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«Soñadores» («The Dreamers», 2003), de Bernardo Bertolucci

Debido a algún prejuicio o idea hecha, no tenía ganas de ir a ver esta película. También los espectadores somos a veces como esos productores americanos que valoran a un director en función de su última obra. Y supongo que no me gustó la última cinta que vi de Bernardo Bertolucci, aunque lo cierto es que tampoco recuerdo que me disgustara.

Al empezar la película, fui arrebatado por ella inmediatamente, y me pasé todo el principio en un estado parecido a la enajenación o la borrachera mental. Después, caí de ese estado: Soñadores me siguió interesando, pero no provocaba ya en mí sensaciones tan intensas.

Yo soy un buen espectador de cine porque me entrego a la película, pero un mal crítico porque no me entrego al análisis, así que tampoco lo haré ahora. Creo que las películas son un conjunto de cosas sencillas y complejas mejor o peor unidas y que es una soberbia extrema pretender reducirlas a un esquema crítico, detectar todos sus errores y aciertos como un entomólogo. Ponerle nombres a las cosas no significa haberlas entendido. A menudo, significa todo lo contrario.

Simplemente, intento aquí describir algunas ideas y emociones que este film me provocó. Muchas de esas emociones tienen que ver con el cine, porque Soñadores está llena de imágenes de cine que se entrelazan con la vida de los personajes. Imágenes de cine clásico y del cine que se hacía en los años en los que transcurre la trama: Jules et JimBand apart… la nouvelle vague.

Ahora muchas de esas películas no son otra cosa que pasto para los críticos, pero para mí su fuerza permanece intacta, porque esa fuerza no depende de consideraciones estilísticas o ideológicas. Esa energía sobrevive a pesar de todas las teorías con las que fueron hechas y con las que son analizadas hoy.

Umberto Eco es un ensayista al que me gusta mucho leer, pero tiene una tendencia enfermiza por las dicotomías, por el “o esto o lo otro”. Es un gran representante de lo que Ana Aranda llama el pensamiento alternante. Una de las célebres dicotomías de Eco es la de “apocalípticos e integrados”. Otra, la que establece entre los críticos de narrativa o de cine: “orgásmicos” y “analistas”. Si yo creyera en el pensamiento alternante de Eco, debería considerarme (como se ve por estos comentarios a Soñadores) entre los orgásmicos. Soy de los que dicen: “Oh!” “¡Ah!”, “Es una película deliciosa”, “Me ha encantado”, etcétera.

Pero, como yo no comparto la afición de Eco por las dicotomías ni tengo ganas de pertenecer a ninguna banda intelectual, diré que también me gustan los análisis y algunos analistas. Como Chesterton decía de los liberales: “Siempre he creído en el análisis, pero hace tiempo que abandoné la infantil ingenuidad de creer en los analistas”.

Pero, claro, un buen análisis tiene que cumplir al menos una condición: si no logra mejorar la película, al menos no debería empeorarla y reducirla, trasformándola en menos de lo que es. Muchos críticos actúan como los jíbaros del Amazonas: se llevan la cabeza cortada para su colección, pero tan reducida y arrugada que ya apenas se distinguen los rasgos, y es imposible saber si esta cabeza perteneció a Fulano y esta otra a Mengano: lo único que podemos saber es que las dos pertenecen al coleccionista.

Cuando vamos a un museo, unos cuadros nos gustan y otros no. Pasamos rápido por las salas que no nos ofrecen nada interesante y nos detenemos en las que nos muestran bellezas desconocidas, o quizá ya conocidas, pero dignas de ser degustadas de nuevo. Una película, sin embargo, nos impone la secuencia con la que la recorremos. No podemos variar el itinerario, detenernos en una escena y hacerla eterna, como se hace eterno el instante de una noche de amor.

Es cierto, pero del mismo modo que no incendiamos el Museo porque nos haya disgustado la Sala 23, tampoco deberíamos hacer arder en el fuego de una crítica implacable una película que nos ha dado mucho placer y tal vez sólo un poco de aburrimiento o un mal movimiento de cámara.

