A mediados de los sesenta, las pesadillas del Apocalipsis nuclear cultivadas con asiduidad por la ciencia ficción de la década anterior comenzaron a ser sustituidas por visiones de un futuro en el que la Tierra se había convertido en un lugar hostil al hombre debido, precisamente, a la acción de éste. Superpoblación y polución ambiental, ambos consecuencia de una industrialización creciente y cada vez más globalizada así como de un modelo económico basado en el consumo y la producción de elementos desechables, dibujaban perspectivas muy poco halagüeñas.
Y es precisamente el subproducto de esas tendencias sociales y económicas, la basura, el que da título a este álbum que ahora comentamos.
A más consumo, más basura; a más población, más basura; a más industrialización, más basura. Si extrapolamos esto ad infinitum, lo que tenemos es un planeta como el imaginado por Carlos Trillo y Juan Giménez: un mundo arrasado más allá de cualquier capacidad de regeneración y cubierto de montañas de desperdicios de todas las formas, clases y tamaños en lo que antaño fuera la exuberante Sudamérica, ahogada ahora por vapores que ocultan el sol y apagan los colores. Existe una élite que sobrevive aislada del mundo exterior, recluida en grandes ciudades estancas donde se obsesionan, paradójicamente, por la limpieza. Un complejo sistema de canalización lleva sus vertidos a grandes basureros donde una multitud de desahuciados tratan de hallar en ellos su sustento diario.
La primera parte del álbum se centra en describir al lector la dureza de esa Tierra del futuro a través de una serie de escenas que nos transportan desde las cuevas abiertas en los colosales vertederos a las ruinas de las antiguas ciudades, terminando en unas breves pero elocuentes pinceladas que retratan el ambiente aséptico e inhumano de Ciudad Blanca, hogar de la élite.
La historia arranca realmente cuando un miembro de esa élite es juzgado por su “tendencia al escepticismo” y disentir de las “sagradas escrituras de después del desastre” defendidas con fanatismo por la jerarquía. Su castigo es el exilio a los vertederos, condena equivalente a la muerte puesto que su organismo no está preparado para resistir el infecto medio ambiente que allí le aguarda. Sin embargo, contra todo pronóstico, no sólo sobrevive, sino que los “nativos” le toman por un enviado divino que ha llegado para salvarles. Deseando forzar su regreso a Ciudad Blanca, el “redentor” convence a sus dedicados adoradores para reunir un ejército y marchar contra aquélla.
El guionista Carlos Trillo no tiene una gran opinión de la naturaleza humana. Ya sean de ciencia ficción (recomiendo otra de sus obras aquí comentada, El último recreo) o realistas, sus guiones inciden a menudo en los peores rasgos de nuestra especie. Sus protagonistas, muy humanos, son imperfectos, pero tratan de mantener su integridad en un mundo infestado de egoísmo, tiranía, mezquindad, violencia y codicia. Basura no es una excepción.
Porque lo que tenemos aquí no es tanto una advertencia sobre las devastadoras consecuencias medioambientales y sociales de una civilización que es básicamente una productora de desperdicios, sino una alegoría de la opresión y explotación de los débiles por parte de los poderosos.
Efectivamente, la situación en la que viven los moradores de los vertederos es consecuencia de las acciones de una élite cuya indiferencia hacia los perjudicados por sus propios hábitos ha convertido el planeta en un lugar inhabitable. Ellos se han aislado de la catástrofe, dejando que ésta recaiga mayormente sobre los indefensos. Aún peor, cuando el individuo condenado por disidente es expulsado de Ciudad Blanca, se sirve de la ignorancia, la superstición y la desesperación de esas masas para manipularlos y hacerles creer que obedeciendo sus órdenes harán realidad su más preciado sueño: salir del basurero y acceder a la mitificada ciudad. Y, como remate, les traiciona miserablemente para llegar a un acuerdo y volver junto a la oligarquía que le expulsó. Es una constante en la historia de la Humanidad, hoy vuelta a reeditar en la forma del Primer y el Tercer Mundos.
Trillo, de todas formas, termina la deprimente historia con una nota de esperanza que funciona al mismo tiempo como moraleja: son los desposeídos los que deben tomar las riendas de su propio destino y no fundar sus esperanzas en supuestos mesías de los que no pueden esperar sino mayores males. Por otra parte, tampoco los habitantes del basurero están libres de toda culpa. Vivir en la miseria más absoluta no les ha impedido establecer una suerte de jerarquía social que cultiva activamente la desconfianza hacia el “extranjero” y la insolidaridad.
Quizá el principal problema de la obra resida en la inexistencia de un auténtico protagonista que sirva de hilo conductor y faro emocional del relato. Al comienzo de la historia se presentan a Alma y Mempo, dos de los supervivientes del vertedero. Enseguida se nos sugiere que la suya es una difícil relación. Por alguna razón, el joven cuerpo de Alma no ha resultado afectado por las toxinas del entorno. Mempo, en cambio, como la mayoría de sus congéneres, lleva en su rostro y extremidades la marca de la radiación y los venenos entre los que debe vivir. Se nos deja claro que Mempo está enamorado de su compañera de vagabundeos, pero no sabemos si ella en realidad lo considera como algo más que un amigo.
Sin embargo, ambos personajes pasan a segundo plano en cuanto aparece el “salvador” de Ciudad Blanca y su peso en el desarrollo de los acontecimientos y el análisis de su relación se diluye hasta casi desaparecer. El final es abierto, cerrando la línea narrativa principal, pero dejando sin rematar numerosos detalles. Es como si Basura no fuera sino la primera parte de una aventura mayor que nunca llegó a aparecer (originalmente, apareció como serie en la revista Zona 84, antes de que Toutain lo editase como álbum).
Giménez, por su parte, hace un buen trabajo en la creación de ese mundo asfixiante. Habitualmente, su limitada paleta de colores constituye una carga pero en este caso actúa a su favor. Los azules lechosos, los grises, los marrones y la ausencia de tonos cálidos que lastran con su monotonía muchas de sus obras, contribuyen aquí a construir una atmósfera verosímil para un planeta cuyas espesas nubes tóxicas dispersan la luz solar hasta apagar los colores. Además, diferencia con eficacia las escenas del basurero, más ricas en texturas y con una acuarela más sucia, de las de Ciudad Blanca, de tonos más fríos y lisos, evocadores de las pulidas superficies propias de la hipertecnología.
Basura es, pues, una advertencia en forma de fábula postapocalíptica con un dibujo seductor. Puede que como escenario medioambiental resulte inverosímil –la ausencia de luz solar y, por tanto, vegetación, colapsaría todo el ecosistema planetario haciendo imposible la vida mínimamente sofisticada‒ pero su análisis del comportamiento humano no sólo sigue vigente, sino que, desgraciadamente, lo seguirá estando durante mucho tiempo.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de viñetas y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.