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El burócrata, la cigarra y la hormiga

Aquí tienen una fábula que no es solo para niños. ¿Quién lo diría, verdad? Leyéndola con el debido interés, comprobarán que por su mensaje no pasa el tiempo.

Le debemos la historia a Esopo. Otro fabulista, La Fontaine, también la hizo suya. Pero por ser la más cercana a nosotros, voy a citar mi versión preferida: la que publicó en 1782 un escritor español, Félix María Samaniego.

El relato es, poco más o menos, el que sigue. Una cigarra se dedica a cantar todo el verano. Así se entretiene, sin hacer provisiones para el invierno. Cuando llegan los fríos, muerta de hambre, y sin nada que llevarse a la boca, se dirige a la hormiga, cuyo granero está repleto.

La hormiga no se compadece. «¡Yo prestar lo que gano con un trabajo inmenso! Dime, pues, holgazana, ¿qué has hecho en el buen tiempo?». «Yo, dijo la cigarra, a todo pasajero cantaba alegremente, sin cesar ni un momento».

La hormiga, zanjado el asunto, le dice: «¡Hola! ¿con que cantabas cuando yo andaba al remo? Pues ahora, que yo como, baila, pese a tu cuerpo».

Para un historiador de la literatura, sobre todo si sabe de qué va el asunto, esta fábula es un tesoro. Al misterio sobre la identidad de Esopo se añade su relación con la obra de poetas latinos como Babrio y Flavio Aviano, o la similitud de su fabulario con otras historias ejemplarizantes. Por ejemplo, las que contiene El Sendebar, o Libro de los engaños, traducido en 1253 gracias a don Fadrique de Castilla, hermano de Alfonso X el Sabio.

La raíz bíblica de La cigarra y la hormiga es otra pista interesante: «Ve a la hormiga, oh perezoso, / Mira sus caminos, y sé sabio; / La cual no teniendo capitán, / Ni gobernador, ni señor, / Prepara en el verano su comida, / Y recoge en el tiempo de la siega su mantenimiento. / Perezoso, ¿hasta cuándo has de dormir? / ¿Cuándo te levantarás de tu sueño?» (Proverbios 6.6–9).

Tanto los franceses La Fontaine y Eustache Deschamps como el alavés Samaniego emplean la fábula con inteligencia, sabiendo que es útil para la crítica social. La hormiga representa a los obreros y los agricultores, centrados en la supervivencia material, y la cigarra ‒solo hay que verla‒ es un trasunto de los intelectuales y artistas que piensan en el aquí y el ahora, pero luego exigen a otros su protección.

Imagen superior: «Cada vida es un mundo» («Encore», 1951), película rodada a partir de tres relatos de W. Somerset Maugham. El episodio «La hormiga y la cigarra» fue dirigido por Pat Jackson y adaptado por T. E. B. Clarke.

Quien haya crecido entre libros recordará, sin duda, esta apología del trabajo y de la prudencia. No obstante, los tiempos cambian ‒sujetos a la inteligencia o a la estupidez‒, y ello justifica que La cigarra y la hormiga sirva de excusa para otras interpretaciones.

Por ejemplo, esta que viene ahora, propia del siglo XXI: la hormiga es una acaparadora soberbia, capitalista e insolidaria. Solo valora los bienes materiales y carece de inteligencia emocional. En cambio, la cigarra es un espíritu bohemio y generoso. Libre de obligaciones, precisamente porque cree en el arte y en las virtudes más profundas.

Lo que acabo de escribir ‒créanme‒ no es una invención mía. Se trata de la fábula de Esopo, corregida y adaptada a los tiempos que corren.

Lo de adaptar los viejos cuentos, limando asperezas, es un ejercicio frecuente, que además cuenta con defensores muy acalorados.

Para entender esta puesta al día, les sugiero que lean los Cuentos infantiles políticamente correctos, donde el bueno de James Finn Garner se burla de este empeño con el que algunos ‒sobre todo los conversos a las políticas de identidad‒ transforman la literatura infantil en una perfecta chorrada posmoderna.

Muchos escritores han usado La cigarra y la hormiga en sus obras: desde Ambrose Bierce a Jean Anouilh, pasando por John Updike, Gianni Rodari y Francoise Sagan.

