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Felipe Fernández-Armesto: «No somos la única especie cultural en el mundo»

En su tiempo, el físico y novelista C.P. Snow solía quejarse del muro existente entre las letras y las ciencias. Para el historiador Felipe Fernández-Armesto (Londres, 1950), ese muro existe para saltar sobre él, o en el mejor de los casos, para desbaratarlo con inteligencia e incontenible curiosidad. Quizá por ello se ha ganado ese elogio que lo presenta como un hombre del Renacimiento, con un irrefrenable interés por todos los ámbitos del conocimiento.

Hijo del periodista español Augusto Assía y de Betty Millan, editora de The DiplomatistFernández-Armesto es doctor por la universidad de Oxford, en cuyas aulas trabajó desde 1981 hasta 2000. Destaca entre los historiadores más prestigiosos del mundo, y su trayectoria docente e investigadora le ha llevado a ocupar la cátedra de Historia Mundial y Medioambiental del Queen Mary College de la Universidad de Londres, la cátedra Príncipe de Asturias de la Tufts University en Boston y la cátedra de historia William P. Reynolds en la Universidad de Notre Dame.

Dialogar con Fernández-Armesto es una experiencia sólo comparable a la fascinación que despiertan sus ensayos. Su obra Un pie en el río (Turner, 2016) está destinada a convertirse en un libro de referencia, a la altura de títulos tan relevantes en su trayectoria como Colón (1992), Millennium (1995), Civilizaciones (2002), Las Américas (2003), Los conquistadores del Horizonte (2006), 1492, el nacimiento de la modernidad (2010) y Nuestra América: una historia hispana de Estados Unidos (2014).

Tanto en Un pie en el río como en otros de sus libros recurre a muy diversas disciplinas académicas. En este sentido, creo que usted es un claro ejemplo de lo que ha dado en llamarse tercera cultura, es decir, la colaboración entre ciencias y humanidades tras una larga historia de división entre ambas.

Uno de los motivos secundarios a la hora de escribir este libro fue mi propósito de llegar a una auténtica interdisciplinaridad, en contra de la excesiva especialización que caracteriza al mundo académico. En realidad, yo soy un especialista con un ámbito de investigación bastante estrecho. Me dedico a un planeta concreto, y eso me parece ya una especialidad excesiva,

Parece que por fin se va dando una aproximación entre las disciplinas científicas y las humanísticas. En este sentido, ¿cree que la Historia puede ser un territorio privilegiado para ese acercamiento?

Yo quería saber de todo, y me inquietaba e impacientaba el hecho de que los conocimientos estén tan compartimentados. Me pareció que la única disciplina que reúne un poco de todo era la historia, que abarca contenidos relacionados con la economía, la ciencias sociales, la teología, los idiomas, la literatura, el arte e incluso las ciencias naturales. Sin acceder a esos conocimientos dispersos, no llegarás a ser buen historiador.

Tiene usted razón al señalar que las distintas disciplinas se están aproximando y hay cada vez más confluencia entre ellas. Las ciencias están abandonando su trayectoria tradicional, y empiezan a ser cada vez más semejantes a las humanidades, reconociendo lo caótico que es el mundo y la imposibilidad de observar objetivamente los experimentos. Incluso se empieza a considerar la ciencia como un encuentro con problemas en lugar de como una búsqueda de soluciones, que es un matiz bastante importante para la reformación del pensamiento científico en nuestros tiempos. Mi única discrepancia con los términos de su pregunta es que, a pesar de todo ello, los proyectos transdisciplinarios no tienen mucho éxito. En el mundo académico, estamos metidos en nuestros departamentos, y la propia estructura de las universidades no conduce a ese nivel de intercambio que sería preciso para aprovechar debidamente este momento de interdisciplinariedad.

En Un pie en el río investiga sistemáticamente los cambios culturales valiéndose de saberes transversales, que van desde la filosofía hasta la paleoantropología. Me llama la atención que también recurra a la primatología a la hora de interpretar el comportamiento humano. ¿En qué medida considera que la investigación realizada con chimpancés y gorilas, empleando el lenguaje de signos, confirma nuestros lazos de parentesco más allá de la biología?

