Murphy Anderson estaba cansado de ser el segundón de todas las series en las que participaba. Conocido sobre todo por entintar a Gil Kane en The Atom, a Carmine Infantino en Adam Strange y más adelante a Curt Swan en Superman, Anderson quería, por una vez, responsabilizarse de todo el apartado artístico de una serie en lugar de limitarse a entintar los lápices de sus más afamados colegas.
Julius Schwartz, el mítico editor de DC, le concedió su deseo. Después de Stan Lee, Schwartz fue quizá el editor de cómics más importante de los sesenta y setenta. Fue el impulsor del relanzamiento de las nuevas versiones de los superhéroes clásicos bajo unas directrices más cercanas a la ciencia-ficción. Mientras que Mort Weisinger consolidó la mitología de Superman dirigiendo a sus autores con mano de hierro, Schwartz se responsabilizó del resto del universo heroico de la editorial: la Liga de la Justicia de América, Flash, Linterna Verde, Hawkman, Atom, Batman…
Pero su primer amor había sido la ciencia-ficción. Desde muy joven había formado parte de los primeros grupos de aficionados antes de ejercer de editor para All-American Comics (una de las compañías fundadoras de DC) en los años cuarenta. Jamás olvidó su relación con la ciencia-ficción y la llevó siempre consigo procurando orientar hacia ella el tono de las colecciones de las que se ocupó. Una de ellas fue Strange Adventures, una colección genérica que desde finales de los cincuenta venía publicando aventuras espaciales de, entre otros, El Museo del Espacio (1959) y Star Hawkins(1960).
Schwartz había estado hablando con el guionista John Broome (autor de numerosas historias para Linterna Verde y Flash) sobre un nuevo serial de cadencia trimestral que se incluiría en Strange Adventures. Ese serial trataría de «recuperar el espíritu caballeresco de la Tabla Redonda, pero trasladando la acción a un escenario post holocausto. Su título: Atomic Knights«. Y Schwartz, atendiendo a la petición de Anderson, le cedió el apartado artístico.
A diferencia de sus compañeras, los Caballeros Atómicos presentaban una visión del futuro notablemente siniestra. El militar Gardner Grayle se hallaba en un bunker cuando estalló la Tercera Guerra Mundial el 29 de octubre de 1986. Lo último que recordó fue el estallido de una bomba sobre su refugio antes de recuperar la conciencia en 1992. Se encuentra entonces deambulando entre los restos de un mundo devastado. Los humanos supervivientes vagabundean tratando de encontrar comida enlatada, única fuente de alimento en un mundo en el que plantas y animales no han sobrevivido al holocausto.
Como si de un nuevo feudalismo se tratara, surgen bandas de merodeadores que aterrorizan las zonas rurales. Una de ellas está liderada por un pequeño dictador llamado el Barón Negro, que trata de acumular comida con el fin de controlar al resto de la población. Grayle ahuyenta a algunos de estos forajidos pero cuando le lanzan una granada radioactiva, sólo encuentra refugio tras unas armaduras medievales. Al darse cuenta de que la explosión no le ha afectado, deduce que han sido esas armaduras, de alguna forma modificadas en su estructura atómica con el paso del tiempo, las que le han protegido de la radiación.
Poniéndose la armadura no sólo podrá internarse con seguridad en las zonas más afectadas por la radiación, sino que le protegerá de las pistolas de rayos y demás armamento futurista. A él se unen otros cinco supervivientes: el maestro Douglas Herald y su hermana Marene, el científico Bryndon Smith y los gemelos Wayne y Hollis Hobard. Gayle Gardner recuerda al mítico rey Arturo cuando exclama: ¡La Humanidad necesita una organización como la nuestra! Hasta donde sabemos, no hay policía, ni siquiera gobierno. No hay autoridad excepto el poder del mal. Alguien tiene que representar a la ley, el orden y las fuerzas de la justicia en estos tiempos terribles… ¡y parece que ese trabajo es nuestro! ¡Tenemos que estar preparados para ayudar a la gente! .
Las historias de los Caballeros Atómicos les llevarán de costa a costa por todo el país, corriendo aventuras repletas de armas futuristas, animales y plantas mutados, grandes metrópolis destruidas, hombres de Cromagnon, atlanteanos, extraterrestres, dictadores de pacotilla, cazadores de brujas, niños soldado… Poco a poco, el mundo irá levantándose de sus cenizas: los Caballeros establecerán sistemas de comunicaciones interurbanos, fundarán escuelas de medicina, cadenas de montaje, los primeros vegetales y frutas volverán a cultivarse…
Algunos críticos han atacado la serie aduciendo su escaso realismo a la hora de describir un mundo post–holocausto. Es cierto que en sus vagabundeos por el país, los Caballeros no se topan con montones de cuerpos descomponiéndose o gente tosiendo sangre debido al envenenamiento radioactivo.
Pero tales críticas, expuestas desde una perspectiva moderna, no tienen en cuenta los puntos de vista ni el estado de la ciencia de hace más de cincuenta años. Al fin y al cabo, justo antes de realizarse las primeras pruebas atómicas algunos científicos aún pensaban que semejantes explosiones incendiarían toda la atmósfera, destruyendo todo el planeta. En fechas tan tardías como finales de los cincuenta, había pocos estudios acerca de los efectos que sobre el medio ambiente podría tener una guerra nuclear.
