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Arcos y flechas en la historia de Inglaterra

Si bien la figura de Robin Hood está rodeada por las densas brumas de la leyenda, no menos cierto es que su mítico arco era una arma profundamente implantada en la sociedad inglesa. Esto último, unido a otros factores, dio una ventaja táctica a los ejércitos ingleses. Los mayores éxitos fueron cosechados entre mediados del siglo XIV y principios del XV. O lo que viene a ser lo mismo: durante la Guerra de los Cien Años.

Los orígenes del arco pueden situarse en la prehistoria. El artilugio tuvo, además, una larga vigencia. No en vano, fue la principal arma portátil de lanzamiento de proyectiles hasta el siglo XVI, cuando la aparición de los primeros arcabuces y mosquetes forzó su desaparición.

Además del arco largo (longbow), existen otras dos modalidades: el arco compuesto (composite bow) y la ballesta (crossbow). El compuesto es de menor peso y dimensiones que el largo, y está fabricado con materiales como la madera, el hueso, el cuero y los tendones de diversos animales. Sus dimensiones, que disminuían su alcance respecto al largo, lo hacían idóneo para ser manejado a caballo. De ahí que sus principales usuarios fuesen pueblos nómadas procedentes del Este.

Respecto a la ballesta, hay precedentes del uso de artefactos similares en la China del siglo VI a. C. y en la Grecia clásica. Consiste en un arco encajado en un listón perpendicular, donde hallamos un sistema de poleas para el tensado y un disparador. Poseía un buen alcance y una gran fuerza de penetración –era capaz de atravesar cotas de malla y armaduras–, lo que obligó a los armeros a realizar nuevos diseños de placas.

Su uso estuvo muy extendido, y se prolonga hasta nuestros días. Actualmente, la ballesta es empleada por cazadores y por unidades militares de élite, pero daba mejores resultados como arma se sitio o asedio. Esto es debido a que el tirador necesita menos espacio para su manejo si se compara con el arco. Además, tiene una menor cadencia de tiro: un disparo por minuto, dos en caso de un experto. En su empleo destacaron, por ejemplo, los ballesteros genoveses.

El arco largo inglés medía más de 1,80 metros y su peso oscilaba entre los 4, 5 y los ocho kilos, o aún más, lo que nos da una idea de la fuerza física que debía poseer un arquero. Estaba fabricado a partir de una pieza de madera de olmo, aunque los más apreciados por su resistencia y elasticidad eran los de tejo, elaborados con madera procedente de España, Italia o Dalmacia.

La cuerda se realizaba con cáñamo recubierto por lino, y era bañada en cera de abeja para preservarla. Los arqueros solían llevar otra cuerda de repuesto enrollada en torno a la cabeza.

Las flechas medían casi un metro de longitud, y disponían de diferentes puntas, dependiendo de su fin. Un tirador experto era capaz de lanzar casi veinte flechas en un minuto, cuyo alcance doblaba al de la ballesta.

Respecto a su origen, era una idea generalmente aceptada su procedencia del país de Gales, pero diversos historiadores han cuestionado esta teoría. Por otro lado, en otros lugares de Europa existían arcos de menores dimensiones (short bow), fabricados con materiales y forma similares.

En realidad, el arco largo no dio una superioridad a las filas inglesas frente a sus oponentes. En todo caso, tuvo ese efecto en coordinación con otros elementos. Por lo demás, esa primacía se explica a partir de una serie de reformas militares que tuvieron lugar entre los siglos XIII y XIV, y que desembocaron en nuevas estrategias.

La infantería, armada con arcos y picas, comenzó a alcanzar mayor relevancia a finales del siglo XII, frente a la tradicional hegemonía de la caballería pesada. El principal innovador en este campo fue Eduardo I (1274-1307), monarca y gran estratega que finalizó la conquista de Gales. Fue él quien inició el tránsito de un ejército basado en el reclutamiento entre las fuerzas de los señores feudales a otro profesional, subordinado a la Corona. Esto se logró en 1340, bajo el reinado de Eduardo III.

