¿Por qué nos pasa esto? ¿Por qué escuchamos con tanto interés a quien no tiene ni idea de lo que está diciendo? ¿Cómo hemos conseguido ser adictos al griterío, a la banalidad y a los engaños? ¿Desde cuándo rezamos para que TikTok o Instagram no se acaben nunca? Peor aún: ¿Se va a confabular todo el mundo para dejar de pensar durante el resto del siglo?
Quizá sea más simple de lo que algunos creen. No hay conspiración, ni lavado de cerebro. Solo nosotros, con una eterna pereza, sucumbiendo a la tentación, sin esperar ya sorpresas.
¿Hay otra opción en la era del trending topic? ¿Hay salida a esta adolescencia perpetua, que nos lleva a sentirnos tan bien y tan mal en la misma medida? Vayamos por partes.
La distracción es la moneda corriente en las redes sociales. Pensar con calma y leer de forma pausada supone hoy un esfuerzo titánico para nuestra especie. Y esa mediocridad refleja toda una cosmovisión, o sin ir tan lejos, un nuevo modo de entender la realidad. No la realidad como problema filosófico, sino la realidad de los reality shows, los zascas en YouTube y las coreografías virales.
Supongo que este empeño nuestro a la hora de zapear o mover el ratón como posesos tendrá algo que ver con una oferta infinita. Lo predijo Stanisław Lem en 1986: «La televisión por cable, que ofrece cuarenta canales al mismo tiempo, produce en el espectador la sensación de que, siendo tantos, cualquiera de los otros seguro que es mejor que el que está viendo, así que salta de programa en programa como una pulga en una sartén al rojo vivo, lo que demuestra que una tecnología perfecta lleva a la frustración perfecta».
Abducidos por la pantalla, por fin podemos liberarnos de los compromisos que, en décadas pasadas, imponía la madurez. Frente al teclado, podemos ser irreverentes, hostiles, conspiranoicos o sectarios. Incluso podemos jactarnos de nuestra incompetencia, y al mismo tiempo, opinar sobre cualquier cosa.
También podemos desprendernos de las obligaciones que exigimos a quien no piensa como nosotros. O convertir un disparate en la opinión mayoritaria. O ser cínicos e irónicos a más no poder, despreciando el optimismo de quienes aún defienden que este podría ser un mundo maravilloso.
Ya solo nos preocupa un detalle: la inmediatez. Ese estado de renovación constante inspira un cambio de perspectiva que Nicholas Carr define así: «La madurez lo es todo, decía el hijo de Glocester en El Rey Lear, y llegamos a pensar que tenía razón. Pero ya no. La madurez no es nada. La madurez es desechable. El ahora lo es todo».
Es muy tentador creer que la culpa es de las redes sociales y del embrujo de las nuevas tecnologías. Pero hay más factores en juego.
¿Veis a ese tipo que ya pasó de los treinta, troleando en pijama? ¿Y a esa colega suya, sin ventilación en el dormitorio, que tuitea como quien lanza pedradas? Un psicólogo nos diría que, en el peor de los casos, se tratará de personas con algún tipo de trastorno antisocial, incapaces de dominar sus impulsos. Pero si descartamos esa patología, otra tesis es que ambos son gente corriente, encadenada al teclado por inercias que, como luego veremos, comienzan en la infancia y en la juventud.
“El ego ‒escribió Norman Mailer‒ es aquello que nos induce a sentar una afirmación que deba llegar obligatoriamente a una conclusión (…). El sujeto ansía siempre formular una afirmación más ambiciosa, mayor”.
Sin embargo, para tener razón no basta con desearlo. El conocimiento no se reparte como las pizzas, a domicilio, y sin embargo, hoy abundan los todólogos que inflan las expectativas de sus seguidores ‒a pequeña o gran escala‒, convenciendo a los demás de una erudición que, en realidad, es simple soberbia.
Siguiendo el modelo de los tertulianos, influencers y abajofirmantes, ha surgido una pose que cada vez es más habitual. Todos conocemos a ese tipo de sabihondos. Ya sabéis: repartidores de ideas ajenas que ellos asumen como propias. A veces, se vanaglorian de un titulo universitario, ocultando más de una asignatura pendiente. Lo que no saben, se lo inventan, y cuando los hechos les salen al paso, su salida es negarlos, exhibiendo una certeza que fulmina a los discrepantes. ¿Con vistas a qué, por cierto?
En cierta ocasión, Jean-François Revel se refirió a esta actitud, cada vez más popular y extendida. ¿Ignorancia? ¿Ganas de manipular? No ‒decía Revel‒: esto es voluntad de no saber. Que el mundo se adapte a lo que pienso.