Algunos críticos nos ofrecen siempre un juicio, un veredicto, pero ese no es el tipo de crítica que me gusta. Prefiero la manera de explicar y analizar, a veces hasta el detalle más nimio, que emplea Walter Murch. Después de leer lo que dice Murch, siempre tengo ganas de ver la película de la que habla, y me da la sensación de que gracias a él, a Murch, he sabido ver cosas que no vi en ese film.

Así que va llegando el momento de regresar a Soñadores, pues, para ser yo un orgásmico, este comentario parece más propio de un analista.

Sin duda, este largo preámbulo se debe a que es la primera vez, creo, que en este o en otro medio he comentado una película, y me siento obligado a aclarar algunas cosas, para después hablar con naturalidad, pues el mundo de los cinéfilos está lleno de artificialidad. En definitiva, no hablo como crítico ni para los críticos ni pretendo que mis opiniones sean condenas o absoluciones. Son sólo opiniones del momento. Quizá en otro instante mis emociones y mis opiniones serían otras.

Antes de ver Soñadores, había asistido a algunas discusiones acerca de la postura política de los personajes. Unos defendían la postura de Matthew (Michael Pitt), el americano, otros la del francés, Théo (Louis Garrel).

Eso me hizo pensar más de la cuenta en lo que decía el francés y en lo que decía el americano. La verdad es que no vi muy claramente en qué bando podía estar yo. A veces estuve de acuerdo con el francés, como cuando critica la guerra de Vietnam o cuando defiende a Chaplin frente al nuevo rey emergente de los cinéfilos (Buster Keaton). Pero otras veces me pareció más sensato lo que decía el americano: la parte final, donde dice que los cócteles molotov son fascismo embotellado.

Creo que una de las cosas que hace muy bien Bertolucci en Soñadores es mostrar a veces dogmáticos a sus personajes, pero no mostrarse él dogmático: un personaje dice una cosa y el otro dice otra, pero Théo y Matthew no son teorías encarnadas: son personas. Se equivocan a menudo, dicen cosas absurdas, a veces incluso sabiendo que las dicen. Esto se trasmite a veces de manera llamativa al mantener el plano del rostro de alguien que acaba de decir algo: esos instantes de más nos permiten descubrir que no cree de verdad en lo que dice, o que ya está cambiando de opinión.

Así sucede, creo yo, en la parte en la que Théo habla de la Revolución Cultural China y del libro rojo de Mao. Es fácil hoy estar doblemente de acuerdo con los argumentos de Matthew, puesto que ahora todos sabemos y queremos saber qué fue aquella revolución, que consistió no sólo seguir como un dogma un único libro, sino en asesinar por él. Pero Théo no sabe eso, y habla del libro no como de un arma violenta, sino como de algo que puede llevar una sociedad mejor. Cuando Matthew le muestra lo que significa seguir un único libro, Théo parece comprenderlo, a pesar de que el final de la película parezca desmentirlo, cuando Théo “se junta con una multitud para hacer el mal”. Sin embargo, ¿cuántos no actuaron entonces como Théo, repitiendo consignas pero viviendo de una manera que desmentía esas consignas, creyendo y no creyendo en lo que hacían? El que esté libre de pecado, que no tire la primera piedra: yo también tiré una vez un cóctel molotov, aunque lo dirigí contra el asfalto de una calle vacía y creo que me arrepentí esa misma noche.

No siempre actuamos de manera racional, ni siquiera siguiendo nuestras propias razones, y esa es una cosa que Soñadores muestra bien. Ahora es muy fácil ver que el americano tiene razón en las cosas más importantes (excepto Vietnam), pero quizá se nos escapan opiniones más cercanas a la de Théo en otros asuntos más actuales.

