en países atrasados como Italia y Rusia, donde la noticia técnica era apetitosa como un mito. También Suiza, país fuera de la historia, ajeno a la guerra, con el dadá, nihilista que desembocó en un duro catolicismo como para compensar el vértigo de la nada con el más sólido fundamento: la religión. Dejando de lado su anecdótico pintoresquismo, Marinetti nos ha legado lo que el tiempo hace con las vanguardias, negadoras del tiempo: hacer de su discurso un código, de su elocuencia una retórica, es decir un arte suasorio, la palabra que convence. Sus mejores hallazgos, por necesario contraste, no son literarios sino pictóricos, incluyendo en lo visual el naciente cine: Severini, Boccioni, Carrà más los filmes de Bragaglia.
El trabajo de Serra se vuelve indispensable en esta ancha temática que hace tanto a la intensidad de la decadencia como a la paralela fuerza del tiempo nuevo, cuya puerta es sangrienta. La edición cuenta con una fluida traducción, dos textos inéditos en español –uno marinettiano y otro de Shinrokuro Hidaka–, y un buen suplemento fotográfico.
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