Al leer En busca del tiempo perdido, comprobamos cuánto apasionaba a Marcel Proust el pintor holandés Johannes Vermeer (1632?-1675). En 1921, ya enfermo, el escritor visitó una exposición de pintura holandesa en la Galería Nacional del Juego de Palma ‒el parisino Jeu de Paume‒ del brazo del novelista e historiador del arte Jean-Louis Vaudoyer. Aquella exhibición fue muy elogiada por este amigo de Proust, en un artículo titulado “El misterioso Vermeer” (L’Opinion, 1921).
Este juego de miradas entre Proust y Vaudoyer a través de Vermeer sería analizado, tiempo después, por Helene Adhémar («La Vision de Vermeer par Proust à travers Vaudoyer», Gazette des Beaux-Arts, p. 291-302, París, noviembre de 1966).
En realidad, la fascinación de Proust por Vermeer tiene una fecha previa: 1902. Fue ese año cuando admiró por vez primera la Vista de Delft (1660-1661) en La Haya. Aquella fue toda una revelación para él, y de ahí en adelante, consideró este cuadro «la pintura más bella del mundo» ‒así se lo dice en una carta a Vaudoyer, en mayo de 1921‒. En lo sucesivo, las alusiones proustianas a Vermeer serán constantes.
Así, en Por el camino de Swann (1913), primer volumen de En busca del tiempo perdido, el personaje principal, Swann, prepara un inacabado estudio sobre el pintor, y la obra en cuestión figura como el colmo de la perfección estética.
Vermeer reaparecerá cuando describa la muerte del escritor Bergotte («un petit pan de mur jaune»), que quizá sea el episodio más significativo y más citado a la hora de comentar la presencia del holandés en la obra proustiana.
También figura el pintor en pasajes como este que tomo de La prisionera, quinto volumen de la serie: «Tú me dijiste que habías visto ciertos cuadros de Vermeer; te darías cuenta de que son fragmentos de un mismo mundo, de que es siempre, cualquiera que sea el genio que lo recree, la misma mesa, el mismo tapiz, la misma mujer, la misma nueva y única belleza, enigma en esta época en la que nada se le parece ni le explica, si no tratamos de emparentarlo por los temas, pero separando la impresión especial que produce el color» (La prisionera, Alianza Editorial, p. 422).
Lo mismo se puede decir de los artículos de Proust, como aquel en el que habla de un «minúsculo y divino Vermeer» (Essais et articles, Gallimard, 1994, p. 335).
Por vía literaria, es evidente que Marcel Proust le dio un gran impulso a la fama de Vermeer. En el mundo académico, quien redescubrió al pintor fue el crítico Théophile Thoré-Bürger. El interés de Thoré-Bürger por Vermeer comenzó en 1842, tras encontrarse con ese mismo cuadro que hipnotizó a Proust, la Vista de Delft, en la Galería Real de Pinturas Mauritshuis de La Haya.
Por aquel entonces, y aunque hoy nos cueste entenderlo, el nombre de Vermeer era totalmente desconocido. Años después, en 1866, Thoré-Bürger, relataría ese redescubrimiento personal en tres artículos que aparecieron en la Gazette des beaux-arts. Sin duda, su labor fue esencial para reivindicar al pintor, y de hecho, él mismo se encargó de localizar y autentificar otras pinturas suyas que hoy consideramos obras maestras.
Imagen superior: «Vista de Delft», Johannes Vermeer (h. 1660, Mauritshuis, La Haya).
Vermeer es un maestro en el tratamiento de la luz. Logra, mediante una puesta en escena indirecta, mostrar la realidad de los interiores holandeses de su época.
En sus cuadros, la vida de los burgueses de la República Neerlandesa, creada en 1588, es retratada en toda suerte de actividades. Se trataba de una sociedad rica, accionista de aquella prominente Compañía Holandesa de las Indias Orientales que, con la captura en 1667 de Macasar, en las Célebes, se hizo con el control del más grande mercado de especias del mundo.
Imagen superior: «La encajera», (Johannes Vermeer, 1669, Museo del Louvre).
Sin duda, uno de los cuadros más celebrados de Vermeer es La encajera. La obra retrata a una mujer concentrada en la confección de un encaje. Por sus ropas, se adivina que es de una posición acomodada.
Se trata de todo un alarde compositivo. Aquí Vermeer utiliza la técnica (fotográfica) de la profundidad de campo para hacer más verosímil la imagen, y además, de esa forma, acentúa la mirada en las zonas que más le interesan al artista: las manos y los instrumentos de confección.
Imagen superior: «La callejuela», Johannes Vermeer (h. 1657, Rijksmuseum, Amsterdam).
Vermeer ha ejercido una notable influencia en el ámbito artístico en general. También en la fotografía.
Hay un cuadro, La callejuela (Het Straatje), con figuras en diferentes planos y con una técnica moderna, que fue conscientemente copiado por uno de los grandes fotógrafos norteamericanos: Jack Delano (1914-1997). En la necrológica que el New York Times dedicó a Delano el 15 de agosto de 1997 se menciona una fotografía hecha en 1941 en Greene County (Georgia) al estilo de Vermeer. Dicha fotografía recoge varias personas en diferentes planos, a la manera del artista holandés.
Imagen superior: Greene County, Georgia, junio de 1941, de Jack Delano. Jack Delano fue uno de los fotógrafos contratados por la Farm Security Administration (FSA) en los años treinta. Era de origen ruso-ucraniano ‒nació en Kiev‒ y se instaló en Puerto Rico a partir de 1946. Compuso piezas para ballet, obras orquestales, música de cámara y un repertorio coral que le llevó a colaborar con el poeta e historiador Tomás Blanco.
Asimismo, escribió junto a su esposa libros infantiles y en 1957 participó en la fundación de la primera televisión educativa de Puerto Rico: el canal público WIPR. Incluso dirigió una película, Los peloteros (1951), sobre unos niños pobres que aman el béisbol en una comunidad rural.
Delano tenía un gusto especial por las fotografías que cuentan cosas. Sus imágenes dejan traslucir trastiendas que se intuyen, y que obligan al espectador a imaginar el universo que las rodea.
Vermeer y Delano utilizan una técnica difícil. Imaginan un conjunto y muestran solamente un fragmento. De esa forma, consiguen una profundidad narrativa mucho mayor, y provocan las dos sensaciones más potentes que puede proporcionar la visión del arte: la inquietud y la curiosidad.
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