Creo que ésa es una muestra clara de que este parentesco existe. La línea evolutiva de los chimpancés se separó de la nuestra hace unos seis millones. En el caso de nuestros primos, los gorilas, hablaríamos de diez millones. Y ambas especies son capaces de comprender, hasta ciertos límites, tanto el lenguaje humano. Si les damos suficiente tiempo para lograrlo, cabe la posibilidad de que gorilas y chimpancés puedan desarrollar, de forma independiente, un sistema simbólico tan complejo como el nuestro. Si esta capacidad de  comunicarse y ese dominio simbólico no son una prueba de que existe ese paralelismo entre nuestras especies, no sé qué argumento podría satisfacer a los críticos.

Unos investigadores del Instituto Max Planck descubrieron recientemente un ritual que realizan los chimpancés de Guinea Bissau, acumulando piedras en los huecos de los árboles. A la hora de interpretar ese tipo de comportamiento, se ha destacado su similitud con otros rituales que eran propios de los seres humanos de la prehistoria.

Sabemos a ciencia cierta que los chimpancés son capaces de comprender y asimilar símbolos humanos. Con sus manos pueden usar el lenguaje de signos y distinguir matices de significado. Existe incluso la posibilidad de que tengan cierto sentido de trascendencia. Me remito a la famosa danza de la lluvia de los chimpancés que presenció Jane Goodall. Si viéramos a un grupo de seres humanos ejecutando una danza de ese tipo, sin duda pensaríamos que comparten un ritual, ¿no? Y tal vez le atribuiríamos cierto sentido simbólico.

Eso me recuerda unas reflexiones que usted incluyó en su libro Breve historia de la humanidad y que ahora amplía en Un pie en el río, cuestionando nuestro carácter exclusivo como creadores de símbolos y apuntando al hecho de que esas prácticas de ciertos primates no serían protoculturales sino estrictamente culturales.

En principio, es perfectamente posible que existan más pruebas de esa misma tendencia de los grandes simios a la hora de ejecutar ritos con significado, entendiendo la cultura como un comportamiento transmitido por aprendizaje, y no adquirido por herencia. Lo difícil a la hora de analizar estas prácticas es que esta cuestión siempre depende de nuestra interpretación. Es posible que la acumulación de piedras, los gestos ante la lluvia o el uso de símbolos humanos se deban a otros motivos que la presencia de una simbología trascendente de los chimpancés. Y no sé si lograremos demostrarlo de forma satisfactoria.

El problema del cambio

La obra que nos presenta Fernández-Armesto, y que ha promovido una animada charla con Juan Pablo Fusi en la Fundación Rafael del Pino, resume en el propio título su ambición intelectual: Un pie en el río. Sobre el cambio y los límites de la evolución. A la hora de establecer este panorama de estudio, el historiador angloespañol se atreve con un terreno tan amplio y tornadizo como el cambio en las prácticas y comportamientos de nuestra especie. Lo sorprendente es que no sólo descubre sus claves en el comportamiento cultural de los humanos, sino en las prácticas culturales de nuestros primos más cercanos, los grandes simios.

«La evolución ‒explica‒ nos sirve para explicar todo lo relacionado con los cambios orgánicos, pero en Un pie en el río me refiero a cambios culturales que son de otro tipo. La evolución da ciertas explicaciones a episodios concretos, y desde luego, nos ayuda a ver el fondo imprescindible de esa herencia biológica dentro de la cual hacemos todo lo que hacemos, y de cuyos efectos no podemos escapar. Pero hay varias conductas que no se pueden explicar dentro de esos términos de la teoría de la evolución. En el libro repaso las variantes de dicha teoría, que sería aburrido resumir ahora, e intento explicar por qué no logran explicar todas las variaciones culturales de las cuales se trata en la historia».