Sinopsis

Isabelle (Eva Green) y su hermano Théo (Louis Garrel) se quedan solos en París mientras sus padres se van de vacaciones. Así las cosas, deciden invitar a un joven estudiante norteamericano, Matthew (Michael Pitt). Entregados a su libre albedrío, experimentan mutuamente con sus emociones y sexualidad y desarrollan una serie de juegos psicológicos cada vez más absorbentes. Enmarcada en el turbulento escenario político francés de la primavera del 68, cuando la voz de la juventud tronaba en toda Europa, Soñadores es una historia de autoexploración; los tres jóvenes estudiantes se prueban mutuamente para saber hasta dónde son capaces de llegar.

Inusualmente para un film acerca de la obsesión, la pasión y el abanico de posibilidades, Soñadores es un proyecto que casi es una realidad por casualidad. En un primer momento, no logró atraer suficiente interés, y jamás se hubiera concretado en las manos de otro director. Cuando The Holy Innocents, la novela de Gilbert Adair publicada en 1988, llegó a conocimiento de Bernardo Bertolucci, el director estaba sopesando muy detenidamente qué proyecto afrontar próximamente, mientras se adentraba en esta historia introspectiva de un ménage a trois con sentimientos encontrados que transcurre en medio de los disturbios del París de 1968. Este italiano nacido en Parma, que se autoconfiesa francófilo, se siente muy próximo a los hechos de aquel año turbulento, y tenía sus dudas acerca de trasladarlos a la pantalla por miedo a empequeñecer tanto su propia experiencia como la de los otros. «He realizado muy pocas películas en mi vida» —nos dice el director de filmes tan galardonados como The Last Tango in Paris (El último tango en París, 1973), The Last Emperor (El último emperador, 1987), e Il Conformista (El conformista, 1970)— «porque cada largometraje es en verdad una parte de mi propia vida.»

Efectivamente, por el tiempo en que el libro de Adair cayó en sus manos, estaba considerando muy seriamente la idea de una secuela del tipo de su épica obra maestra Novecento (1976) que resiguiera en paralelo las vidas de un granjero y de un terrateniente hasta 1945. «De hecho, mi intención era llegar hasta el fin del siglo» —nos dice el director, que estaba pensando en incluir el París del 68 como uno de los aspectos del film—. «Pero entonces pensé “Seamos realistas. ¿Qué había detrás de Novecento? Una enorme esperanza política, y hoy en día no me parece ver nada parecido, por lo que lo dejé correr.»

Sin embargo, el libro de Adair le rememoró algunos momentos maravillosos. «De hecho, no trata tanto de los hechos del 68, los disturbios y la violencia» —continúa—«como del espíritu del momento.»

Para Bertolucci, un viejo poeta cuyo amor por las películas se forjó con el cine francés de los años 30 y que aumentó con los directores de la Nouvelle Vague de los últimos años 50 y los primeros de los 60, aquel espíritu contenía una vertiginosa mezcla de elementos. «En los 60 había algo absolutamente mágico» —rememora—, «en el sentido que estábamos… bien, permitámonos emplear la palabra ‘soñando.’ Estábamos fusionando el cine, la política, el jazz, el rock’n’roll, el sexo, la filosofía, la droga… y yo estaba devorándolo todo en un estado de permanente éxtasis.»

Inspirado por la novela, Bertolucci se la pasó a su productor de muchos años, Jeremy Thomas, a quien conoció a principio de los 80 y con quien trabaja desde El último emperador. «Él había estado flirteando con la idea de realizar un largometraje ubicado en París y que transcurriera en los 60 en parte del metraje» —aclara Thomas—. «Hizo diversos intentos sin resultados satisfactorios, y finalmente me dijo ‘Me gustaría que leyeras algo…’ Y me pasó el libro de Gilbert, lo leí y le dije ‘Bueno, esto podría convertirse en una película muy evocativa.’ Dado que ésta sería mi quinta colaboración con Bernardo, me pareció fantástico hacer un film que aconteciera en París junto al hombre que ha dirigido en aquella ciudad títulos como El conformista y El último tango en París. Así que me dije, ¿Y por qué no hacer un tercer título allí?»