Ya en el terreno de la antifábula, Arturo Pérez-Reverte actualizó la misma historia en su Canción de Navidad: «La hormiga, claro, se ponía de una mala leche espantosa. A veces se paraba y amenazaba con el puño a la cigarra. (…) Tú canta, canta. Que el que en agosto canta, en diciembre Carpanta. Pero la cigarra se despelotaba de risa. Total, que llegó el invierno y como se veía venir cayó una nevada de cojones. Y la hormiga se frotaba las manos en su hormiguero calentito, junto a la estufa, y contemplaba su despensa llena. Y pensaba: ahora vendrá esa chocho loco pidiendo cuartelillo, muerta de hambre y de frío. (…) Y entonces, estando la hormiga en bata y zapatillas, con la tele puesta viendo Tómbola, suena el timbre de la puerta. Y la hormiga se levanta despacio, recreándose en la suerte. Ahí está esa guarra, piensa. Tiesa de hambre y de frio. A ver si le quedan ganas de cantar ahora. El caso es que abre la puerta, y cuál no será su sorpresa cuando se encuentra en el umbral a la cigarra vestida con abrigo de visón que te cagas, y con un Rolls Royce esperándola en la calle. ‒He venido a despedirme ‒anuncia la cigarra‒. Porque mientras tú trabajabas, yo me ligué a un grillo que está podrido de pasta. Pero podrido, tía» (El Semanal, 27 de diciembre de 1998).

Desde hace siglos, cada nueva versión ha incluido guiños a la realidad contemporánea. Por ejemplo, en el caso de Jean de La Fontaine, detectamos, entre líneas, distintas alusiones a la sociedad francesa del XVII.

El fabulista, eso está claro, simpatiza con la cigarra: elocuente, vital, ligera y de modales cortesanos. No ocurre lo mismo con la hormiga: sarcástica, burguesa, menos refinada.

Las penurias de la cigarra son los propios de su época. Francia sufría los rigores de la Pequeña Edad de Hielo. Por los caminos, deambulaban los vagabundos, y eran tantos, que Luis XIV dictó leyes en su contra. Por su parte, las clases populares padecían los caprichos de una élite extractiva, que invertía sumas inmensas en la manutención de su ejército, en los privilegios de la aristocracia y en el sostenimiento de la Corte en Versalles.

La cigarra de La Fontaine teme morir de hambre y de frío, como tantos franceses, y espera encontrar en la hormiga las virtudes de un buen samaritano. Esta caridad, desde luego, adquiere una importancia decisiva en el relato.

Lo que en La Fontaine es religioso, se vuelve ideológico en la versión animada de Nikolay Fyodorov, Strekoza i muravej (1961). El origen literario también cambia, porque la película de Fyodorov se inspira en la versión rusa de la fábula, escrita en 1808 por Ivan Krylov.

Como sucede en muchas producciones del estudio Soyuzmultfilm, la propaganda oficial se despliega aquí con muy poca sutileza. Las hormigas son la encarnación idealizada del proletariado soviético. La cigarra es una elitista irresponsable. Perezosa, y por supuesto, ajena al modo en que se organizan sus camaradas. En la última escena, de forma simbólica, las hormigas consiguen que la cigarra ‒bendito sea el Politburó‒se sume al resto de las fuerzas productivas.

Uno, que como todo el mundo tiene sus sesgos y sus ideas, también suele aplicar esta fábula a lo que hoy nos pasa.

Por ejemplo, cuando a un país le toca jugarse los cuartos, hay hormigas previsoras, que evitan endeudarse, y cigarras atolondradas, que justifican cualquier despilfarro.

Las hormigas, austeras y bien coordinadas, contrarrestan la pobreza fiscalizando el gasto público. Defienden los modelos de negocio que generan más puestos de trabajo y fomentan, por medio de bonificaciones fiscales, aquellas iniciativas que traen riqueza al conjunto del país.

Gracias a esa solvencia, y sin gastar nunca más de lo que ingresan, las hormigas alcanzan tres objetivos económicos: el ahorro, la protección de la propiedad privada y el mantenimiento racional de los servicios públicos.

Por el contrario, las cigarras, creyéndose bendecidas por el destino, ignoran los rigores de la realidad. Jamás ahorran. No controlan la inflación. Cualquier supervisor externo será siempre su enemigo. ¿Gastar menos para reducir la deuda pública? ¿Mejorar la gestión disminuyendo los costes? ¿Para qué?

Las cigarras derrochan sin remordimientos. Su idea de la gobernabilidad es, simplemente, inyectar más recursos a la economía. Desconfían de la iniciativa privada, porque creen que ésta, por sistema, es corrupta y va en contra del interés general.

