Judy pertenece al subgénero «estrellas decadentes se derrumban en Inglaterra». Así pues, figura en el mismo catálogo que Mi semana con Marilyn (Simon Curtis, 2011), El Gordo y el Flaco (Jon S. Baird, 2018) o Las estrellas de cine no mueren en Liverpool (Paul McGuigan, 2017).
Como si formara parte de una serie, Judy también comparte méritos y deméritos con esas tres películas. A saber: cuenta con una protagonista impecable, los secundarios son fantásticos y la ambientación está muy cuidada. ¿Problemas? Digamos que Rupert Goold, al igual que sus predecesores, sabe dirigir muy bien a los actores, pero nos propone una puesta en escena muy poco imaginativa. En lo que se refiere a realización, estas cuatro cintas son correctas ‒incluso más que correctas‒, pero intercambiables. Y esa ausencia de personalidad impide que hablemos de obras importantes.
Sin embargo, tanto en Judy como en los otros films, la elección del reparto es sensacional, y eso compensa otros posibles defectos, tanto en el guión como en el trabajo de cámara. En todo caso, para el público sensible, un actor en estado de gracia siempre será más interesante que un travelling bien resuelto.
La buena noticia es que el personaje retratado en la película, Judy Garland, parece reencarnarse en Renée Zellweger. Con un esfuerzo que no se nota, la actriz es capaz de trasladarnos la fragilidad mental, el desequilibrio familiar, las adicciones y el inmenso talento de la protagonista.
De todo ello, y de otras cosas menos melancólicas, nos habla esta película ambientada en la última etapa de la actriz: cuesta abajo en Londres, a fines de los sesenta.
Para justificar la ruina en la que se convierte Garland, el film plantea oportunos flashbacks, en los que se la recuerda a los dieciséis años, durante el rodaje de El mago de Oz (1939), y poco después, cuando se convirtió en pareja artística de Mickey Rooney.
Nacida en Minnesota, como Frances Ethel Gumm, en 1935 Judy firmó un contrato con la Metro-Goldwyn-Mayer. El precio que pagó por la fama fue inmenso. Le suministraron drogas de todo tipo para soportar el ritmo de trabajo, dormir y no subir de peso. Fomentaron sus complejos para atraparla emocionalmente en los estudios. Y lo peor, consiguieron que todo ello fuera una losa insoportable, que afloró en sucesivos fracasos sentimentales. Cada nueva ruptura ‒Artie Shaw, David Rose, Vincente Minnelli, Sidney Luft, Glenn Ford…‒ aceleraba la montaña rusa en la que se convirtió su cerebro.
Rupert Goold sitúa a Garland en un momento atroz de su vida. Sidney Luft, su ex marido, había sido su representante y el promotor de una de sus mejores películas, Ha nacido una estrella. Sin embargo, en 1968 lo único que deseaba Luft ‒interpretado por Rufus Sewell‒ era recuperar la custodia de sus hijos, Lorna y Joey.
Tras su fracaso matrimonial con Mark Herron, Judy se enamora de Mickey Deans, a quien da vida Finn Wittrock. Deans es más joven, vive a fondo, sabe conseguir alcohol o estimulantes, y por supuesto, hace reír a la actriz. Pero en una adicta como ella todo eso puede generar desastrosas consecuencias.
De hecho, la familia de Garland siempre ha acusado a Deans por esa deriva final, acelerada por las anfetaminas, el vodka y los barbitúricos. Quién sabe. La culpa de lo que sucedió ‒y por consiguiente, de lo que nos narra la película con ciertas libertades y elegantes elipsis‒ ya no es un asunto que podamos juzgar.
Sin duda, la tragedia de Judy podría contarse de una forma cruda, más fiel a la verdad, insistiendo en sus desequilibrios y en su toxicomanía. Respetuoso con su figura, Goold opta por mostrarnos a una mujer sola frentre al mundo, débil e incomprendida. Y esa compasión se transmite a Renée Zellweger, quien realiza aquí uno de los mejores trabajos de su carrera, sobre todo cuando la vemos cantar sobre el escenario del Talk of the Town, aquel mítico club londinense.
Sinopsis
Invierno de 1968: la leyenda del mundo del espectáculo Judy Garland (Renée Zellweger) llega al vanguardista Londres de los años sesenta para actuar en una abarrotada sesión en la sala The Talk of the Town.
Han pasado treinta años desde que saltara al estrellato con El mago de Oz y, si bien su voz se ha debilitado, su fuerza dramática no ha hecho más que crecer.
Mientras se prepara para su actuación, lidia con los organizadores, encandila a los músicos, y se sumerge en recuerdos entre amigos y fieles admiradores, saca a relucir su ingenio y su afabilidad. Incluso sus ensoñaciones románticas parecen seguir intactas, pues se lanza a cortejar a Mickey Deans (Finn Wittrock), su futuro quinto marido.
