Cuando el torero e intelectual Ignacio Sánchez Mejías murió a causa de una cornada el 13 de agosto de 1934, varios de sus amigos de la Generación del 27 ‒Miguel Hernández, Rafael Alberti y Federico García Lorca‒ inmortalizaron poéticamente su figura. Las preguntas que uno puede hacerse ante esa posteridad literaria son básicamente dos: ¿basta esa demostración de simpatía y fervor para justificar la vigencia del toreo con muerte en el siglo XXI? ¿Versos como los de Lorca compensan la faceta bárbara de esta tradición ancestral, que muchos consideran incompatible con la modernidad?
Son dos preguntas incómodas, que a uno le sitúan en medio de un debate que engloba ingredientes culturales, sociológicos, históricos y científicos. Hoy me propongo contestarlas.
No pretendo, desde luego, ubicarme en una dimensión limítrofe entre la taurofilia y el antitaurinismo, sencillamente porque es imposible. Sin embargo, pretendo llamar la atención sobre una tercera vía: una reformulación del espectáculo para que el aspecto ilustrado de la tauromaquia sea compatible con la desaparición de su faceta sangrienta.
Hemos llegado a un punto en el que es forzoso hacer una puntualización cultural sobre la fiesta, reconociendo los méritos y cualidades simbólicas que han propiciado su permanencia, pero también reflexionando sobre su anacronismo moral y sobre los aspectos que en estos tiempos nos causan un justificado rechazo.
Paradójicamente, esta es una meditación que me inspiró, en una conversación privada, el máximo responsable de una conocida plaza española. Acababa yo de entrevistarle, y a los pocos minutos, empezamos a conversar sobre tradiciones tan brutales como la del alanceo del Toro de la Vega. «Son auténticas salvajadas ‒me dijo mi interlocutor‒. Todo lo que no está sometido al reglamento de una plaza de toros acaba convirtiéndose en una bestialidad. Habría que prohibir bastantes de esas fiestas».
¿Un aficionado a los toros criticando un festejo popular con el argumento de que el animal sufre de forma inadmisible? La de mi interlocutor no es, desde luego, una excepción. Hay muchos taurófilos que protestan cuando en la plaza se produce un ensañamiento. En este sentido, no me imagino a figuras como Ortega y Gasset o Fernando Savater ‒por citar a dos simpatizantes de la fiesta‒ disfrutando con otra cosa que no sea la estética de la lidia, el valor del diestro o la teatralidad de la corrida en sí.
Y sin embargo, algo me obliga a contrastar ese interés de figuras cultas y refinadas con mi propia percepción de lo que sucede en el albero: la sangre deslizándose por el pelaje del toro, la puya del picador hundiéndose en su carne, los fallos a la hora de estoquear, los estertores de la bestia apuntillada, el griterío en esas plazas de segunda donde cualquier arte queda proscrito…
No hablemos ya del toro embolado o de otras formas de crueldad gratuita, en las que uno siente que la tradición que las justifica es tan inadmisible como esas peleas de animales que aún se daban a fines del XIX y principios del siglo XX.
En la Plaza de las Ventas, por ejemplo, llegó a celebrarse en 1898 un combate entre un toro bravo y un elefante. Por las mismas fechas, en los festejos convencionales, el caballo del picador salía sin peto y solía morir destripado. Como ven, los ecos del circo romano resuenan a poca distancia histórica de nosotros, por mucho que luego ‒como sucede con ese ceremonial despiadado del Toro de la Vega‒ se disfracen de identidad y de herencias atávicas.
Este pensamiento me lleva a coincidir con la opinión de Jane Goodall. «Por lo que yo sé ‒dice la prestigiosa primatóloga‒, una ganadería tiene vacas y toros, que tienen sentimientos. Sienten tristeza, estrés y miedo. Si yo fuera un toro, estoy completamente segura de que no querría participar en una corrida. No obstante, se podría mantener la fiesta nacional con la misma apariencia, pero sin que implique el sufrimiento y la muerte del toro».
¿Un toreo sin muerte?
José Ortega y Gasset, gran aficionado y nada sospechoso de barbarie, reunió una formidable biblioteca taurina, entre cuyas joyas figura una edición de La Tauromaquia o el Arte de Torear’, de Pepe-Hillo, impresa en 1894. En fechas más recientes, otros intelectuales han justificado la fiesta con la misma dedicación, y no sólo desde el punto de vista artístico. Ninguno de ellos muestra desprecio por el toro. Más bien sucede lo contrario. “El toro es un animal privilegiado, tratado con un inmenso amor desde que nace y hasta su lidia en el ruedo», dice Mario Vargas Llosa, comparando la existencia del ganado de lidia con el destinado a la explotación cárnica.