Crean redes clientelares e incrementan todas las partidas de gasto que puedan ser populares. Así amplían su esfera de poder.

Con las cigarras, la deuda pública se dispara, y cuando vienen tiempos duros, una de dos: o caen en la insolvencia, o exigen más ayuda exterior, pidiendo créditos con riesgo de impago.

Dicho así, habrá quien haya puesto cara y ojos a las dos protagonistas de la fábula. Resulta tentador, pero desengáñense: esto es más difícil de lo que parece.

Con sus debidos matices, hay cigarras y hormigas tanto en la derecha como en la izquierda. Las virtudes de unas y los defectos de otras se reparten, de forma desordenada, en el conjunto de nuestra clase política.

Al fin y al cabo, si prescindimos de etiquetas morales, ese antagonismo del eje izquierda-derecha funciona en nuestro imaginario a partir de una pregunta tramposa, disfrazada de buenas intenciones. Por que, a ver, ¿quién está dispuesto a aflojar más dinero público?

En nuestros días, nadie quiere parecer una hormiga. Como norma general, y al margen de su ideología, las cigarras suelen caernos mejor ‒son más fotogénicas, más graciosas y merecen más aplausos‒. Y ese es el motivo por el que su inevitable triunfo lleva aparejadas dos consecuencias: un aumento disparatado de la burocracia y un incremento desquiciado del gasto. Lo cual, a su vez, genera deuda e impuestos a las clases medias.

[Y ya que hablamos de gastar, abro una digresión. Vivo en una casa repleta de libros. Muchísimos de ellos proceden de mercadillos de segunda mano, de ofertas y de expurgos de bibliotecas. Con una inversión bastante escasa, minimizando el coste de cada ejemplar, nuestra colección de libros equivale a la que otro aficionado obtendría pagando diez veces más. Y ahora díganme: ¿quién hace las cosas mejor? ¿El que vigila el bolsillo o el que actúa como un manirroto y convierte el derroche en virtud?]

Imagen superior: «Cigale», ballet en dos actos de Jules Massenet, estrenado por la Opéra-Comique de Paris en 1904

Olvidaba otro detalle. Al igual que la cigarra, nos guiamos por las emociones y no por el pragmatismo. Por eso, aunque la lógica de esta fábula nos diga una cosa, preferimos pensar la contraria. Simplemente, porque se ajusta a nuestros prejuicios.

«Concretando aún más ‒dice Jonathan Haidt en Las mejores decisiones‒, ¿por qué el sesgo de confirmación ‒el sesgo más dañino de todos‒ es prácticamente imposible de erradicar? Dicho de otro modo, ¿por qué la gente busca automáticamente pruebas que apoyen sus creencias iniciales y por qué es prácticamente imposible no hacerlo? Nadie ha encontrado la manera de enseñar a la gente a pensar críticamente, a que reflexione automáticamente sobre la posibilidad de que su postura sea errónea. Y, por último, ¿por qué el razonamiento es tan sesgado y tan dependiente de la motivación cuando están en juego el interés personal o la imagen de uno mismo? ¿No sería más adaptativo conocer la verdad de las situaciones sociales en lugar de manipularlas?»

En realidad, como recuerda Haidt, no razonamos para conocer la verdad, sino para justificar nuestras creencias y nuestros actos. Y esto es lo que la cigarra hace mejor que nadie: «Yo a todo pasajero cantaba alegremente, sin cesar ni un momento».

No olviden, además, que la hormiga, desprovista de otros méritos, es trabajadora pero también antipática. Sobre todo cuando señala dónde fallan los andamios y cimientos del hormiguero. En cambio, la lustrosa cigarra, como ya vimos, siempre tiene muchos amigos a los que agasajar. Y quien no lo sea, finalmente lo lamentará.

Cuando nos identificamos como cigarras, somos incapaces de calcular los ingresos futuros, tanto en nuestras vidas ‒sobre todo si estamos en paro o empalmando contratos‒ como en el conjunto del país. Por pura inercia, nos tienta olvidarnos de previsiones, y disfrutar del momento. Y en el futuro, pues ya veremos.

Infantilizadas e ignorantes de su mediocridad, las cigarras no se hacen preguntas. Confían en que la fortuna ‒un Estado maternal o una ideología benéfica‒ organizará sus vidas. Y por eso mismo, dejan de ser prudentes y austeras. Total, ¿para qué?