Mientras nos muestra un cuadro abstracto, Fernández-Armesto detalla cuáles son las raíces de su investigación. «En la trayectoria intelectual que me llevó a escribir Un pie en el río ‒dice, sonriente‒ hay dos puntos de partida. Uno de ellos tiene que ver con esta imagen. No es un retrato del autor, sino una de las muchas pinturas de simios antropomórficos que hizo Rosemarie Trockel. No soy tan guapo como el retratado, pero cada vez que me miro en el espejo, veo un reflejo más o menos por este estilo.

Imagen superior: «Sin titulo» (1984), obra de la artista conceptual Rosemarie Trockel.

«Lo que veo al mirarme en el espejo ‒añade‒ es un simio. Un animal que aspira a ser algo más, que busca formas de distinguirse de otros animales, y de cuya cabeza surgen estas aspiraciones, estas ambiciones estéticas. Sin embargo, luego fracasa, y resulta que estos intentos de elevación se malogran, y producen resultados feos, toscos, crudos, poco estéticos… Ese tipo de reflexión sobre mis propios defectos como animal me han llevado a pensar que si queremos entender a nuestra especie, tenemos que hacerlo mediante comparaciones con otras especies. Sobre todo, con las especies que más se parecen a nosotros, que son nuestros primos, los demás primates, y fundamentalmente los simios. Si queremos identificar lo que realmente nos distingue de ellos, hay que realizar ese tipo de comparación. Y lo que más me llama la atención en ese proceso es que no nos distingue nada de lo que tradicionalmente se supuso».

En este punto, Fernández-Armesto nos recuerda que esas características distintivas que los humanos solemos atribuirnos en exclusiva son engañosas o claramente erróneas. Con una diferencia de grado, compartimos con nuestros parientes primates el uso y confección de herramientas, un sistema de comunicación específico, complejas reglas sociales e incluso intrigantes rituales, como la ya mencionada «danza de la lluvia», observada por Jane Goodall y por los investigadores del Yerkes National Primate Research Center.

Así pues, los animales no humanos también tienen cultura. ¿Qué es, por tanto, lo que nos diferencia? La pregunta tiene tanto interés como la respuesta. Es decir, mucho. «No somos la única especie cultural en el mundo ‒dice Fernández-Armesto‒, pero sí somos la especie que más cultura tiene. De hecho, disponemos de una gama amplísima de culturas distintas, y esto es algo que quise reflejar en el libro.

Imagen superior: juguete inspirado en la «merienda de los chimpancés» («the chimpanzees’ tea party»), un entretenimiento popular que se celebró en el Zoo de Londres desde 1926 hasta 1972. Esta práctica dio lugar a unos conocidos anuncios televisivos de la marca de té PG Tips, emitidos a partir de 1956. Para prestar su voz a los chimpancés, fueron contratados actores como Peter Sellers y Bob Monkhouse.

El historiador muestra a continuación la fotografía de un juguete infantil. «El segundo punto de partida ‒nos dice‒ fue esto: la merienda de los chimpancés. Se trata de un juguete de los años cincuenta que me lleva a mi propia niñez, cuando vivía cerca del parque zoológico de Londres, donde todas las tardes, a las cuatro y media, se celebraba esa merienda de los chimpancés. Solían ponerles tartas, tazas de té y sandwiches, y los chimpancés se sentaban a merendar. El resultado era un caos tremendo, porque derramaban el té, utilizaban las tartas como misiles, y nosotros, los niños, nos quedábamos allí, alrededor, riéndonos, lo que ahora me parece una ofensa contra la dignidad de los chimpancés, y efectivamente hoy se consideraría políticamente muy incorrecto. En todo el mundo angloparlante esa antigua ceremonia se ha cancelado. No se volverá a celebrar, supongo, pero creo que el motivo de nuestra risa, de nuestra diversión, aunque no lo hubiera expresado así a esa edad, es que creíamos que los chimpancés no tenían la capacidad de concebir una merienda más que como una ocasión de alimentarse».