El taurófilo ilustrado defiende la fiesta recordando que es una celebración reglamentada ‒a diferencia de lo que sucede en festejos como los correbous‒ y contrastando la breve vida de los terneros que van al matadero con esa existencia relativamente larga ‒y en apariencia libre‒ de las reses destinadas a la lidia. Pero la duda de quien no siente la misma pasión persiste: si la clave de todo esto es el grado de bienestar y de dignidad del ganado de lidia, ¿no sería aún más civilizado evitar la muerte del toro y prescindir las banderillas o del picador?
Creo que ya se imaginan la respuesta. El taurófilo responderá que la puya del picador es imprescindible para templar la embestida del toro, de forma que pueda completarse la faena, y que el tercio de banderillas sirve para reanimarle.
¿Corridas sin muerte? Eso ‒dirán‒ es una excentricidad para turistas. El sacrificio final, según los amantes de la lidia, resume la verdad de un rito que procede de la Edad del Bronce.
Sin embargo, la fiesta de toros que hoy conocemos es una creación moderna, cuyas convenciones se fijaron definitivamente en el siglo XIX. Es decir, no se trata de un ritual cuyo prestigio simbólico deba sobreponerse a la moral de nuestro tiempo. Porque, díganme, ¿es moral el sufrimiento de una criatura en un espectáculo? Si su respuesta es afirmativa, tendremos que emplear el mismo criterio a la hora de hablar de las peleas de perros, del lanzamiento de una cabra desde un campanario o del degollamiento de gallos, por citar tres tradiciones que hoy nos parecen muy poco civilizadas.
Tampoco la muerte del toro es imprescindible para demostrar el valor del diestro. La tradición del rodeo ‒que tiene el mismo origen hispánico‒ prescinde de ese aspecto sacrificial. Lo mismo sucede con los recortadores, que demuestran su arrojo sin necesidad de hacer daño al toro, apoyándose únicamente en su habilidad atlética.
En todo caso, los concursos de recortes no son la única actividad taurina en la que el toro no sufre daño alguno. En Francia tenemos el ejemplo de la corrida landesa, cuyo atractivo son también los recortadores. En Portugal, los forcados demuestran su valentía y habilidad sin necesidad de banderillas o estoques. En Argentina, el toreo de la vincha también evita que el animal sufra. Y lo mismo sucede en Costa Rica, cuyas corridas populares ‒los «toros a la tica»‒ se atienen a una ley que muchos quisiéramos promover en España, y que prohíbe el sacrificio de animales en espectáculos públicos o privados.
Está claro que también cabe la posibilidad de que la brutalidad se reproduzca en un encierro o en un concurso de recortes, pero si se regulan con todas las garantías y se imponen los límites razonables, estos festejos sirven para perpetuar la tradición de forma incruenta. Y pese a lo que puedan dictar los prejuicios, entiendo que algo similar podría conseguirse, tras una reforma adecuada, con la lidia en la plaza.
Toros y cultura
Convencido de que, al margen de intereses políticos y económicos, el valor cultural es el principal respaldo de la fiesta, hace unos años me propuse entrevistar a varios aficionados, todos ellos reconocidos en el mundo periodístico y literario.
Lo cierto es que aquellas conversaciones, publicadas en la revista Cuadernos Hispanoamericanos, reforzaron mi rechazo de la fiesta en su dimensión actual ‒con sufrimiento del toro‒, pero me brindaron argumentos para entender por qué tantos artistas y pensadores ha sido seducidos por ella.
Quien me proporcionó la primera clave de este contradictorio rompecabezas fue Matías Prats Cañete (1913-2004), una de las voces más distintivas de la radio española durante los años cuarenta y cincuenta, amigo de toreros y buen conocedor de todo lo que sucede en el ruedo.
«Puede decirse ‒me dijo don Matías‒ que yo nací siendo aficionado. Es una de esas aficiones ancestrales, de aquellas que uno sabe, cuando tiene uso de razón, que ya las traía consigo al venir al mundo y sólo falta experimentarlas. Influyó mucho en mi afición el que fueran aficionados mi padre y mi abuelo, que yo sea andaluz y que viviera en Montoro, una ciudad maravillosa donde hay una afición taurina antiquísima. Además, mi padre era un gran admirador del autor de Sangre y arena, Vicente Blasco Ibáñez, e incluso llegó a conocerlo personalmente. Pero cuando arraigó en mí la afición de forma definitiva fue cuando empezó a usarse el peto, en 1929. Antes no consentía que me llevaran a la plaza por la pena que me daba ver la muerte de los caballos. El toro es un animal único, pero si no hubieran tenido protección los caballos, habría abdicado de toda la admiración que siento por la fiesta. Tuve la desgracia de nacer en un tiempo en que todavía no se había promulgado una ley al respecto, y era tremenda la carnicería que el toro hacía en la fisiología del caballo».
