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¿Dónde estamos?

Una feliz y productiva costumbre va creciendo en la producción letrada: la integración de distintas disciplinas en un mismo discurso. Buena prueba de ello es el libro Historia de dónde. En busca de los confines del mundo que Siruela ha publicado en Madrid con traducción de Mercedes Corral. Sus autores son el astrofísico Tommaso Maccacaro y el medievalista Claudio Tartari. Justamente, una de las señales epistemológicas de nuestro tiempo que ellos subrayan es la unificación de la astronomía y la astrofísica gracias a que se han cumplido estudios sobre lo grande a partir de hacerlos con lo pequeño. No es la menor inquietud que propone este libro. En el hiperespacio, una de las preocupaciones más antiguas de la humanidad, preguntarnos por el dónde estamos carece de sentido. Más aún: renueva la pregunta que hace años formuló un poeta, Paul Valéry, ante el relativismo de Einstein y lo interminable de un universo en constante expansión: ¿cuánto mide un árbol?

La cuestión de la categoría espacial no es menor. Por el contrario, los autores la consideran una de las más importantes, si no la más importante, de las que sostienen lo que podemos denominar cultura de Occidente: el encuentro de los hallazgos del Oriente Próximo con el pensamiento del Mediterráneo. Para seguirle la huella desde lo inmemorial y oscuro del hombre todavía ágrafo, aquéllos se valen, entre otras cosas, de la conjetura, un instrumento propio de los novelistas. En efecto, se trata de narrar cómo ha ido entendiendo la humanidad el asunto de la medida del universo, de ese espacio que nos permite preguntar por el dónde, y del mundo dentro del universo. Si éste nos ha sido dado por la naturaleza, aquel lo estamos haciendo nosotros: mundo es una palabra que debemos a los etruscos y que, radicalmente, significa hábitat, lugar habitable.

Todo el texto late por una definición del hombre. Si es necesario, porque desde al menos el Renacimiento nos proponemos como especie indefinida y lo contrario, que es lo mismo: en constante redefinición. Las más antiguas señales de esta inquietud que asocia el espacio propio con el ser del hombre, datan de hace diez mil años, es decir de cuando aparecen las primeras ciudades de las que conservamos restos.

El mamífero erguido percibe las tres dimensiones de la realidad y va modificando su cerebro para adecuarlo a un uso cada vez más eficaz de sus extremidades. Las piernas le valen para andar; los brazos, obviamente, para abrazar. El mundo humano se va constituyendo por espacios: dominados o abandonados, descriptos, nombrados y transmitidos de una generación a otra. La tarea es el apoderamiento del mundo natural en función de la antropología. El hombre es un animal que deriva por el planeta. No huye ni erra, sino que migra y se establece. Al hacerlo, toma medidas, distingue lo grande de lo pequeño a partir de las secciones del cuerpo propio. Cree –creemos– poder medir lo real, convertirlo en objeto del conocimiento, no tan sólo como objeto objetual que nos llevamos por delante o nos impide el paso.

Este caminar por la superficie de la tierra se amplía cuando es posible navegar, explorar las honduras acuáticas, volar y, en todos los casos, hallar términos, es decir puntos espaciales donde algo termina y se torna mensurable. De ahí que el hombre sea también el animal que no sólo está acá, donde se asienta, sino allá y aún más allá, donde sólo sabe que hay un allá puro y abstracto, cuyo contenido ignora, se le resiste y azuza su curiosidad cognoscitiva.

Ayudado por las religiones que distinguen el arriba y el abajo, el cielo y la tierra, lo divino y lo humano, pero también sometido por las religiones que defienden el poder discriminador de sus cleros, el hombre va advirtiendo que el mundo habitable y su entorno, siendo siempre los mismos, se van alterando con los siglos. La Tierra deja de ser el centro del sistema en favor del Sol, el sistema solar tiene cada vez más planetas, el universo, en vez de ser, pasa a poder ser, finito y/o infinito, con términos cognoscibles y aperturas interminables que cuestionan toda finitud, en fin: algo sin fin. Hoy, con instrumentos cada vez más complejos y potentes, cuando recogemos datos de fenómenos directamente de los lugares donde ocurren y no ya desde la distancia, nos preguntamos lo que, conjeturalmente, se preguntaron nuestros antepasados, los pioneros de la espacialidad: ¿dónde estamos? Un interrogante, sin duda, capaz de dudas y hasta de angustias. Pero, a la vez, la defensa de una curiosidad que reclama libertad de pensamiento y que nos define como humanos en un universo cuyos confines se nos escapan a medida que los medimos.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")