Y, sin embargo, Judy se halla en un estado de fragilidad. Agotada tras haber trabajado 45 de sus 47 años; perseguida por los recuerdos de una infancia entregada a Hollywood; sumida en el deseo de retornar a casa con sus hijos. ¿Tendrá las fuerzas necesarias para continuar?.
Contando con algunas de sus canciones más conocidas, incluyendo el clásico atemporal «Over the Rainbow», Judy celebra la voz, la capacidad de amar y el irrepetible estilo de «la mayor artista del mundo del espectáculo».
Tras el estreno de su ópera prima, Una historia real, Rupert Goold se pone a los mandos de este biopic escrito por el guionista Tom Edge, (responsable de series de éxito como Lovesick o The Crown), en el que explora los últimos meses de vida de Judy Garland.
La oscarizada Renée Zellweger (El diario de Bridget Jones, Chicago), es la encargada de dar vida a la mítica actriz, acompañada de Finn Wittrock (La gran apuesta) en la piel de Mickey Deans, el quinto marido de la actriz. Completan el reparto Michael Gambon (Harry Potter, El cuarteto, Kingsman) y Bella Ramsey (Juego de tronos) entre otros.
«Yo soy una de los millones y millones que, a lo largo de generaciones, se enamoraron de ella», comenta Renée Zellweger, en alusión a su personaje en la película Judy. «Es apreciada y reconocida a nivel internacional posiblemente como la mayor artista que nunca ha habido en la industria del entretenimiento».
Y, a pesar de ello, la Judy Garland de 1969 era muy diferente a la niña prodigio de los años treinta y la estrella de Hollywood de los cuarenta y cincuenta. Sus duros avatares vitales la volvieron inestable y, a medida que se agotaban sus ofertas de trabajo, fue sumiéndose en el endeudamiento y terminó perdiendo su hogar.
En un intento desesperado por ganar dinero para poder cuidar de sus hijos, Judy aceptó un lucrativo empleo durante cinco semanas en la sala The Talk of the Town, de Londres, el moderno local de restauración y espectáculos de cabaret de Bernard Delfont.
Londres representaba uno de los últimos recursos que le quedaban a Judy en muchos sentidos, afirma el guionista Tom Edge: «Londres era uno de los últimos sitios que aún conservaba un recuerdo de Judy afectuoso y sin enturbiar. Para Judy se trataba de un cambio de rumbo en su vida y de una oportunidad para sobreponerse a las críticas y demostrarse a sí misma y a los demás que aún tenía lo que hacía falta».
Esta época fue explorada por el dramaturgo Peter Quilter en su exitosa obra, End of the Rainbow, la cual, inspiró al productor de la película, David Livingstone, para sumergirse con mayor profundidad en el personaje que había tras este icono global.
Rupert Goold quedó impresionado por la transformación física de Zellweger: «Una de las cosas que más me gustaron de su interpretación fue el modo en que colocaba los hombros. Judy tenía esa curvatura en la columna que la hacía parecer mucho más anciana y frágil al final de su vida. El primer día pensé: «Vaya, esto sí que es una actriz, es alguien que está haciendo un papel, y no poniéndose un simple traje»».
Para Renée Zellweger, la transformación física de la que fue capaz tuvo que ver igualmente con el trabajo del diseñador de maquillaje y peluquería Jeremy Woodhead, y la diseñadora de vestuario Jany Temime.
Dar con la música apropiada para Judy fue de vital importancia para lograr que la película diera una impresión de autenticidad, y en esta misión no había medias tintas; llevarlo adelante requería preparación, práctica y muchísima pasión por parte de Zellweger y su equipo vocal.
«Nunca había tenido que cantar tantas canciones seguidas a pleno pulmón, por no hablar de actuar en directo», explica Zellweger. «Supuse que nos pondríamos a ello un año antes y practicaríamos con regularidad, para comprobar aquello que dicen de que las cuerdas vocales se pueden fortalecer igual que cualquier otro músculo. Lo que siempre debía tener presente es que no estaba haciendo una imitación ni tratando de emular a esta leyenda».
«Podríamos haber buscado a una imitadora, pero tampoco quería obsesionarme con el tema de la voz», añade Rupert Goold. «Renée es una maravillosa cantante y una gran artista musical, pero Judy era una profesional que subía al escenario noche tras noche durante toda su vida, por lo que habría sido un reto complicado. Yo no paraba de decirle a Renée, «no quiero que hagas una imitación, hazlo a tu manera, quiero ver ahí a Renée Zellweger«. La magia de su interpretación radicaba en parte en su preocupación por ofrecer una buena interpretación».
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