He aquí resumidas tres razones para ir a la plaza: la influencia familiar, la costumbre arraigada en el lugar de nacimiento y cierta moderación en la barbarie del espectáculo. Una moderación que llega a hacerlo tolerable.
A partir de ahí, incluso desde el desacuerdo, no es difícil comprender que la mitología cultural que rodea al toro puede ser muy atrayente. Lo entendí charlando con mi siguiente interlocutor, el ensayista y filólogo Andrés Amorós.
Rodeados por su inmensa biblioteca, Amorós me explicó los inicios de su afición. Su repertorio de anécdotas era tan fascinante que, aun sin compartir la simpatía por los asuntos del toro, me parece imposible no dejarse atrapar por ellas.
«Conservo recuerdos del mundo taurino desde el año 1947, poco antes de morir Manolete ‒me dijo Amorós‒. Ahora hay muchos intelectuales que van a las plazas de toros, pero acuden con la idea preconcebida de escribir, o porque han leído a Federico García Lorca. Soy un aficionado de a pie que he ido a los toros durante muchísimos años sin haber leído a Lorca y sin ánimo de escribir nada. Luego resulta que al final, años después, he acabado escribiendo, pero no con esa idea preconcebida… Yo me considero un aficionado normal y corriente. En todo caso, un buen aficionado, pues llevo muchos años en ello. Viví de cerca aquel “verano sangriento”, inmortalizado por Hemingway en la serie de artículos que escribió para la revista Life. Y lo viví por una razón muy sencilla, y es que mi padre era íntimo amigo de Luis Miguel Dominguín, a quien he conocido en casa desde chico. Gracias a los toros, pude conocer a gente muy especial. Por ejemplo, al propio Ernest Hemingway, que viajaba con Ordóñez, mientras yo iba con mi padre y Luis Miguel. Fue por entonces cuando conocí a Orson Welles, quien me impresionó mucho, pues era un genio extraordinario; y también a la actriz Lauren Bacall… Un día, cuando Luis Miguel estaba viviendo en nuestra casa de Fuenterrabía, llamaron a la puerta. Me avisó mi madre, fui a abrir y, para mi sorpresa, comprobé que se trataba de Deborah Kerr, quien venía a ver a Dominguín… En fin, ya ves lo especial que era aquel mundo que tuve la suerte de disfrutar».
«Hay muchas corridas que están bien, donde cortan orejas y la gente sale contenta ‒añadió Amorós‒, pero no transmiten esa emoción que para mí es un elemento fundamental de la fiesta. No quiero tampoco el circo romano ni ser un bárbaro salvaje, pero el toreo no es un ballet. Es crear belleza pero sobre la base de un astado fiero, complicado, difícil, poderoso… Cuando un espectador de hoy juzga que un toro puede torearlo incluso él, ahí vemos el final de la fiesta».
La difícil cuestión de la identidad nacional
Un gran porcentaje de los aficionados considera que los toros son la esencia del ser nacional. Sucede en España, desde luego, pero me imagino que algo parecido sentirán al otro lado del Atlántico quienes ocupan los tendidos de México, Colombia, Perú, Venezuela y Ecuador.
Este planteamiento es paradójico, dado que eso que llamamos identidad es un fenómeno cambiante, que afortunadamente evoluciona y deja de ser algo igual a sí mismo para acomodarse al signo de los tiempos. Como dice Blas Matamoro, «toros hubo en Persia antes que en Grecia. Eran juegos durante los cuales se debía demostrar habilidad atlética para esquivar al animal. En la Edad Media española sirvió para mostrar destreza ecuestre y evitar al astado montando eso que se llamaba un noble corcel. Matar al toro con espada resulta bastante tardío, acaso del siglo XVIII. Antes, su muerte era cosa de la multitud, quizás similar al apedreo del chivo expiatorio o una reminiscencia pagana referente a ritos de fecundidad: la sangre taurina propiciaba la paternidad. En fin, quedan efectos peores». Y añade: «los toros nos sacan de la historia y nos remiten al encierro del mito. Difícil será discutir desde semejantes convicciones. Los que no gusten de corridas y sanfermines, embolados y banderillas, quedarán fuera del nosotros, en la tiniebla exterior de los extranjeros. Con ello volveremos a reconocer a los nuestros, algo que en la historia de España resulta recurrente».
