En el Kunsthistorisches Museum de Viena se conserva un curiosísimo bajorrelieve del siglo XVI, obra del artista alemán Severin Brachmann, que representa, con toda probabilidad, la primera casa de fieras vienesa, antecedente de los actuales zoológicos. Una antigua fortificación medieval, reconstruida por Maximiliano I como pabellón de caza, que su bisnieto Maximiliano II transformó en residencia de Süleyman, el elefante indio que, desde el lejano reino de Kotte, en Ceilán, había llegado a la corte lisboeta en 1542.
La historia de Süleyman, Solimán en los textos alemanes, es la de tantos y tantos animales exóticos de aquel renacimiento europeo, utilizados como regalo entre monarcas y poderosos, símbolo del poderío transoceánico que las cortes castellana y lusa detentaban en aquel siglo XVI, de sabor claramente ibérico.
Tras siete años en la Lisboa de Juan III, Süleyman fue enviado a Castilla, como regalo que Catalina de Austria, la hija menor de Juana la Loca, criada en el vallisoletano castillo de Tordesillas, hacía a su pequeño nieto Carlos, primer hijo de su sobrino Felipe (el futuro Felipe II) y de su malograda hija María Manuela, fallecida de sobreparto.
La tía Catalina, como era conocida por Felipe y sus hermanas María y Juana, enviaba cada poco toda suerte de regalos que, procedentes de lejanas tierras, arribaban al puerto lisboeta, una de las puertas que aquella Europa tenía abierta al mundo.
Süleyman, acompañado de sus dos cuidadores, salió de Lisboa el 22 de octubre de 1549, llegando a su primer destino, la burgalesa Aranda de Duero, catorce días después. Allí residía el pequeño Carlos, un niño de cinco años, cuyo padre se encontraba en pleno “Felicísimo Viaje”, el tour europeo que le llevaría hasta Bruselas, donde había de jurar como heredero imperial.
La ausencia del emperador Carlos y de su heredero Felipe había precipitado el matrimonio de María, hija y hermana de ambos, con su primo hermano Maximiliano. Por aquellos entonces, pocos podían imaginar que sería este joven matrimonio, y no el futuro Felipe II, quienes ceñirían la corona imperial. Pero esa es otra historia.
Desde el principio, Maximiliano quedó fascinado con Süleyman. Y, así, tras su regencia temporal del reino de Castilla (1548-1551), consiguió hacerse con su propiedad. Tampoco es que el pequeño Carlos le hiciese demasiado caso, circunstancia que facilitó la decisión de Luis Sarmiento de Mendoza, responsable del heredero del heredero, que ya estaba harto de los grandes gastos ocasionados por la manutención del paquidermo. Es así como Süleyman empieza un nuevo viaje, el último, que le llevará desde Valladolid hasta Viena, cruzando un Mediterráneo, atravesando ciudades italianas, bávaras y austríacas, navegando dos ríos (Eno y Danubio), hasta hacer su entrada triunfal en Viena, un seis de marzo de 1552.
Cuentan las crónicas que el cardenal de Milán disfrutó del espectáculo que suponía ver a Süleyman en acción, ejecutando fielmente las órdenes de sus cuidadores. Fue allí donde uno de los sabios de la época, Girolamo Cardano, pudo verlo y estudiarlo a fondo: “Vidimus nos elephantem reginae Mariae Bohemorum, filiae Caroli Quinti Caesaris”, escribió en la segunda edición de su De subtilitate (Basilea, 1554). Quizás pudo, entonces, ratificar su doctrina teleológica, su creencia en una naturaleza entendida como un poder activo que, a su modo de ver, había elegido cuatro entes como símbolos máximos de la creación: el hombre, como divina adaptabilidad a la realidad; el elefante, como campeón del conocimiento y la longevidad; el diamante, como ejemplo de la resistencia a los agentes externos; y el oro, por su presencia eterna y durabilidad.
Y fue en el castillo de Kaiserebersdorf, a las afueras de aquella Viena renacentista, donde Süleyman encontró su última morada. Y, quizás, fue un balcón de aquel castillo el que sirvió de modelo a Brachmann para hacer su bajorrelieve famoso, donde aparece Maximiliano junto a su esposa María, asomados a un exótico jardín donde puede verse un paquidermo, un camello, varios pavos reales, un pozo con su maquinaria para la extracción de agua y una fuente decorativa.
Una infanta española, María, que aparece con su melena recogida en un garvín y con un abanico en su mano izquierda. El mismo abanico que muestran sus hermanas y primas, símbolo de poder, la señal que hace de ellas madres de futuros herederos a los tronos de la dinastía Habsburgo. Abanico japonés y elefante índico que recalcan el papel como dominus mundi de una familia que fue centro de poder durante toda la Edad Moderna.
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