En una guía de viajes leímos que en Viena algunos locales o algunos productos tienen el sello K.K. o K.U.K., que indica que se trata de algo de la máxima distinción.
K.u.K. es una abreviatura de kaiserlich und königlich, que significa “imperial y real”, porque la monarquía dual austrohúngara era a la vez una monarquía y un imperio y al emperatriz Elizabeth (Sissi) era emperatriz de Austria pero reina de Hungría. Puesto que Hungría sólo era monarquía, allí sólo se escribía K.
Esta es una de las típicas fórmulas de compromiso mediante las que el antiguo imperio austrohúngaro arreglaba las cosas: cada uno puede interpretar la sigla como quiera y decir que la primera K es para el imperio o para la monarquía, con lo que nadie se puede sentir ofendido por corresponderle la segunda K.
Austria y Hungría tenían ministerios comunes, como el del Ejército, Finanzas o Política Exterior, pero algunas decisiones las tenían que tomar de manera dual, como la participación en una guerra. Los húngaros todavía se lamentan de que su Primer Ministro István Tisza no mantuviera su veto a la guerra en 1914. Tras la derrota de la monarquía imperial y el Tratado de Trianón, Hungría perdió más de un tercio de su inmenso territorio.
Las siglas k.k. dieron origen a la denominación Kakania, que es donde transcurre la novela El hombre sin atributos, que Robert Musil empezó en 1930 y dejó incompleta al morir en 1942. En uno de los primeros capítulos, Musil, tras hablar del veloz y frenético modo de vida norteamericano, propio de los tiempos modernos, describe Kakania, ese extraño (pero no imaginario) lugar:
“En aquellos buenos tiempos del pasado, cuando aún existía el Imperio austriaco, se podía abandonar el tren del tiempo, tomar un tren corriente de una vía férrea común y volver a la patria.
Allí, en Kakania, aquella nación incomprensible y ya desaparecida, que en tantas cosas fue modelo no suficientemente reconocido, allí había también velocidad, pero no excesiva. Cuantas veces se pensaba desde el extranjero en este país, se soñaba en los caminos blancos, anchos y cómodos del tiempo de los viajes a pie y de las diligencias, con bifurcaciones en todas direcciones semejando canales regulados y galones de claro cutí en los uniformes, estrechando las provincias con el abrazo del papeleo administrativo. ¡Y qué comarcas! Mares y glaciares, el Carso, Bohemia con sus campos de grano, las costas adriáticas con el chirrido de inquietos grillos, aldeas eslovacas donde el humo salía de las chimeneas como de los aleros de una nariz respingona, y el pueblecito agazapado entre dos colinas como si hubiera abierto la tierra sus labios para calentar entre ellos a su criatura. Por estas carreteras, naturalmente, también rodaban automóviles, pero no demasiados. Aquí se preparaba, como en otras partes, la conquista del aire, pero sin excesivo entusiasmo. De cuando en cuando se enviaba algún barco a Sudamérica o al Asia oriental, pero no muchas veces; se tenía asiento en el centro de Europa donde se intersecaban los antiguos ejes del continente; las palabras colonia y ultramar sonaban como algo lejano y desconocido. El lujo crecía, pero muy por debajo del refinamiento francés. Se cultivaba el deporte, pero no tan apasionadamente como en Inglaterra. Se concedían sumas enormes al ejercito, pero sólo cuanto necesitaba para figurar como la segunda más débil de las grandes potencias. También la capital era un poco más pequeña que todas las otras metrópolis del mundo, pero algo más grande de lo que suele constituir una gran ciudad. El país estaba administrado por un sistema de circunspección, discreción y habilidad, reconocido como uno de los sistemas burocráticos mejores de Europa, al que sólo se podía reprochar un defecto: para él genio y espíritu de iniciativa en personas privadas, sin privilegio de noble ascendencia o de cargo oficial, era incompetencia y presunción. Pero, ¿a quién le gustaría dejarse guiar por desautorizados? En Kakania el genio era un majadero, pero nunca, como sucedía en otras partes, se tuvo a un majadero por genio”.
Después explica el origen de la curiosa denominación de Kakania que recibía el imperio y reino austrohúngaro:
“Cuántas cosas interesantes se podrían decir de este Estado hundido de Kakania. Era, por ejemplo, imperial-real, y fue imperial y real; todo objeto, institución y persona llevaba alguno de los signos kk. o bien ku.k., pero se necesitaba una ciencia especial para poder adivinar a qué clase, corporación o persona correspondía uno u otro título. En las escrituras se llama Monarquía austro-húngara; de palabra se decía Austria, con un término, pues, que se usaba en los juramentos de Estado, pero se conservaba en las cuestiones sentimentales, como prueba de que los sentimientos son tan importantes como el derecho público, y de que los decretos no son la única cosa del mundo verdaderamente seria.”