Los arqueros se organizaron como infantería montada o infantería ligera, ataviados con un casco y una armadura acolchada o de cuero ligero. Portaban, además del arco y una funda con veinticuatro flechas, una espada, una daga o un hacha de mano.

Eduardo I introdujo entre sus tropas grandes contingentes de arqueros, coordinando sus ataques con los de los caballeros de a pie y el resto de la infantería. Estos le valieron la ya mencionada conquista de Gales, con victorias como la de Orewin Bridge (1282), y triunfos en sus guerras contra los escoceses, dirigidos por el caudillo William Wallace –lo recordarán por la película Braveheart, de Mel Gibson– en batallas como las de Falkirk (1298).

Este monarca introdujo ordenanzas que obligaban a campesinos y artesanos de cierto nivel de renta a poseer un arco, y a practicar cierto número de horas semanales, con el fin de mantener un núcleo permanente de arqueros semiprofesionales. A decir verdad, su táctica fue la de adoptar un rol defensivo para sus fuerzas de arqueros y hombres de armas desmontados, en un terreno cuyos accidentes le fueran favorables, y consecuentemente, forzar al enemigo a pasar a la ofensiva.

El aumento del número de arqueros y de infantes, en detrimento de la caballería pesada, también acarreó cambios de índole social en el arte de la guerra. Conviene tener en cuenta que la infantería se nutría de las capas sociales inferiores de la sociedad inglesa. En contraste, los caballeros eran de origen noble. A su vez, la paga y el equipamiento de los infantes suponía un gasto infinitamente menor que los de un caballero. Eso sin añadir el gasto y mantenimiento de un caballo de guerra.

Ya he mencionado a Eduardo III (1312-1377), cuya aspiración al trono francés en 1337, además de otras fricciones entre los dos países, motivó la Guerra de los Cien Años (1337-1453). Este conflicto –encadenamiento de varios periodos de actividades bélicas, treguas y periodos intermedios– fue el que inmortalizó, en tierra continental, las victorias de los arqueros ingleses.

Crecy (1346) fue la primera batalla de gran entidad del conflicto, que durante casi diez años se había planteado en razzias y enfrentamientos de menor entidad en tierra. El 26 de agosto, Eduardo situó a sus tropas en un terreno elevado, formado por tres terrazas de tierra de cultivo, con el flanco derecho protegido por un arroyo. Paralela a éste, discurría una carretera. Por ello, situó a sus mejores hombres en ese flanco, junto a otros dos cuerpos en línea. Entre ellos, en formación de cuña, situó a los arqueros. En total, unos 13.000 hombres, a los que el Rey permitió comer y descansar en espera del enemigo.

Los franceses no tuvieron esa suerte, ya que rápidamente tuvieron que cambiar el orden de marcha por el de batalla, con el molesto sol vespertino de frente.

En la actualidad, se calcula que sus fuerzas eran de 25.000 efectivos, casi el doble que los ingleses. Eran además de diversa procedencia: caballeros franceses, mallorquines y bohemios, así como ballesteros mercenarios genoveses. Para mayor inconveniente, una ligera lluvia había ablandado el terreno, dificultando la acción de los caballeros.

Los franceses se organizaron en cuatro líneas, con los genoveses en cabeza. Avanzaron. Antes de poder abrir fuego, las flechas inglesas barrieron a los ballesteros. Éstos iniciaron una desorganizada y confusa retirada. Chocaron con los caballeros de la vanguardia de la primera línea, y numerosos genoveses perecieron aplastados por los cascos de los caballos.

La primera línea de caballeros también fue diezmada por los arqueros. Para añadir mayor confusión, los ingleses abrieron fuego con un primitivo cañón. Los resultados materiales de ese arma fueron mínimos, pero los psicológicos resultaron devastadores.

Lo que siguió fue una serie de cargas de caballería suicidas, pendiente arriba, durante el resto de la noche. Los caballeros que no eran abatidos por los arqueros, lo eran por los infantes. Una densa bruma impidió al día siguiente perseguir a los supervivientes.

