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Va de generaciones

Aun los que no creemos en la existencia de generaciones o acaso por ello, nos interesamos por su teoría y su casuística. Digo que no creemos no porque ignoremos su utilidad, semejante a la división de la historia en épocas. Pertenecer a una generación permite rápidamente situar a un individuo en una época y ésta, a su vez, proveerlo de grandes líneas identitarias. Luego, espulgando los casos, caemos en la cuenta de que lo personal nunca se disuelve en lo genérico. Cuando me pienso exactamente contemporáneo de Faye Dunaway, Paul McCartney, Felipe González y Harrison Ford –todos nacimos en 1942‒, me pregunto qué teneos en común.

Si quien esto lee puede apuntarse a alguna generación, hago memoria con gran velocidad mnemónica. A los chicos mencionados nos correspondió librar la guerra del pizarrón conforme la película en que Glenn Ford caminaba hacia el martirio por obra de sus alumnos. Una década más tarde, en 1965, tenemos la generación Beat; en 1975, la Punk; en 1985 hay la movida madrileña y suma que sigue hasta que me entero de que existe una generación Zeta que pasa su primera juventud en estos días.

Una característica generacional es el conflicto con la camada anterior, la tópica guerrilla urbana del hijo contra el padre. Ser es ser lo contrario de lo que es papá. Es no ser papá. Es no ser. Esta escala tarda en aprenderse cuando somos papá y entendemos que hemos envidiado al propio y buscado un sustituto ideal en un artista, un político o un deportista. A veces, caemos en la cuenta de que, en verdad, nuestra admiración pasa por encima del padre para enaltecer al abuelo. En España he observado con enigmática curiosidad a ciertos jóvenes que cuestionan duramente a los padres que hicieron la transición y admiran a los abuelos que hicieron la guerra. Les faltan jornadas para entender que no quisieran guerrear en vez de buscar un trabajo cada vez más escaso y menos calificado.

Lo curioso del ejemplo actual, al menos por lo que dicen los sociólogos especializados en el tema, es que los jóvenes Z no tienen una actitud rupturista y adoptan como modelo un perfil que tradicionalmente se ha considerado nada juvenil y sí muy propio de alguna madurez, muy retablo, por decirlo en un dialecto ya arcaico llamado cheli. Veamos: no son noctívagos, no consumen alcohol ni drogas, estudian con disciplina esperando poder trabajar con disciplina, carecen de identidad política aunque se interesan por los movimientos sociales, aman la vida doméstica y salen a la calle lo mínimo indispensable.

Dada mi avanzada edad, no puedo menos que sorprenderme de estas evidencias estadísticas, aunque sé, como todos sabemos, que ningún individuo cabe en ellas. Me muerdo la lengua cuando estoy por contar a un joven Z la guerra de Corea, la guerra del pizarrón o la guerrilla cubana. Pienso que le interesan tanto como el hacha de bronce del Museo Arqueológico. O algo peor: que me comenten con amable ironía que no hay como haber sido joven para poder llegar a viejo.

Escrito el día de mi cumpleaños número 78

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")