Banine es el pseudónimo de la escritora azerí Umm El-Banu Äsâdullayeva (1905-1992) que escribió su obra en francés. Me ocuparé muy parcialmente de sus memorias Los días del Cáucaso que en traducción de Regina López Muñoz ha editado Siruela (Madrid, 2020). Es un libro que a su contenido documental de persona y época añade un trámite novelesco que lo hace tenso y veloz, de modo que se lo puede leer tanto en un sentido como en otro. En efecto, cuenta la historia de una muchacha de clase alta en el Azerbaiyán a finales del zarismo y comienzos de la revolución de Octubre, es decir de cómo su edad conflictiva coincide con el desmoronamiento de una sociedad, el paso de la riqueza a la indigencia, del arraigo al exilio y de la vida previsible a la inseguridad radical y la extrañeza.
Sólo me detendré en el arranque porque quiero elogiar la maestría narrativa de Banine en tanto determina desde el comienzo el alcance de su deriva: la marca primordial propone un esquema de vida que la historia irá nutriendo de materia viva y anecdotario. Dentro de esa marca está la Marca: Banine ha matado a su madre al nacer, lo cual instala en su maduración sexual un duelo y una orfandad que ella describe como un doble retrato: una madre sustituta e insoportable, su abuela musulmana, y otra madre sustituta, amable y cariñosa, su institutriz alemana y luterana. También serán las alternativas de su vida. En tanto musulmana, deberá llevar su condición femenina como pudorosa hasta los límites de la vergüenza. Cualquier cosa vinculada a su femineidad podrá ser motivo de culpa y castigo con ecos de matricidio. Como no musulmana, acaso como una maldita cristiana según el vocabulario de la abuela, verá una lejanía, Europa, donde las mujeres “hacen lo que quieren”, eligen a sus hombres, no se someten a la dictadura masculina, zafan de la familia y, en definitiva, son sujetos individuales y no mero género biológico encorsetado por la religión.
Hay una figura de varón compensatoria que le permite imaginar al amado y su promesa de dicha. Es un abuelo que se hartó de la provincia, se fue a Moscú y se casó con una cristiana. Banine, entonces, siempre imaginará la felicidad como alejada, europea y en compañía de un hombre finalmente amable, es decir digno de amor y no de terror. En ese retrato ideal, distante y liberador del abuelo cristiano y moscovita, la nena empieza, sin saberlo, a forjar su vocación de escritora. En el jardín de su casa hay un árbol al cual ha concedido o en el cual ha descubierto una condición mágica y secreta: el árbol le habla con la voz de un abuelo al cual nunca oyó hablar. Se forja así un discurso que el lector puede advertir que es el discurso que está leyendo en esta novela nutrida de memorias y estas memorias con trámite de novela.
¿Cabe pensar en un lejano resonar tolstoiano? En efecto, la historia como tal se puede apretar en los términos de Guerra y paz, de la paz a la guerra, de cómo una civilización aparentemente consolidada, rica y estructurada, se cae a pedazos y pone en escena a guerrilleros revolucionarios contra guerreros monárquicos. Quizá quepa una visión más amplia. Algo habrá ocurrido en el imaginario europeo tras la guerra internacional seguida de guerra revolucionaria como para imaginar una experiencia traumática – matricidio inventado y maduración sexual de la mujer – coincidente con una vida individual. Resolver todo esto exige una mano maestra de narradora. En la escritura, Banine ordena un acontecer caótico y dramatizado por la sorpresiva deriva de la historia. Además, decide cambiar de lengua. Es decir: se propone escribir para romper y para experimentar una catarsis. Por siempre, su madre estará muerta como lo estuvo desde siempre. Ella, pluma en mano, será su propia madre.
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