Pregunté a propósito de esta espinosa cuestión ‒la identidad‒ a Jesús María García Añoveros, investigador del Centro de Estudios Históricos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (Departamento de Historia de América).
«Las costumbres arraigadas en los pueblos ‒fue su respuesta‒ no desaparecen a no ser que las propias sociedades así lo deseen. Ni las leyes ni la autoridad pueden con esas tradiciones. Si la fiesta de toros se analiza en profundidad, proporciona muchas claves para entender la historia de España. Y destaca, en este sentido, la conexión existente entre los toros y el fenómeno religioso. El sentido pagano que tuvieron los festejos taurinos en la antigua Grecia se transforma en el mundo cristiano, de forma que pierde la fiesta el sesgo idólatra, y como sabes, empieza a celebrarse en honor de los santos. De este modo, si la caza de toros en el circo romano estaba consagrada a Diana, en los pueblos cristianos pasó a honrar a la Virgen María, con quien, evidentemente, la diosa nada tiene que ver. Todavía en la actualidad conserva la fiesta este sentido cristiano, pues las celebraciones patronales de muchos pueblos incluyen espectáculos taurinos».
«Es curioso ‒añadió‒ que los autores latinos traduzcan el correr toros por agitatio taurorum. Fíjate en el hecho de que agitatio es agitar, provocar. Y agitatores es como se llaman los que torean. En Grecia y Roma los agitatores eran quienes, en los grandes espectáculos, hacían frente a las fieras. Desde entonces, a la bestia hay que provocarla para que adquiera fiereza y se enfrente al hombre. De ese modo, con el riesgo aparece el desafío. Por supuesto, ante semejante práctica, ciertos autores recalcan la peligrosidad para el hombre, pero también surge una línea de respeto al animal que proviene de la Grecia antigua. Toda la escuela de Pitágoras incide en el respeto a los animales. Se dice que Julio César fue quien introdujo en Roma la pelea con bestias. Los tesalios, excelentes jinetes, tenían la costumbre de lidiar a caballo, así que fueron llevados a Roma para exhibir su talento. Galopaban tras el toro salvaje, al cual cansaban para luego acabar con su vida. Posteriormente los gladiadores también participaron en este tipo de lances».
Las raíces filosóficas y religiosas del antitaurinismo
¿Podemos rastrear en las fuentes antiguas el rechazo que una parte de los españoles sentimos ante la faceta sangrienta de esta actividad? García Añoveros me convenció de que este debate se hunde en la noche de los tiempos.
«Son numerosas las citas latinas alrededor del toro ‒me dijo‒. En su famosa Historia natural, Plinio el Viejo ya escribe sobre los toros y el modo de cazarlos. El poeta Prudencio habla de estos espectáculos y también lo hace Suetonio, quien explica el juego de los jinetes y los toros al narrar la vida de Claudio en Los doce césares. Otro autor que menciona el tema es Séneca, quien vivió muy de cerca los problemas originados por este tipo de distracciones del pueblo romano, que Séneca critica. A este respecto, he recogido algunas citas donde él trata cómo tiene que mostrarse el hombre ante los juegos. De la controversia también se hace eco un código legal, el Corpus Iuris Civilis. Fue elaborado en el siglo VI bajo el mandato de Justiniano, e incluye la prohibición de que los gladiadores luchen con bestias. Siglos después también se cuestionará la licitud de esos festejos en el Corpus Iuris Canonici, sistematizado entre los siglos XIII y XIV. Cuando se implante el cristianismo, procurará desterrar semejantes prácticas por su sabor a idolatría, dado que los espectáculos taurinos estaban siempre ofrecidos a un dios. En consonancia con ese razonamiento, los Padres de la Iglesia condenan la venatio taurorum, la cacería de toros en los circos. Hay varios casos de literatura patrística donde se recalca el peligro que supone para el hombre. Por ejemplo, San Juan Crisóstomo narra en su argumentación cómo el público enloquece y, enardecido por aquello que ve, acaba peleándose. El primer documento papal al respecto fue promulgado por Pío V en 1567. El Papa censuraba con dureza el espectáculo taurino por considerarlo bárbaro, bestial e inadmisible, y condenaba a la pena de excomunión a quienes lo permitiesen u organizasen. Ese documento tuvo un gran impacto que ahora estoy investigando, pues unos autores lo aceptan, pero hay otros que lo discuten. Cuando en 1575 Gregorio XIII modera esa censura papal, la polémica no desaparece, pues el papa Sixto V promulga en 1586 un nuevo documento dirigido precisamente a la Universidad de Salamanca, porque allí no hacían caso de las bulas papales relativas a los festejos taurinos, ignorando además la prohibición de que el clero asistiese a ellos».