Así las cosas, Thomas telefoneó al agente de Adair. Y es muy probable que si la llamada la hubiera hecho cualquier otro, la respuesta hubiera sido un rotundo “no”. Insatisfecho con el libro, surgido en alguna medida a partir de la experiencia personal, Adair ya había rechazado varias propuestas potencialmente lucrativas de otros productores, no hallándose entre las causas menores de esta actitud el hecho del gran éxito de crítica conseguido con la adaptación cinematográfica de su novela Love and Death on Long Island. De hecho, le había pedido a su agente que no le llamara si alguien más insistía. «Simplemente, era muy frustrante» —dice el autor—. «Así que mi agente dejó de llamarme al respecto; pero un buen día reincidió. Me dijo ‘Me atrevo a proponértelo porque es algo especial, se trata de Jeremy Thomas y Bernardo Bertolucci.’ He de confesar que no pude resistirme a tal tentación. Ahora, dado que la novela versa sobre las películas, la política, y el cine en sí mismo, puede parecer obvio que es un tema para la pantalla, y esa es la razón por la que tantos productores se interesaron; sin embargo, me pareció que era particularmente adecuado para alguien como Bernardo. Todo apuntaba a que se trataba de una temática y preocupaciones que reconocía en los propios filmes del director.»

Con la contribución de BertolucciAdair se dispuso no sólo a rescribir el guión, sino también a hacer lo mismo con su novela con miras a una nueva edición, pero admite que «no es igual a la película. No me parece una buena idea que una novela y una película sean gemelas.» Aunque el director y el guionista no se conocieron en los 60, se hacía evidente que sus experiencias eran extraordinariamente similares. Igual que BertolucciAdair llegó a París tan pronto como pudo. «También era un francófilo» —dice—, «y nada más salir de la universidad, sentí la necesidad de irme a vivir a París. De hecho, a veces digo que soy francófilo incluso en Francia, lo que es la piedra de toque.» «Bertolucci había llegado unos cuantos años antes, tras su debut cinematográfico en 1962 y cuando ofreció su primera interviú, le dijo al periodista ‘Si no tiene inconveniente, me gustaría hacer la entrevista en francés.’ El reportero le respondió ‘¿Por qué? Si aquí todos somos italianos.’ Y el director le replicó ‘Parce que le français, c’est la langue du cinéma.’ —ríe mientras lo recuerda—. «Es decir» —traduce—, «el francés es el idioma del cine. El cine habla en francés.»

Gilbert Adair estaba en París cuando Henri Langlois, director de la Cinémathèque Française, fue cesado, lo que fue entendido como un insulto por parte de los cinéfilos y los estudiantes de cinematografía que se amontonaban para poder ver sus proyecciones de películas insólitas. Airados con el gobierno, esta gente tomó las calles, en un primer momento para defender a un hombre, pero luego en reivindicación de muchísimo más. «Se trataba de un hecho de la máxima importancia que acontecía en París» —explica Adair—. «Era la primera vez que los jóvenes habían desafiado al Estado, y en realidad habían ganado, porque Langlois fue readmitido. Mucha gente ha sostenido que aquello fueron los prolegómenos a los altercados del mayo del 68; en cierto sentido, era como el asesinato del archiduque Francisco Fernando en los albores de la Primera guerra mundial. En el aire se extendía el espíritu de rebeldía y entonces, súbitamente, estalló todo. Yo estaba allí por todo eso; unos años más tarde, quise escribir sobre la experiencia. No pretendía una novela autobiográfica y, ciertamente, The Holy Innocents no lo es, pese al hecho de que hay elementos autobiográficos; es más bien algo acerca de un periodo que marcó mi vida para siempre.»

Sin embargo, la película sólo se aproxima tangencialmente a los elementos históricos de aquel singular tiempo. «Es la historia de tres jóvenes en 1968» —dice Thomas, que por aquel entonces trabajaba con Ken Loach en los Estudios Pinewood—, «y en aquellos días, París era un semillero para infinidad de idealismos: políticos, de estilos de vida, de cambios de moralidad… Me pareció un periodo fascinante del que hacer un film. Fue un tiempo poderoso, incluso en Londres, cuando yo contaba 19 años, pero no fue tan intenso como en París.»