En cuanto al tipo de gobierno y la ley, Musil continua mostrando el carácter paradójico de Kakania:
“Según la Constitución, el Estado era liberal, pero tenía un gobierno clerical. El gobierno era clerical, pero el espíritu liberal reinaba en el país. Ante la ley, todos los ciudadanos eran iguales, pero no todos eran igualmente ciudadanos. Existía un Parlamento que hacía uso tan excesivo de su libertad que casi siempre estaba cerrado; pero había una ley para los estados de emergencia con cuya ayuda se salía de apuros sin Parlamento, y cada vez que volvía de nuevo a reinar la conformidad con el absolutismo, ordenaba la Corona que se continuara gobernando democráticamente.”
Otra de estas dualidades austrohúngaras, que cuenta en esta ocasión Paul Watzlawick, era curiosísima: al soldado o mando que desobedecía a sus superiores se le condenaba a un tribunal militar y probablemente a la pena de muerte, pero la mayor condecoración del imperio, la orden de María Teresa se concedía a aquellos oficiales que hubieran obtenido una victoria al cambiar el curso de una batalla desobedeciendo las órdenes de sus superiores.
Musil continúa con su descripción de Kakania y su progresiva descomposición. Muestra con ingenio y precisión algo que tiene que ver con lo que he comentado en otra entrada de este cuaderno austrohúngaro (El carácter nacional); cómo se puede definir un carácter nacional si ya resulta difícil definir el carácter personal:
“De tales vicisitudes se dieron muchas en este Estado, entre otras, aquellas luchas nacionales que con razón atrajeron la curiosidad de Europa, y que hoy se evocan tan equivocadamente. Fueron vehementes hasta el punto de trabarse por su causa y de paralizarse varias veces al año la máquina del Estado; no obstante, en los períodos intermedios y en las pausas de gobierno la armonía era admirable y se hacía como si nada hubiera ocurrido. En realidad no había pasado nada. Únicamente la aversión que unos hombres sienten contra las aspiraciones de los otros (en la que hoy estamos todos de acuerdo), se había presentado temprano en este Estado, se había transformado y perfeccionado en un refinado ceremonial que habría podido tener grandes consecuencias, si su desarrollo no se hubiera interrumpido antes de tiempo por una catástrofe.
En efecto, no solamente había aumentado la aversión contra el conciudadano hasta ser un sentimiento colectivo; incluso la desconfianza frente a sí mismo y al propio destino había adquirido un carácter de profunda certidumbre. Se procedía en este país —y hasta los últimos grados de la pasión y sus consecuencias— siempre de distinto modo de como se pensaba, o se pensaba de un modo y se obraba de otro. Observadores desconocedores de la realidad calificaron este fenómeno de cortesía o de debilidad, atribuidas siempre al carácter austriaco. Pero eso era falso, como falso es definir las manifestaciones de un país simplemente por el carácter de sus habitantes. Un paisano tiene por lo menos nueve caracteres: carácter profesional, nacional, estatal, de clase, geográfico, sexual, consciente, inconsciente y quizá todavía otro carácter privado; él los une todos en sí, pero ellos le descomponen, y él no es sino una pequeña artesa lavada por todos estos arroyuelos que convergen en ella, y de la que otra vez se alejan para llenar con otro arroyuelo otra artesa más. Por eso tiene todo habitante de la tierra un décimo carácter y éste es la fantasía pasiva de espacios vacíos; este décimo carácter permite al hombre todo, a excepción de una cosa: tomar en serio lo que hacen sus nueve caracteres y lo que acontece con ellos; o sea, en otras palabras, prohíbe precisamente aquello que le podría llenar. Este espacio, reconocido como difícil de describir, tiene en Italia colores y forma distintos que en Inglaterra porque eso que se destaca en él tiene allí otra forma y otro color, y es en una y otra parte el mismo espacio vacío e invisible en cuyo interior está la realidad, como una pequeña ciudad de piedra de un juego de construcciones infantil, abandonada por la fantasía”.
El final de esta interesantísima descripción de Kakania lleva la paradoja al máximo y, al mismo tiempo, como toda buena paradoja, nos revela que es verdad lo que señala:
“Si hay alguien que tenga buena vista podrá ver que lo sucedido en Kakania fue precisamente eso, y en eso era Kakania, sin que lo supiera el mundo, el Estado más adelantado; era el Estado que se limitaba a seguir igual, donde se disfrutaba de una libertad negativa, siempre con la sensación de no tener la propia existencia suficiente razón de ser; allí se fantaseaba sobre lo no realizado o, al menos, sobre lo no irrevocablemente realizado, bañándolo todo como con el soplo húmedo de los océanos de donde ha surgido la humanidad”.
Y concluye explicando la causa de la decadencia final y desaparición de Kakania:
“Ha pasado esto o aquello”, se decía en Kakania, mientras otros, en alguna otra parte, creían que se había producido un fenómeno milagroso; era una expresión privativa que no se daba ni en alemán ni en ningún otro idioma; al pronunciarla, las realidades y los reveses del destino se hacían tan ligeros como plumas y pensamientos. Sí, a pesar de todo lo que se diga en contra, Kakania era un país de genios, y probablemente esta fue la causa de su ruina.”
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