Un enfoque literario de la fiesta
Evidentemente, y a pesar de las censuras y prohibiciones eclesiásticas, el correr toros y la fiesta de toros estuvieron muy arraigados en la España del pasado, y ello explica que nuestro idioma esté lleno de palabras y modismos relacionados con la fiesta. Esa peculiaridad, entre otras cosas, hace que los escritores aficionados a los toros justifiquen su pasión desde una perspectiva literaria.
Escritor y Miembro de la Real Academia Española, Claudio Rodríguez (1934-1999) fue un magnífico poeta español, autor de títulos esenciales como Don de la ebriedad (1953). Muy poco antes de su muerte, fui a charlar con él en su casa de Madrid, y me habló precisamente de esa presencia de los toros en nuestro idioma y en nuestras letras.
«El vocabulario de los toros es un tema que me interesa de forma especial ‒me dijo‒. El léxico taurino resulta inmenso, muy variado, complejo y rico. Además es muy fijo, porque las acepciones no pueden modificarse. De hecho, hay muchos términos que son invenciones de los propios toreros. En el diccionario de la Real Academia Española faltan muchas entradas de léxico taurino y, de vez en cuando, yo propongo cierta terminología de este tipo para su posible aceptación… La verdad es que entre los escritores de mi entorno hay numerosos aficionados. Con Francisco Brines, por ejemplo, hablo mucho de toros y casi nunca nos ponemos de acuerdo, pero por detalles que no tienen importancia ninguna. Otro gran aficionado es Sánchez Dragó. Y Javier Villán, por quien siento un aprecio especial».
Cuando le pregunté a don Claudio qué era lo que le fascinaba de la tauromaquia, su respuesta me condujo al territorio de la magia, más allá de los márgenes de la razón.
«Yo creo ‒me dijo‒que podemos atribuir al toreo un misterio inexplicable, semejante a aquello que Lorca llamaba duende. Como la poesía, la lidia es inefable y supera toda lógica. Por eso cabe hablar de una mitología taurina y también de una práctica ritual y mágica. Ese duende queda en evidencia alguna vez… pero no siempre. De lo contrario, el toreo se convertiría en un oficio más. Sólo en ciertas ocasiones es cuando sopla ese misterio y, como la inspiración poética, te invade, te inunda y te conduce a otro mundo. Por esa razón, para apreciar el toreo hace falta una sensibilidad particular. Si el espectador carece de ella, verá el espectáculo como los turistas, como una cosa pintoresca… o trágica. Por supuesto, esa dimensión de tragedia también está involucrada en el toreo, pero éste tiene otras facetas. Por ejemplo, como rito religioso. Más que disparatado, el toreo resulta un arte extraño y tiene, como todo gran arte, algo de aquello que Baudelaire llamaba bizarre. Algo inesperado, sorprendente. Porque si fuese mecánico, no sería toreo, y ésa es la razón por la cual los pases no tienen ahora ningún interés, pues todo resulta igualmente rutinario, como si el diestro estuviese cumpliendo con un deber. Además, la lidia atraviesa todas las emociones humanas: la exaltación, la alegría, el asombro, el rechazo, la repugnancia… Es el arte más efímero; se ve o no se ve».
¿Será verdad que la tauromaquia es, en realidad, una práctica que sólo pueden apreciar los llamados a entenderla? Más allá de su violencia evidente con el animal, ¿tendrá esta peculiaridad algo que ver con ese choque intelectual que se produce entre quienes la aprecian y quienes desean su reforma o su desaparición?
Se lo comenté a uno de los autores que más han fomentado la visión esotérica del toreo, Fernando Sánchez Dragó. Después de indicarme la copiosa simbología del ruedo, el toro y el torero, el escritor insistió en una cualidad que para mí resulta desconcertante: lo que justifica la existencia actual de la fiesta viene a ser esa magia arcaica del que ya me había hablado Claudio Rodríguez.