¿Qué era lo que provocaba la diversión en ese tipo de espectáculo? ¿El desparpajo espontáneo e infantil de los primates? ¿El tono circense de la representación? Fernández-Armesto insiste en que la aparente falta de decoro de los chimpancés era interpretada como una confirmación de los rasgos exclusivos de la especie humana. «Mientras que nosotros ‒nos dice‒, cuando comemos juntos, creamos cultura, formamos vínculos y vamos edificando y estructurando una sociedad, los chimpancés, según creíamos, eran incapaces de esto. Ahora somos muy conscientes de que no es así. Los chimpancés y muchos otros animales poseen una cultura, en el sentido de que tienen comportamientos y conductas prácticas que derivan del aprendizaje y no de los instintos. Pero insisto en que aún existe una gran diferencia entre nosotros y ellos. Y es que, aunque todos seamos animales culturales, la gama amplísima de la cultura humana trasciende a cualquier otro caso. A modo de ejemplo, nos sirve la cultura política».

La pasión que el historiador pone en esta última afirmación me trae a la memoria un ensayo que él también admira, La política de los chimpancés (1982), de Frans de Waal (1982), un libro sobre los chimpancés del Zoo de Arnhem, en el que su autor describe tradiciones y comportamientos sociales de un maquiavelismo sorprendente.

«Supongo que, en un momento determinado del pasado de nuestros antecesores ‒continúa Fernández-Armesto‒, todos los seres humanos y los homínidos que nos precedieron tenían una sola forma de vida política: la sociedad liderada por el macho alfa. Hasta el día de hoy, la cultura política de los demás simios queda dentro de ese mismo marco restringido. En cambio, nosotros hemos desarrollado la cultura política en un amplio abanico de variantes. Elegimos a nuestros líderes de distintas formas, por su carisma, a veces ‒muy pocas veces‒ por su capacidad, dinásticamente… En cambio, los restantes primates siguen apegados a esa única cultura política… salvo en dos casos».

Imagen superior: en 1963, el chimpancé Mike desafía al macho alfa Goliath. Jane Goodall, que estudia la manada de ambos en el Valle del Gombe, describe el comportamiento de Mike en los siguientes términos: «El hecho de que Mike se sirviera de objetos fabricados por el hombre para afirmar su autoridad constituía muestra evidente de su inteligencia superior (…) Él planeaba estos alardes casi podríamos decir que a sangre fría» (En la senda del hombre, Salvat, 1986, pp. 98-99).

Refiriéndose a esta fotografía, Fernández-Armesto explica quién es su protagonista: «Esta es una de esas excepciones: un chimpancé a quien los primatólogos llamaron Mike. La observación tuvo lugar en Tanzania, en el centro de investigación de Jane Goodall. Ese Mike es un chimpancé con quien uno puede simpatizar. Era físicamente débil, pero con unas pretensiones intelectuales tremendas. Mike, a pesar de su debilidad física, perdió la paciencia con el macho dominante, e inició la primera ‒y que sepamos por ahora, la única‒ revolución política en la historia de los chimpancés. Les robó a los primatólogos unas latas grandes de parafina, y empezó a golpearlas una contra otra, haciéndolas sonar como timbales. Iba por la selva haciendo un ruido tremendo, ampliando así su agresividad, y como consecuencia, su rival, el macho alfa, se asustó tanto que cedió el mando al chimpancé débil. De ahí en adelante, Mike mantuvo su liderazgo sobre la tribu durante seis años. En todo caso, salvo esta excepción, no conocemos ningún otro caso de desplazamiento del macho alfa en la política chimpancé».

«Esta es otra muestra ‒continúa‒ de que nosotros vamos multiplicando cultura, mientras que los demás animales culturales quedan sumergidos en unos nichos culturales muy estrechos. Atribuyo esa gran diferencia que nos separa de los demás animales culturales a los efectos de la imaginación  No a los genes. No al medio ambiente, ni a nuestras respuestas a cambios medioambientales, ni a la evolución en ningún sentido. Dedico páginas aburridísimas en contra de todas esas teorías de tipo evolucionista. Apuesto por esta teoría mía de que el cambio social y cultural es producto de nuestra imaginación. Todo lo que hacemos empieza con ideas: comienza con modos de imaginar un mundo distinto del que habitamos. Lo imaginamos de otra forma, y luego procuramos que este nuevo mundo imaginado se haga realidad. Podemos lograrlo porque la evolución nos ha proporcionado unas facultades que no son únicamente humanas, pero que son humanas en sentidos muy especiales. La primera de estas facultades es la memoria».