Este tipo de todólogos y charlatanes juega con ventaja. Con internet, el acceso al conocimiento es universal. Gracias a los motores de búsqueda, parece que ya es innecesaria esa meritocracia que imponían las viejas escuelas y universidades. La autoritas quedó fuera de cobertura. Con un esfuerzo muy modesto ‒escribir dos o tres palabras en Google‒, podemos recopilar mil argumentos para discutir, así como un catálogo inmenso de respuestas, y por supuesto, cualquier video, texto, audio o imagen que se nos ocurra. ¿Qué eminencia sería capaz de superarnos?
Esto quizá también explique por qué nos hemos engañado al pensar que ya no son necesarios el trabajo o la memoria a la hora de acceder al conocimiento. Proliferan los iluminados que hacen creer a niños y jóvenes en la posibilidad de trascender ‒»Puedes cumplir tus sueños»‒ sin necesidad del empeño diario ‒¡horas y horas de estudio!‒ que conlleva abrir la mente y especializarse.
El rechazo a este esfuerzo se justifica con ciertas virtudes ‒la emoción, la espontaneidad, la creatividad…‒ que supuestamente sustituyen a la memoria, al dominio en profundidad de una determinada materia, o incluso a la herencia sentimental del pasado.
Ahora bien, ¿es lo mismo una opinión de barra de bar que un razonamiento fundamentado? Obviamente, no. ¿Equivale una viñeta viral, o una infografía al estilo Pictoline, a la lectura completa y reflexiva de un clásico? Pues mira, tampoco. Y sin embargo, los apóstoles de la inmediatez apuestan por lo contrario.
«Conocimiento ‒dice Gregorio Luri‒ no es sinónimo de información. Estamos rodeados de información, pero para transformarla en conocimiento hay que saber desarrollar algunas operaciones, la primera de ellas la atención. Por eso insisto en que la atención es el nuevo cociente intelectual».
Por cierto, y solo para que conste en acta: algunos de los que tenemos una cierta edad nos acercamos a internet con una punzada de culpa. Lo llaman ansiedad tecnológica. Sabemos que en internet hay recursos infinitos, y sin embargo, nos duele fijarnos en esa creciente comunidad de usuarios narcisistas, ocultos tras un avatar, incapaces de expresarse con más de 140 caracteres. Yonquis de una estimulación constante, con claros problemas de autocontrol, habitantes de un territorio de ficción que se actualiza a cada segundo.
Gracias a un total despiste educativo, esos chavales que ahora mismo dan rienda suelta al corta y pega, o que consumen basura en TikTok, mañana construirán su identidad adulta (y digital) sin quedarse fuera de onda. Y a pesar de tener ya una edad ‒¿30? ¿50 años?‒, demostrarán lo fácil que es jugar a ser niños perdidos en el País de Nunca Jamás.
¿Quién va a querer formar una familia o tener responsabilidades cuando hay tanta gratificación inmediata? ¿Para qué diablos aspirar a algo más? De hecho, ¿es posible aspirar a algo más cuando, en la era de las máquinas, ni siquiera hay esperanza de tener un trabajo estable?
Los hábitos de consumo nos definen, y a veces, nos debilitan. Como les sucede a los adolescentes, ya no nos seducen los valores robustos ‒dignidad, convicción moral, sabiduría, experiencia‒ ni los objetivos tradicionales ‒una vida afectiva feliz‒. En cambio, para purgar un poco el complejo de culpa, nos entregamos a cruzadas digitales, como si fueramos líderes antisistema, o devoramos horas y horas de Netflix y HBO, convirtiéndonos en la audiencia pasiva de vidas que no viviremos.
Se sobreentiende que esto último ‒la bulimia digital‒ es más fácil que cultivar el conocimiento activo. Del triunfo profesional que solía ir ligado a ese conocimiento casi prefiero no hablar, porque el ascenso social depende ahora otros factores: tener los apellidos correctos, disponer de un padrino, o al menos haber elegido una carrera o un módulo de FP que sea algo más qué un pasatiempo.
Claro que siempre hay un peaje. Para formarse de verdad ‒vuelvo a retomar el hilo‒, uno debe animarse a escalar el Himalaya, sumando horas de estudio y de práctica constante. Es algo duro, sí, pero también muy saludable. Como dice Antonio Escohotado, «las bendiciones de la vida son dormir, estudiar y el amor carnal».
Esto, además, tiene un beneficio colectivo. En teoría, una ciudadanía bien educada, pragmática y virtuosa prestará mayor atención a las maniobras de su clase dirigente. Por tanto, es muy razonable creer que las cosas funcionarían mucho mejor con ese capital humano.