«En cierto sentido ‒me dijo Sánchez Dragó‒, se trata del mayor anacronismo de la historia del mundo. En este momento se mantienen numerosas festividades arqueológicas. Por ejemplo, el Palio de Siena. Pero son fiestas donde la gente se disfraza. Algo muy distinto sucede con los toros, que son letra viva de la sociedad. Uno de los elementos que han contribuido al mantenimiento de la lidia, a contrapelo de los tiempos, es su lenguaje críptico, al cual sólo tienen acceso los iniciados. Cuando es creado un lenguaje semejante, esa actividad tiende a sobrevivir, como han sobrevivido determinadas sectas iniciáticas, pues la expresión críptica, como una muralla infranqueable, defiende su espacio de los ataques de la profanidad. Probablemente la faceta simbólica de la tauromaquia no se conserva en la actualidad con la misma fuerza, pero esto es una corriente subterránea. Siempre he sostenido que el aficionado a los toros no sabe por qué acude a los festejos. Hay algo subconsciente que lo arrastra. Ni siquiera en época de menos corruptelas y alharacas ha tenido la mayor parte de taurófilos conciencia de que cuando acude a los toros, no está viendo un espectáculo deportivo, cultural o artístico, aunque haya en la fiesta una parte de deporte, una parte de cultura y una parte de arte… En realidad, está viendo fundamentalmente una misa mayor, la misa mayor de nuestros orígenes, la misa mayor de los pueblos iberos… Esto la gente lo lleva dentro por genes, por karma, por el inconsciente colectivo, pero sólo una minoría de aficionados que ve los toros de forma lúcida es consciente de esa realidad. Desde ese punto de vista, qué duda cabe de que toda esta aureola profana, laica, que en estos momentos rodea la fiesta, menoscaba un tanto esa vivencia interior, pero yo creo que, en lo fundamental, el aficionado acude arrastrado por una fuerza incontenible… No sabe lo que está haciendo pero lo hace, y algo queda en él».
«El confinamiento del toro dentro de las plazas ‒continuó‒ es algo que arranca de los Borbones y la Ilustración. En realidad, toda esa polémica entre castizos e ilustrados detectable en el siglo XVIII es relativa, pues los castizos eran ilustrados y los ilustrados eran castizos. De hecho, a los afrancesados les gustaba mucho la fiesta de los toros, pero eso sí, pretendían europeizarla, someterla a razón… No querían que fuese una especie de happening, una gran fiesta anarquista celebrada en las calles. Decidieron recluirla dentro de las plazas y fue, poco a poco, creándose el reglamento taurino. En otras palabras, se militarizó la fiesta, se organizó incluso a toque de corneta, a toque de clarín, porque a los sectores respetables de la sociedad les daba miedo esa bomba de relojería permanentemente enarbolada que era la fiesta de los toros en la calle. La encerraron, y lo que hoy llamamos fiesta es, en definitiva, esto y nada más que esto. Una fiesta militarizada, recluida, aprisionada. Sólo sobrevive el antiguo y profundo espíritu de la celebración del toro en los encierros, donde la gente pierde la compostura, se enciende y participa del desenfreno».
Es curioso que los encierros y los concursos de recortes ‒muy del gusto de Sánchez Dragó‒ sean los festejos menos censurables desde el punto de vista de quienes nos preocupamos por el sufrimiento del toro.
En este sentido, casi puedo decir que en esas tradiciones podríamos hallar un punto de consenso entre los taurinos que detestan salvajadas como el Toro de la Vega y quienes veríamos con enorme satisfacción una evolución de la tauromaquia que eliminase sus aspectos crueles y sangrientos.
Desde luego, hablo de crueldad en la plaza, incluso cuando se cumple a rajatabla el reglamento, y destaco este detalle porque en el debate entre partidarios y detractores también se ha colado la medición científica del dolor que sufre el toro. En este aspecto particular, la Asociación de Veterinarios Abolicionistas de la Tauromaquia (AVATMA) ha discutido estudios como el del profesor Juan Carlos Illera del Portal, quien sostiene que una respuesta neuroendocrina le permite al toro bloquear el dolor causado por la puya y las banderillas.
Entrevistado por Adeline Marcos para la Agencia SINC, el veterinario José Enrique Zaldívar, presidente de AVATMA, rebate otro argumento que suele emplearse a la hora de respaldar la tauromaquia: el hecho de que la ganadería brava permite la conservación del ecosistema de la dehesa. “Las dehesas existían antes que este animal ‒dice Zaldívar‒. Si desaparece el toro, las dehesas van a permanecer, ya que son utilizadas por los mismos ganaderos de lidia, para la crianza del cerdo ibérico, explotación de ganado ovino, de otras razas de vacuno, e incluso como cotos de caza”.