Imagen superior: «La persistencia de la memoria» (1931), de Salvador Dalí.

«El título de este cuadro de DalíLa persistencia de la memoria ‒señala‒, es uno de esos chistes irónicos del pintor. En realidad, no se refiere a la persistencia de la memoria, sino a su evanescencia. Vemos que el cielo se está difuminando, la costa va erosionándose, los relojes se derriten, el árbol se marchita y la imagen del centro está convirtiéndose en un monstruo, que es precisamente lo que sucede con nuestras memorias. Nos encaminamos hacia una conclusión que me parece fundamental, y es que la memoria humana es muy falaz y engañadora. Todos sabemos que cuando nos acordamos de una cosa, aparece distorsionada. Lo que recordamos no es lo que sucedió, sino una adaptación de lo sucedido que hace nuestra propia mente. Eso conduce a que tengamos una imaginación tremenda y fértil, porque cada recuerdo distorsionado viene a ser una idea nueva, y también el reflejo de un pasado distinto de lo que realmente sucedió».

Fernández-Armesto investiga las culturas diferenciadas en las comunidades humanas y no humanas, y en este punto, la capacidad imaginativa de nuestra especie le parece un rasgo decisivo. «La imaginación ‒aclara‒ es una manera de ver lo que no está ahí. La memoria también es una forma de ver lo que no está ahí. El otro ingrediente característico de la imaginación humana es la anticipación, porque la anticipación también es una forma de ver lo que no está ahí… lo que no está ahí todavía. Según la teoría que propongo en el libro, nuestra imaginación es el producto de la unión de esas dos facultades: mala memoria y una facultad muy desarrollada de anticipación. De esa unión nace la imaginación humana. ¿Por qué es esa imaginación exclusivamente humana? Porque los demás animales tienen mejores memorias que nosotros. En el libro dedico varias páginas a probar esta aseveración. Por otro lado, la anticipación es una facultad que tiene todo animal cazador necesariamente, porque sin la facultad de imaginar dónde está la presa o dónde están los competidores nuestras especies cazadoras no sobrevivirán».

Esta última afirmación recuerda las investigaciones de Geza Teleki y Jean Claude Fady a propósito de la cooperación instrumental de los chimpancés que cazan pequeños monos en Tanzania, con una incipiente división del trabajo y unas elaboradas pautas a la hora de distribuir los despojos de la presa. En este sentido, es inevitable que, al escuchar a Fernández-Armesto, uno piense en aquel libro extraordinario que fue El chimpancé y los orígenes de la cultura (1978), en el que Jordi Sabater Pi resumía e interpretaba los descubrimientos de Teleki.

«Estaba pensando ‒ironiza el historiador‒ en proponer al entrenador de fútbol Vicente del Bosque que emplee vídeos de chimpancés cazadores para enseñar a los jugadores a anticipar la posición de los adversarios. No en vano, esos chimpancés tienen una capacidad tremenda para anticipar el movimiento de los colobos a los que suelen cazar».

«En todo caso ‒añade‒, lo cierto es que los humanos tenemos esa facultad de una forma muchísimo más desarrollada, porque tanto nosotros como nuestros antepasados homínidos acumulamos tres millones de historia de pasado cazador, mientras que entre los chimpancés y los demás primates la caza es una práctica mínima y de reciente introducción. He ahí las bases de nuestra historia cultural: la memoria falaz y la anticipación».