Veréis: dentro de poco, muchos miraremos atrás y nos preguntaremos si el máster o la carrera que estudiamos nos garantizó un conocimiento sólido. Yo pasé por una facultad muy cómoda, en la que aprobaban compañeros sin gusto por la lectura, que escribían con faltas de ortografía y cuyo conocimiento de la historia o de la economía era escandalosamente pobre. Licenciados, sí, pero incapaces de distinguir una estadística falsa o de interpretar un razonamiento filosófico.
Ahora podríamos decir que cada uno elige su destino. La desidia de esos licenciados sería anecdótica si no fuera porque un joven estudiante también forma parte de la esfera pública. Sin la vacuna de un conocimiento riguroso, es probable que se deslumbre con ideas nocivas para él mismo y para los demás. Ignorará sus limitaciones. Creyéndose policía y carcelero, será alérgico a la complejidad. Y lo que es peor, siempre buscará algún chivo expiatorio para culparle de sus problemas.
E insisto en esos problemas, porque la precariedad será cada vez más irremediable. El contexto no invita al optimismo: paro creciente, clase media empobrecida, alta presión fiscal, enchufismo, mal enfoque del mercado laboral, pésima fiscalización del gasto, falta de tejido productivo, deslocalización industrial, una deuda pública galopante, y de rebote, un progresivo deterioro de la salud mental de buena parte de la población, cada vez más frustrada, solitaria, cargada de ansiedad… y por supuesto, ignorante.
No se avecina algo bueno, esto lo puede ver cualquiera. Y solo una mente bien ordenada podrá guarecerse durante esa tormenta perfecta.
«Creo que no estamos tanto ante una crisis económica ‒decía Emilio Lledó en el Diario de Avisos‒, sino en una crisis de la mente, de nuestra forma de entender el mundo. La crisis más real ‒con independencia de los problemas económicos, que son muy reales‒ es la crisis de la inteligencia. No estamos solo ante una corrupción de las cosas, sino ante una corrupción de la mente. A mí me llama la atención que siempre se habla, y con razón, de libertad de expresión. Es obvio que hay que tener eso, pero lo que hay que tener, principal y primariamente, es libertad de pensamiento. ¿Qué me importa a mí la libertad de expresión si no digo más que imbecilidades? ¿Para qué sirve si no sabes pensar, si no tienes sentido crítico, si no sabes ser libre intelectualmente?”.
Esta deriva parece algo insólito en generaciones que, sin problema alguno, tienen toda ciencia y la cultura a su alcance. Salvo la pereza, nada nos impide acceder al conocimiento: en el aula, en la biblioteca, en soportes digitales…., incluso en ciertos rincones de Twitter o de Facebook.
Otra cosa es que nos domine el opio de esas mismas redes, con la mirada puesta en nuestro ombligo. Hipnotizados por vendehumos, matones, integristas, perfiles fake y locos sin escrúpulos.
Obvio: uno puede meterse en internet y A) visitar sitios excelentes, B) tener ambiciones banales, y C) acariciar el lomo de la bestia e incendiarlo todo.
Ante esa disyuntiva, el problema ‒el verdadero problema‒ se les viene encima a quienes ya son incapaces de diferenciar lo relevante de lo trivial. Desmemoriados, pueriles, dispersos. Sin la más mínima mochila cultural y científica. Alejados del sentido común. Creyéndose más listos de lo que son. En otras palabras, hijos de una coyuntura hedonista, donde el arte de la prudencia se ha sustituido por esa voluntad de no saber de la que habla Revel.
Exagero poco si digo que para salir de esa rueda hay que escapar de una trampa mental. Quizá os suene. Se trata de la falacia del costo irrecuperable.
Resulta que cuesta lo suyo abandonar costumbres, proyectos o estilos de vida en los que hemos invertido mucho tiempo o dinero. Por culpa de este sesgo cognitivo, ahí seguimos, sin asumir las pérdidas, enfangados en algo que no nos conviene y que nos bloquea.
«Tengo mil amigos de Facebook y estoy en quince grupos de WhatsApp, normal que no tenga tiempo para leer». «¿Pero cómo pretendes que me matricule en ese curso? Si acaso, lo intento cuando termine ya esta serie, que va por la quinta temporada y por fin empieza a mejorar». «Ahora denuncian ese tema, pero no voy a hacer ni caso, que yo tengo las ideas muy claras desde hace mucho tiempo, y a mí nadie me va a cambiar». «Supongo que no me iría mal aprender lo mínimo de matemáticas. Pero es que yo soy de letras y no valgo para eso».
Por favor, anotad esta palabra: «superación». Incluidla en vuestro diccionario. Tiene un carácter moral, y cada vez que alguien comprende el enorme poder que encierra, todos salimos ganando.
Imagen superior: «Too Stupid to Die» © MTV. Reservados todos los derechos.
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