El toro, señala Zaldívar, “sufre una enorme agonía durante la lidia. Las puyas lesionan más de treinta músculos, tendones, ligamentos, nervios, estructuras óseas, venas y arterias, y abren trayectos cuya profundidad media es de 20 centímetros. Un puyazo abre de media siete trayectos diferentes. En ocasiones traspasan la pleura, con lo que se va a provocar un neumotórax. Provocan una profusa hemorragia que no cesa hasta la muerte del animal. Como consecuencia de las puyas, el toro puede perder entre un 8 y un 18% de su volumen sanguíneo. En sólo el 20% de las ocasiones la espada va a seccionar los grandes vasos del tórax, lo que haría la agonía más corta. El 93% de los toros lidiados presenta acidosis metabólica, compatible con el sufrimiento, y la incapacidad del organismo para regular sus constantes vitales”.
Teniendo estos datos biológicos en cuenta, ¿será posible un debate civilizado entre los pensadores antitaurinos y los defensores ilustrados de la fiesta? ¿O ese debate, que debiera involucrar a filósofos como Fernando Savater, acabará sustituido por la intransigencia de una parte de los taurinos y por el extremismo de ciertos animalistas?
Como ya he repetido en párrafos anteriores, ¿Alguna vez se tendrá en cuenta la posibilidad de una fiesta taurina que prescinda en su tradición de la sangre y del sacrificio, sin por ello renunciar a otros valores estéticos o culturales?
¿Cuándo afrontaremos que, más allá de la propia lidia, hay muchos otros festejos populares que repugnan a la razón y a la sensibilidad?
La necesaria reforma de la tauromaquia
Buen amigo de Claudio Rodríguez, el poeta Francisco Brines accedió a reunirse conmigo en el Café Gijón. Premio Nacional de las Letras Españolas, profesor en Oxford y en Cambridge, y miembro de la Real Academia Española, Brines posee una inteligencia y una sensibilidad admirables. También es un gran aficionado a los toros, y por eso mismo, su perspectiva de la fiesta puede ayudarnos a comprender qué la convierte en fascinante para un intelectual como él.
Nuestra charla fue larga, pero una de las confidencias más esclarecedoras llegó cuando le pregunté si el toreo le había inspirado algún poema.
«Es verdad ‒me dijo‒ que tuve deseos de escribir unos versos después de ver una gran faena, por ejemplo en el caso de Ordóñez. Pero nunca lo he hecho. Sólo tengo un poema de cierta inspiración taurina, Relato superviviente, incluido en mi libro Palabras a la oscuridad. Está escrito cuando salgo asqueado de la plaza, durante la Feria de julio en Valencia, después de haber visto una corrida de Manuel Benítez «el Cordobés». Para entender mis emociones de aquel momento, hay que tener presente que el aficionado a los toros, cuando está rodeado de público ignorante, sufre mucho, porque muchas veces se premia lo que es malo y no se aprecia lo que es bueno. Como hay tal entusiasmo general de la multitud, se siente tristeza, rechazo y soledad, porque la emoción estética es siempre desinteresada y queremos que los demás la compartan. Y aquel día me entristeció el gusto tan depravado y la tergiversación de valores que yo advertí en la plaza. Esa es la razón por la que, cuando regresé a casa, escribí los tres versos con los cuales comienza ese Relato superviviente: ‘Después del espectáculo brillante, del entusiasmo / de la apretada multitud, poseído de una creciente repugnancia’. Tras ver aquellos «faenones» del Cordobés me retiré de la afición y pasé unos años sin acudir a las plazas. Por fortuna, ya se había dejado los ruedos este matador cuando, gracias a un amigo, volví a los toros».
Brines me había hablado hasta ese momento de otros poetas taurófilos, como Gerardo Diego, José Manuel Caballero Bonald, Alfonso Canales, Ángel González o Juan Luis Panero. Sin embargo, cuando salió a relucir el escritor Fernando Quiñones, mi interlocutor describió a la perfección ese territorio moral en el que yo mismo me sitúo.
«El caso de Fernando Quiñones fue peculiar ‒dijo Brines‒, pues era un gran aficionado, pero dejó de serlo. Me contó el motivo: estaba viendo una corrida televisada y su hijo pequeño comenzó a llorar, de modo que ese llanto le hizo tomar conciencia de la violencia del espectáculo. Esta anécdota demuestra la bondad de Quiñones, pero debo añadirte que a mí no me ocurriría algo así. Yo trataría de explicarle a ese niño la razón de ser del toreo, porque los aficionados no somos gente sádica; lo que de verdad nos irrita es que el toro sea maltratado sin motivo por el picador o que el torero, cuando no lo mata a la primera estocada, lo atormente como si fuera un acerico».
