Desde 1953, año en que inició su actividad la Asociación Bilbaína de los Amigos de la Opera (ABAO), Jules Massenet ha estado presente en sus temporadas únicamente con dos obras: Manon y Werther.
Ninguna otra partitura más del compositor francés se ha representado en su escenario, pese a las presencias que en otros teatros están recuperando títulos como Thaïs, Cendrillon, Chérubin o Le Cid. Otra de sus obras, La Navarraise, se evidencia ideal para ser allí programada ya que su acción transcurre, justamente, en los alrededores de Bilbao durante una guerra carlista. Como es una ópera corta, no sería desacertado programarla con otra de esas características, por ejemplo La vida breve de Falla y bajo la convocatoria “España de norte a sur”.
Manon, que con las presentes funciones de esta edición número 66 alcanza las veintiuna, ha tenido a largo de estos años parejas amorosas de auténtico lujo, orgullo legítimo para cualquier empresa privada o pública que se dedique a esta noble actividad de programar ópera. Desde las primeras representaciones con Rosanna Carteri y Giuseppe Campora (en 1955) siguieron Renata Scotto y Ferruccio Tagliavini (1960), Lydia Marimpietri y Alfredo Kraus (1965 y 1967), Mirella Freni y Luciano Pavarotti (1970), Montserrat Caballé y Jaime Aragall (1975), Valerie Masterson y Alain Vanzo (1983), Raina Kabaivanska y Alfredo Kraus (1991), Mary Mills y Roberto Aronica (1999) y Ainhoa Arteta y Raymond Very o Marcello Giordani (2005). La lista habla por sí sola se defiende sin necesitar calificativos.
El 20 de enero de 2018 tuvo lugar en el Palacio Euskalduna la primera de las cuatro funciones previstas de la obra massenetiana, con un equipo encabezado por Irina Lungu y Michael Fabiano en lugar del inicialmente programado Celso Albelo, que renunció al encargo por “motivos personales”.
Lungu, bella y estilizada, debutaba la parte de Manon con su voz un tanto mate en la zona centro-grave pero que, a medida que asciende hacia el agudo, va adquiriendo mayor brillo y presencia. Ofreció un personaje un tanto desdibujado en el acto primero, cantando con mejor proyección e intensidad en el segundo (sensiblemente notable su Adieu, notre petite table), deslumbrando en la gavota del tercero y cumpliendo con toda dignidad en el resto. En conjunto, dio a suponer que rodajes posteriores de la obra le permitirán profundizar más su concepto; disposición y cualidades para ello tiene.
Notable hazaña la de Fabiano que venía desde Londres de cumplimentar sus varios Duques de Mantua en la Royal Opera. De hecho, el martes 16 de enero de 2018 se pudo disfrutar a través de las pantallas cinematográficas dicha interpretación verdiana.
Fabiano hizo un muy destacado des Grieux, tras un frío primer acto igual que la soprano. Expresó la intimidada apropiada en el relato llamado “sueño”, puso la pasión asociada a su intervención del cuadro de Saint-Sulpice (aria y dúo) y solventó sin fisuras su intervención en el resto de la obra. Queda la sospecha de que, con mayores ensayos y con otra menos precipitada participación, los resultados hubieran sido superiores, dada la categoría del tenor norteamericano. Fue, además, la voz que mejor “corrió” por el espacioso recinto del Euskalduna.
Manel Esteve Madrid, como la soprano un tanto apagado por la sonoridad del foso, aportó muy buena voluntad describiendo un Lescaut fácilmente reconocible como entidad dramática; canoramente, varió de un acto a otro: mejor en el cuadro del Cours de la Reine que en el de Amiens que le “pilló” con la voz su liviana sin calentar del todo.
Roberto Tagliavini se empeñó en demostrar que tiene una hermosa y dotada voz de bajo noble o “cantante”, por si ya no se supiera. Perdió la oportunidad de ofrecer una lectura más elegante y concentrada en su único momento de demostrarlo: el aria Epouse quelque brave fille.
Morfontaine encontró en el tenor zaragozano Francisco Vas un buen reflejo casi más en lo escénico que en lo musical o canoro y Fernando Latorre fue un correcto Brétigny. Las tres comicastras, Ana Nebot, Itziar de Unda y María José Suárez, comenzaron a compenetrarse mejor una vez acabado el acto primero, siempre muy eficaces en el plan actoral. Sonora, quizás un tanto forzada, la voz de Cristian Díaz, el posadero que solo sale en el acto I.
Alain Guingal es especialista en el repertorio galo en general y en Manon en particular. Su lectura fue totalmente ortodoxa en tempi, desarrollo y narración al frente de una orquesta (la Sinfónica Verum) que supo dotar de flexibilidad y matices. Únicamente reprochable fue que estuviera más pendiente del foso que del escenario.
A destacar la buena labor del coro, desde ya hace sus años preparado por Boris Dujin.
El montaje venía de la Ópera de Montecarlo (también se ofreció en Lausanne, dirigida por López Cobos), lugar massenetiano bien privilegiado por el compositor, ya que en él vieron la luz muchas de sus últimas partituras gracias a la presencia allí como responsable artístico del pintoresco Raoul Gunsbourg: Thérèse, Don Quichotte, Roma, Amadis, Cléopatre.
Arnaud Bernard, el regista, contó bien la obra, a partir de los dolorosos recuerdos de lo sucedido por parte de des Grieux. Utilizó la escasa escenografía de Alessandro Camera con paneles movibles desde ambos lados de la escena que, a veces de manera un tanto agobiante, le permitieron limitar o concretar espacios para potenciarlos dramáticamente. Todo ello adobado por el oportuno vestuario de Carla Ricotti y con la adecuada iluminación de otro colaborador suyo habitual Patrick Meus (¿no será Méeüs?). En general, una producción disfrutable por su falta de agresividad o extravagancia que, sin llegar a genialidades u originalidades (salvo el punto de partida señalado), permitió disfrutar de la obra sin el más mínimo contratiempo.
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