En esa historia cultural, los matices son muy relevantes, y el que introduce Fernández-Armesto a continuación tiene mucho que ver con otro de sus libros, Historia de la comida. Alimentos, cocina y civilización (2001). «Una de las grandes revoluciones en la historia humana fue el carnivorismo ‒explica‒, que modificó nuestro cuerpo y nos permitió desarrollar un cerebro más complejo. Luego el invento de la cocina a fuego vivo permitió que nuestros antepasados homínidos formaran sociedades alrededor de la hoguera, y eso, en combinación con los ritos alimentarios, tal vez incidió en otro aspecto que nos distingue a los seres humanos de otros primates, y es que formamos comunidades relativamente grandes. En los albores del homo sapiens, y según los mejores datos arqueológicos, probablemente nos movíamos en grupos de hasta 150 personas. Eso nos diferencia, por ejemplo, de los babuinos, que pueden formar grupos de hasta cien individuos. Hay otra gran diferencia cuando se traspasa ese número. Me refiero, una vez más, a la memoria ‒la mala memoria‒ que tenemos. Según la teoría del gran neurocientífico de Harvard Daniel Schacter, ése es un efecto derivado del tamaño de las sociedades que solemos formar. Al ser miembros de sociedades relativamente grandes, nos resultaría insoportable acordarnos de todo. Nuestras memorias tienen que ser falaces para que la vida resulte soportable. Por consiguiente, uno de nuestros rasgos fundamentales, esa mala memoria, indispensable para crear el tipo de cultura que es distintivamente humana, procede en cierto sentido de que también somos animales que practicamos la cocina».

Resulta casi inevitable, en esta búsqueda de la especificidad de lo humano, acabar con otro asunto debidamente detallado en el libro: esa transformación global que inició una serie de cambios acelerados en la continuidad de nuestro pasado.

«Dedico algunas páginas de Un pie en el río ‒dice Fernández-Armesto‒ a otro problema: saber si varias especies extintas de homínidos tenían la misma potencia cultural que hemos demostrado nosotros. Ese gran salto hacia una diversidad enorme de diferencias culturales se produce con el surgimiento de la agricultura. Hasta ese momento, nuestros ancestros vivían en lo que yo considero la primera etapa de la globalización, en el sentido de que la cultura era muy similar en todo el mundo. Todos eran cazadores y recolectores. Todos tenían más o menos la misma religión, dado que adoraban a la diosa de la fertilidad y practicaban el chamanismo. Suponemos que todos tenían lenguajes que provenían de un mismo tronco. Y todos disponían, más o menos, de las mismas herramientas. Así pues, lo que yo llamo la gran divergencia cultural empezó, en cierto sentido, cuando varios individuos y grupos humanos migraron a distintos entornos físicos, pero el gran salto se produjo con la agricultura, que también es otro vínculo con la historia de la alimentación».

«En los albores de nuestra especie, y a lo largo de todo el Paleolítico ‒añade‒, la naturaleza procuraba al ser humano todo lo que necesitaba. Hay pruebas de esa abundancia, que constituye lo que el gran antropólogo Marshall Sahlins denominó la afluencia paleolítica [«original affluent society»]. Podemos comprobarlo en muchos trabajos de los años sesenta y setenta, y creo que la tesis está bastante clara y bien establecida. Por aquel entonces, el ser humano aprovechaba esa abundancia, de suerte que su nivel de alimentación era igual al de gran mayoría de las personas que hoy viven en las sociedades desarrolladas: entre 2.400 y 3.500 calorías al día. Sin embargo, según las estadísticas reunidas por Sahlins, aquella gente sólo dedicaba a la caza y a la recolección dos o tres días a la semana. Eso les bastaba para mantenerse. Les sobraba el tiempo de ocio, y por este motivo, pudieron dedicarse, por ejemplo, a realizar esas fenomenales muestras de arte rupestre que han llegado hasta nosotros. Por la misma razón, surgieron profesiones como la del chamán, cuya presencia es muy relevante, porque es un líder social y un intérprete de los dioses, así que es una de esas innovaciones culturales que resultan fundamentales para entender la historia humana. También se dedicaban a montar fiestas enormes. De hecho, hay yacimientos paleolíticos que revelan cómo se reunían en esos grandes encuentros colectivos. En sus cacerías dejaban cientos de animales muertos, sin aprovecharlos, porque les sobraba la comida. La escasez, esa necesidad de buscar salidas e innovaciones tales como la agricultura, fue un acontecimiento bastante posterior y tardío en la historia humana».

Imagen superior: Felipe Fernández-Armesto © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.

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