El tormento innecesario… Le hablé de esto último al poeta, editor y periodista cultural Luis Suñén. Pero antes, la primera objeción que le planteé es que toda esa dimensión pictórica o literaria, tan del agrado de los intelectuales, también suele estar ausente de la vida de aficionado medio. «Si acudimos a una plaza ‒me comentó Suñén‒, resulta difícil pensar que algunos vociferantes que allí se encuentran hayan leído una obra como Juan Belmonte, matador de toros, de Manuel Chaves Nogales, o algún libro que defina en qué consiste cargar la suerte. Pero resulta que los títulos acerca de la materia siguen vendiéndose e incluso hay reediciones».
«Los toros ‒continuó‒ tienen mucho de geometría y de matemática, y así lo demuestran obras como Abriendo el compás, de Felipe Garrigues, donde se explica lo fundamental de abrir el compás a la hora de darle un pase al toro con el capote o la muleta. Bergamín analiza bien este tipo de cosas que tienen que ver con una técnica codificada, al mismo tiempo sometida al instante, al error, al azar. Desde la de Pepe-Hillo, las primeras tauromaquias empiezan a regular la actuación del torero frente al toro. Es la introducción de esas pautas lo que permite resolver las suertes del toreo, a partir de las cuales, a lo largo de la historia, irá implantándose el estilo. Juan Belmonte logra que ese concepto de estilo penetre en la fiesta de forma decisiva. Y dado que la estética que rodea a la llamada fiesta nacional es a veces abominable, un aficionado como yo acaba quedándose con esas cuestiones que tienen que ver con la geometría y el estilo, con ese dúo casi balletístico que forman la res y el torero. Y es que se da una contradicción entre la profundidad cultural de la fiesta y su aparente barbarie. Hay muchas prácticas relacionadas con el toro que parecen bárbaras, y de hecho lo son. Ese es justamente el problema de la simpatía por este mundo, origen de esa contradicción, muy difícil de resolver».
«Cada año ‒siguió diciéndome Suñén‒, cuando empieza en Madrid la Feria de San Isidro, el diario El País publica un brillante y lúcido artículo de Manuel Vicent contra la fiesta de los toros. Por sistema, el citado artículo no es contestado. Sencillamente, nadie es capaz de responder a lo que está diciendo Vicent porque, en el fondo, es cierto. Es verdad que las corridas de rejones son una auténtica salvajada. Es verdad que resulta algo tremendo ver a un estoqueador entrando a matar doce veces. Resulta todo ello muy poco considerado con los animales, a los cuales hemos de respetar, y desde luego, parece antiestético y quizá poco humano, así que, a la hora de defender la validez de la fiesta, nadie pone la misma pasión que sus detractores. Algunos autores contradicen los argumentos de Vicent, pero lo intentan con útiles que no sirven para razonar. Yo no puedo sostener que los toros me parecen maravillosos sólo porque Ortega y Gasset, Alberti, Bergamín y Brines han escrito sobre ellos. No, eso no me parece que sea una razón suficiente».
«Desde el punto de vista de lo que puede ser el pensamiento actual ‒concluyó‒, el toreo es difícilmente defendible, dado que se trata de una lucha con frecuencia desigual entre un hombre y un toro, en la cual muchas veces las cartas están marcadas. Corren los más bajos instintos de un público que además ha pagado una tremenda cantidad de dinero. Lo único que me parece emocionante de todo eso es la realidad estética de un ser humano y un animal componiendo una figura plástica maravillosa. En mi opinión, el hombre o la mujer que están haciendo eso que llamamos torear se trascienden de una manera especial y transmiten a los aficionados una emoción que, es evidente, Vicent y los antitaurinos no comparten».
La figura plástica de un ser humano y un animal en el ruedo… He aquí una emoción que cualquier espectador podría compartir si no fuera porque va acompañada por un sufrimiento que, como destaca Suñén, ya no es defendible en modo alguno.
De la misma forma que en Japón una práctica tradicional como el kendo ha sustituido a los duelos de los antiguos samurais, y del mismo modo en que la doma clásica de los caballos resume el viejo entrenamiento de estos animales para la guerra, un toreo sin sufrimiento del toro podría perpetuar muchas de las esencias culturales de la fiesta sin que el rito quede ensombrecido por la barbarie.
Sólo volviendo la espalda a la crueldad podrá la tauromaquia recuperar el respeto e incluso la admiración de quienes comprendemos su simbología, pero rechazamos las atrocidades que se cometen a su sombra.
Imagen superior: Wilfredor, CC.
Copyright © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.