¿Es el encasillamiento algo negativo? Sí, lo es, pero con una salvedad: cuando un intérprete se tira la friolera de quince años con el mismo perfil en la pantalla, eso significa que el público premia su esfuerzo. Y algo así ‒hablo ahora sin pensar en los críticos‒ no debería olvidarse, porque al final, quien paga la entrada es quien decide lo que triunfa y lo que fracasa.
El párrafo anterior se ajusta a lo que quiero decirles sobre Paco Martínez Soria. Un actor de mucho talento, curtido en el teatro popular, que en su última etapa se convirtió en un estereotipo del cine tardofranquista.
Poco más o menos, sucedió así: Martínez Soria debutó en el cine en 1934, y cuatro años después, emprendió su carrera en los escenarios. En 1940 fundó su propia compañía, y tras veinte años de éxitos, compró el Teatro Talía de Barcelona. Su género predilecto era la comedia en todas sus variantes, desde el vodevil al sainete costumbrista.
Remontémonos ahora a 1965. Pedro Masó se da cuenta de que el último triunfo teatral de Martínez Soria ‒La ciudad no es para mí, de Fernando Lázaro Carreter‒ debe dar el salto a la pantalla. Sin mucha confianza en la taquilla, Masó negocia un contrato con el actor, quien costea parte de la producción. El resto es historia. La ciudad no es para mí, dirigida por Pedro Lazaga, se convirtió en uno de los títulos más rentables en toda la historia del cine español.
Animado por Masó, Martínez Soria repitió en otras películas el mismo cliché del tipo veterano, sentimental y socarrón, dispuesto a darlo todo por el bien de su familia. Una de las mejores fue ¿Qué hacemos con los hijos?, de nuevo producida por Masó, escrita por este junto a Vicente Coello, y una vez más, bajo la dirección de Lazaga.
Pese a su hiperactividad por estas fechas, centrada en comedias de consumo rápido, Lazaga puso un especial empeño en que la película estuviera bien narrada.
Con un impecable manejo de la cámara, sobre todo en los interiores, y aprovechando las virtudes del blanco y negro, el director consigue resonancias interesantes a partir de una premisa muy humilde. Sin duda, este buen acabado se debe asimismo al director de fotografía Juan Mariné y al montador Alfonso Santacana.
El guión se inspira en una pieza teatral de 1959, obra de Carlos Llopis, un maestro de la comedia sofisticada. En este caso, resulta evidente que la acción sigue la misma fórmula establecida por La ciudad no es para mí. Ya pueden imaginarse al protagonista: un defensor de la tradición y de los viejos valores, enfrentado a los desafíos de la modernidad, convencido de que nunca es tarde para corregir el destino de los suyos.
En este caso, se trata de un taxista madrileño, el señor Antonio (Martínez Soria), casado con María (una extraordinaria Mercedes Vecino), y padre de cuatro hijos, que él considera ejemplares: Juan (Pepe Rubio), taxista como él, Antoñito (Emilio Gutiérrez Caba), futuro abogado, Luisa (Irán Eory), peluquera, y Paloma (María José Goyanes), una chica tranquila y hogareña. Lo que el señor Antonio ignora ‒y descubre con auténtico horror‒ es que Juan es un juerguista de primera, Antoñito aspira a ser torero, Luisa quiere ser cantante en salas de fiesta y Paloma está comprometida con Enrique (Alfredo Landa), que ejerce la profesión más odiada por nuestro taxista: guardia de tráfico.
En un primer momento, el patriarcal don Antonio tratará de encauzar a sus retoños a lo bruto, arrojando órdenes a todo el que se pone a tiro, y dando su opinión cuando ellos no se la piden. Para su desgracia, estamos en los sesenta, y esa férrea autoridad ya no funciona con sus hijos. Sin embargo, poco a poco, comprenderá que, pese a la distancia generacional, hay peligros de los que aún puede salvarlos.
Si a uno le gustan las buenas interpretaciones, ¿Qué hacemos con los hijos? es un recital. Y lo es, de veras, no solo gracias a sus protagonistas, sino a un equipo de secundarios excepcional, en el que nos encontramos a Lina Morgan (dando vida a Remedios, la criada), Manolo Gómez Bur, Rafael López Somoza, Sancho Gracia (en un papel de chulo y galán, como ya hizo en La ciudad no es para mí), Margot Cottens, José Sacristán, Esperanza Roy, Emilio Laguna, Jesús Guzmán, Luis Barbero y José Sazatornil, entre otros.
Tras la resaca posmoderna, el moralismo de esta y otras películas de Martínez Soria despierta un comprensible resquemor. De hecho, frente a algunos títulos de su filmografía, esa tirria no es difícil de secundar. Pero en el caso que nos ocupa, conviene ser justos. Además de una comedia costumbrista y sentimental, ¿Qué hacemos con los hijos? es una fábula, y como tal hay que interpretarla.
Si nos fijamos bien, la familia del protagonista está expuesta a problemas graves, imposibles de parchear solo con buenas intenciones. De ahí que su moraleja, pese a los excesos emocionales del desenlace, no pierda vigencia.
Por supuesto, si uno se compromete con la vida familiar, sentirá en carne propia lo que intento decirles, y es que criar a los hijos siempre es un talento que se aprende sobre la marcha. De eso va esta película de Lazaga, una cinta sin dobleces, conservadora y tradicional, que además está particularmente bien narrada.
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