Adair asegura que no se trata de una lección de historia. «Más bien es una pieza de cámara» —continúa—, «pese a que en cierto momento del metraje la historia —los hechos del mayo del 68— irrumpe en sus vidas: un joven norteamericano que estudia en París entabla amistad con dos hermanos franceses, chico y chica.»

Bertolucci nos dice: «Todo empieza en París, en cierto día concreto, cuando nuestros “héroes” se conocen. Los padres de los hermanos se han ido de vacaciones por un mes, así que se encierran en la casa. Y entonces desarrollan esa relación tan intensa, una auténtica iniciación, a lo largo de aquellos pocos días. Permanecen encerrados, y cuando salen, son adultos. Han madurado.»

«Se trata de un viaje de descubrimiento, el suyo» —añade Adair—. «Trata de primaveras: la primavera de París, la primavera del despertar político de esa ciudad, y la primavera de los cuerpos de estos jóvenes. Cuanto acontece en el interior del apartamento parece reflejar, en cierto sentido, lo que sucede en la calle.» Efectivamente, los hechos de 1968 poseen infinidad de significados, no sólo políticos, para todos los implicados. «Se me preguntará si la película versa sobre el 68» —dice Bertolucci—, «y yo responderé que sí; se desarrolla en el 68, y hay mucho del espíritu de aquel año, pero no trata de las barricadas o de las luchas callejeras. Trata más bien de la experiencia en su conjunto. Yo estuve allí, y fue algo inolvidable. Los jóvenes estaban henchidos de esperanza de un modo que jamás antes se había visto, y jamás se volverá a ver. Aquel esfuerzo por sumergirse en el futuro, aquella libertad, fue algo maravilloso. Se trata del último momento en que algo tan idealista, tan utópico, ha tenido lugar.»

Imagen superior: Michael Pitt, Louis Garrel y Eva Green en «Soñadores», la película de Bertolucci inspirada en la novela «The Holy Innocents» de Gilbert Adair.

Copyright del artículo © Daniel Tubau. Reservados todos los derechos.

Copyright de imágenes y sinopsis © Recorded Picture Company, Peninsula Films y Fiction Films. Cortesía de A Contracorriente Films. Reservados todos los derechos.

Daniel Tubau

Daniel Tubau inició su carrera como escritor con el cuento de terror «Los últimos de Yiddi». Le siguieron otros cuentos de terror y libro-juegos hipertextuales, como 'La espada mágica', antes de convertirse en guionista y director, trabajando en decenas de programas y series. Tras estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, regresó a la literatura y el ensayo con libros como 'Elogio de la infidelidad' o la antología imaginaria de ciencia ficción 'Recuerdos de la era analógica'. También es autor de 'La verdadera historia de las sociedades secretas', el ensayo acerca de la identidad 'Nada es lo que es', y 'No tan elemental: como ser Sherlock Holmes'.
Sus últimos libros son 'El arte del engaño', sobre la estrategia china; 'Maldita Helena', dedicado a la mujer que lanzo mil barcos contra Troya; 'Cómo triunfar en cualquier discusión', un diccionario para polemistas selectos. Además, ha publicado cuatro libros acerca de narrativa audiovisual y creatividad: 'Las paradojas del guionista', 'El guión del siglo 21', 'El espectador es el protagonista' y 'La musa en el laboratorio'.
Su último libro es 'Sabios ignorantes y felices, lo que los antiguos escépticos nos enseñan', dedicado a una de las tendencias filosóficas más influyentes a lo largo de la historia, pero casi siempre ignorada o silenciada. A este libro ha dedicado una página que se ha convertido en referencia indispensable acerca del escepticismo: 'Sabios ignorantes y felices'.
En la actualidad sigue escribiendo libros y guiones, además de dar cursos de guión, literatura y creatividad en España y América.

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