El entrenamiento superior y la cooperación interarmas dio la victoria a los ingleses frente a un enemigo superior, que empleaba tácticas obsoletas. Las bajas inglesas fueron mínimas. Con todo, esa victoria no reportó ningún beneficio estratégico a corto plazo.

El bando francés sufrió varios miles de muertos, entre los que se contaban figuras de la alta nobleza y el mismo rey de Bohemia. Ni que decir tiene que, en el ámbito político, fue una derrota desastrosa para la Corona gala.

He aquí otro de los signos cambiantes del arte de la guerra: durante el predominio del caballero el número de muertos era mínimo. De hecho, se tendía a capturar a los adversarios con el fin de cobrar rescates. Con el aumento de efectivos de infantería, procedentes de clases bajas, no aumentaban los hombres susceptibles de ofrecer rescate por su libertad. Por otro lado, las descargas masivas de los arqueros herían y mataban indiscriminadamente.

Diez años después, tuvo lugar una derrota similar en Poitiers (1356). Durante años, se sucedieron periodos con altibajos en la actividad bélica, pero las operaciones militares fueron de menor nivel. No obstante, Inglaterra perdió lo conseguido años atrás en un lento aunque inexorable proceso.

El año 1415 tuvo lugar un aumento en la escalada bélica cuando Enrique V (1386-1422) volvió a invadir dominios franceses. Enrique superaba en cualidades de estrategia y liderazgo a su antepasado homónimo, lo que le valió ser inmortalizado por Shakespeare. Había destacado en la derrota de la rebelión galesa contra su padre. El apoyo francés al levantamiento fue uno de los componentes del casus belli.

La batalla de Azincourt tuvo lugar el 25 de octubre de 1415 y se desarrolló en circunstancias muy similares a Crecy, según las tácticas implementadas por Enrique III.

Tras dos meses de victoriosa campaña en suelo francés, Enrique se retiraba a Inglaterra. Fue entonces cuando el ejército francés le cortó el paso. Los seis mil ingleses adoptaron una postura defensiva frente a los veinte mil franceses –más del triple de efectivos–, construyendo barreras de estacas puntiagudas para contener a la caballería.

Los franceses parecían no haber obtenido experiencia alguna de sus derrotas en el siglo anterior, y se obstinaron en las cargas de caballería pesada. Una vez diezmadas las fuerzas de caballería, los arqueros tomaron mazas con las que abrir grietas en las armaduras francesas. ¿La razón? Por ellas podían introducir sus espadas y dagas.

El resultado, al igual que en Crecy, fue devastador: entre 300 y 400 bajas inglesas frente a unos 10.000 franceses, o lo que viene a ser lo mismo, la mitad del ejército.

Además, la derrota permitió a Enrique continuar la campaña con éxitos espectaculares. Sólo la aparición de Juana de Arco, años más tarde, pudo devolver la moral a los franceses.

Azincourt supuso un aumento en el número de arqueros. La proporción era de tres por cada hombre de armas en tiempos de Enrique III. En cambio, cinco mil de los seis mil hombres de Enrique V portaban arco.

En el siglo XV las armas de fuego empezaban a ganar terreno. Primero, como armas de asedio, de las que Enrique V hizo un uso magistral, y luego como armas portátiles para la infantería. Así, el arcabuz y el mosquete desplazaron al arco del campo de batalla.

No obstante, su recuerdo permaneció en el imaginario inglés. De hecho, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, ya en pleno siglo XX, algún nostálgico sugirió desenterrar el arco largo y adiestrar en su uso a la población civil, con el fin de hacer frente a una hipotética invasión alemana.

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José Luis González Martín

Experto en literatura, articulista y conferenciante. Estudioso del cine popular y la narrativa de género fantástico, ha colaborado con el Museo Romántico y con el Instituto Cervantes. Es autor de ensayos sobre el vampirismo y su reflejo en la novela del XIX.