Al menos, de cuando en cuando, los Caballeros Atómicos ofrecían al lector un panorama más verosímil de un mundo semejante al de la mayoría de las series de cómics hasta aquel momento. Y si la ecología del planeta se había deformado deliberadamente por razones dramáticas –encuentran algunas plantas en las últimas aventuras, pero en un mundo sin insectos, ¿cómo podría haberse producido la polinización? Es más, ¿cómo podría sobrevivir siquiera un día el propio hombre sin plantas que realizaran su función ecológica?– Schwartz haría un esfuerzo para no desterrar totalmente la ciencia de las historias. En el nº 120, por ejemplo, los Caballeros se enfrentan a una criatura mutante que roba el agua de una comunidad de supervivientes; el bicho no sólo es conceptualmente improbable, sino que su aspecto es bastante estúpido, pero la forma de derrotarlo, basado en la ciencia, es típica de Julius Schwartz.
Por otro lado, el propio formato –historias de once/quince páginas con cadencia trimestral– impedía construir una adecuada tensión narrativa. El tema del mundo postnuclear se dejó de lado para introducir las más variopintas y rocambolescas amenazas, desde guerreros de la Atlántida a moradores del subsuelo pasando por el canónico alienígena. A pesar de sus limitaciones, Broome y Schwartz consiguieron mantener cierta coherencia y una ligera continuidad que permitió ir contemplando la reconstrucción paulatina del mundo arrasado por la radiación, aunque la serie fue cancelada antes de que pudieran consolidarlo.
Schwartz era muy consciente de que Los Caballeros Atómicos eran ciencia ficción de serie B y siempre fue el primero en admitir que su objetivo era, en primera instancia, entretener.
Y eso, a decir de los propios lectores, sí lo consiguió. El estilo literario de Broome contrastaba con el de, por ejemplo, su colega Gardner Fox. Las historias de Broome estaban menos orientadas al argumento de las de Fox y sus personajes más propensos a mostrar sus emociones (Broome también se percató de tales diferencias y bautizó con cariño al líder de los Caballeros, Gardner Grayle, con el nombre de Fox).
Por ejemplo, cuando Marene Herald, la única fémina del grupo, se derrumba en los brazos de Grayle tras contemplar la devastación del mundo en Strange Adventures 129, es un momento cargado de emoción más genuina que otros muchos protagonizados por héroes más famosos. No se puede decir que haya un gran desarrollo de sus personalidades –algo común a todos los comic-books de la época–, pero al menos, cuando terminamos de leer su última aventura, sí podemos decir que sabemos más que al principio de cada uno de los personajes.
Murphy Anderson dibujó las quince historias de once páginas de que constaron sus aventuras, publicadas trimestralmente como complemento de Strange Adventures entre 1960 y 1964 (números 117, 120, 123, 126, 129, 135, 135, 138, 141, 144, 147, 150, 153, 156 y 160 y 160). El artista recordaría años más tarde que «me divertía hacer los Caballeros Atómicos, pero en cuanto a esfuerzo invertido, salí perdiendo. Cada caballero tenía su propia armadura y una personalidad distinta reflejada en su aspecto y las ropas que vestía. ¡Y encima combatían contra las amenazas todos juntos! Y, naturalmente, la amenaza tenía que superarles en número, por lo que debía dibujar viñetas con quince o dieciséis personajes. Aún así lo disfruté, porque John Broome escribía buenas historias. Siempre me gustó trabajar en este tipo de material. Pero oye, ¡era agotador!»
Sus esfuerzos, no obstante, obtuvieron recompensa. A pesar de su deprimente premisa (la supervivencia en un mundo arrasado), los Caballeros Atómicos fueron votados como serie más popular por los lectores de Strange Adventures . Al fin y al cabo, el pintoresco conjunto simbolizaba un rayo de esperanza
Bastante después de que la serie fuera cancelada, los Caballeros fueron recuperados como estrellas invitadas en el número 10 de la extraña serie Hercules Unbound (abril–mayo 1977) guionizado por Cary Bates y dibujado por Walter Simonson. Posteriormente, en DC Comics Presents nº 57, nos enteramos de que en realidad el mundo de los Caballeros no había sido sino una simulación informática generada por el cerebro de Gardner Grayle, un sargento del ejército sometido a un experimento militar. Cuando el poder de su mente, potenciada por el ordenador, empieza a afectar a la realidad, Superman lo encuentra y lo libera. Grayle se integra entonces en el Universo DC oficial como El Caballero Atómico. Mike W. Barr lo incluyó brevemente en la formación del supergrupo The Outsiders.
Los humanos normales y corrientes que a menudo encontraban los Caballeros en el curso de sus viajes eran a menudo toscos, avariciosos, de miras estrechas y desconfiados no sólo con los forasteros, sino también con la Ciencia. Después de todo, ¿no era la Ciencia la responsable de la guerra que había destruido el mundo?
Quizá la verdadera y más importante misión de los Caballeros –y de los científicos de hoy en día– era, precisamente, educar a la gente. Y, al hacerlo, también mostraban a sus jóvenes lectores, los adultos del mañana, que la Ciencia no es ni buena ni mala, es sólo un método para adquirir conocimiento del mundo en el que vivimos. Es el uso que se hace de ese conocimiento lo que marca la diferencia entre el bien y el mal. Ésa es la lección que John Broome y Murphy Anderson trataron de transmitir, una lección que, después de todo, no ha perdido vigencia.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.