Incluso cuando llegan tiempos duros, la cigarra sigue pensando en lo que merece y en lo que la sociedad le debe. Es más: enciende el piloto automático y vuelve a confiar en el primer charlatán que le asegura un futuro feliz.

Menuda obviedad. ¿No les parece? Y sin embargo, hay que repetir la pregunta: ¿por qué, de forma sistemática, preferimos a las cigarras?

Las razones son variadas. No obstante, esa pérdida de lucidez colectiva ‒que jamás sale gratis‒ tiene un motivo principal: nuestra tendencia a dejarnos engatusar con promesas que llegan desde arriba, sin abrumarnos con la responsabilidad de nuestros propios actos.

Pascal Bruckner habla de una figura que resume todo esto: el inmaduro perpetuo.

«¿Qué es el infantilismo? ‒se pregunta en La tentación de la inocencia‒. No sólo la necesidad de protección, legítima en sí, sino la transferencia al seno de la edad adulta de los atributos y de los privilegios del niño. Puesto que éste es en Occidente desde hace un siglo nuestro nuevo ídolo, nuestro pequeño dios doméstico, aquel al que todo le está permitido sin contrapartida, conforma ‒por lo menos en nuestra fantasía‒ ese modelo de humanidad que nos gustaría reproducir en todas las etapas de la vida. Así pues, el infantilismo combina una exigencia de seguridad con una avidez sin límites, y manifiesta el deseo de ser sustentado sin verse sometido a la más mínima obligación».

Bruckner vincula esta creciente inmadurez al consumismo y a la diversión permanente, pero también a la victimización. Es decir, «esa tendencia del ciudadano mimado del ‘paraíso capitalista’ a concebirse según el modelo de los pueblos perseguidos, sobre todo en una época en la que la crisis mina nuestra confianza en las bondades del sistema».

Esa ciudadanía infantilizada ‒repleta de cigarras‒ en lugar de juzgar a todos sus líderes con el mismo rigor, se deja hipnotizar por siglas y banderías. Simplificando su realidad, como si los de allá fueran los culpables y los de acá fueran siempre las víctimas.

Como ahora verán, encontramos esa misma «cultura de la queja» de la que nos habla Bruckner en este párrafo de Friedrich Hayek: «Parece casi una ley de la naturaleza humana que le es más fácil a la gente ponerse de acuerdo sobre un programa negativo, sobre el odio a un enemigo, sobre la envidia a los que viven mejor, que sobre una tarea positiva (…) Cuando actúan en nombre de un grupo, las gentes parecen liberadas de muchas de las restricciones morales que dominan su conducta como individuos dentro del grupo».

Pero la cosa no acaba ahí. En estos tiempos en los que todo el mundo se apunta a la demagogia, nos hemos acostumbrado a ignorar los nubarrones si el viento sopla a nuestro favor.

Amparados en un colectivo que piensa lo mismo que nosotros ‒las cigarras‒, miramos al disidente ‒la hormiga‒ con auténtico desprecio. Al fin y al cabo, resulta preferible encajar nuestra identidad bajo una enorme pancarta, creyendo en las promesas de quienes venden duros a peseta. ¿A quién me refiero? Pues a los arribistas y cantamañanas que nos convencen de que somos demasiado frágiles ‒demasiado dependientes‒ para no actuar así.

Y no se sorprendan si, una vez tras otra, nos vuelven a engañar como cigarras. Su truco siempre será el mismo.

Otro tema es que quienes ofrecen ese futuro radiante sean alguna vez tan ejemplares como sus promesas. No lo son, ni lo serán, eso se lo avanzo ya.

«Es, como si dijéramos ‒escribe Hayek en Camino de servidumbre‒, el mínimo común denominador lo que reúne el mayor número de personas. Si se necesita un grupo numeroso lo bastante fuerte para imponer a todos los demás sus criterios sobre los valores de la vida, no lo formarán jamás los de gustos altamente diferenciados y desarrollados; sólo quienes constituyen la ‘masa’, en el sentido peyorativo de este término, los menos originales e independientes, podrán arrojar el peso de su número en favor de sus ideales particulares».

Dedico este articulo a José Luis Arana Aroca.

Imagen superior: «The Grasshopper and the Ants» (1934), de Wilfred Jackson © Walt Disney Productions, United Artists. Reservados todos los derechos.

Copyright del articulo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.