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«Cuando el durmiente despierta» (1899), de H.G. Wells

El primer ciclo de novelas de Wells se cierra con dos trabajos fascinantes pero parcialmente fallidos: Los primeros hombres en la Luna (1901) y este When the Sleeper Awakes (1899), el que se nos traslada al futuro para mostrarnos los detalles de una megalópolis futurista regida por el capitalismo y la tiranía despiadada. Fue la primera ficción política explícita escrita por Wells.

Graham, un inglés normal y corriente del siglo XIX, cae en un coma y se despierta doscientos años en el futuro para descubrir que sus inversiones financieras han ido multiplicándose, extendiéndose en forma de compañías y holdings cada vez mayores y más poderosos, hasta apropiarse de la mitad de las empresas y tierras del mundo. Es, de facto, el dueño de medio mundo. Durante su extraña catalepsia, se ha ido convirtiendo en una celebridad popular, un símbolo de carácter místico/religioso. Sus intereses económicos han sido administrados por el Consejo Blanco, el resultado de la fusión de miles de consejos de administración a lo largo del tiempo. Sus doce miembros, literalmente los gobernantes del mundo, ven peligrar sus privilegios y posición por la inesperada resurrección de quien a fin de cuentas es su jefe y deciden encerrarlo y asesinarlo. Un resentido aspirante a miembro del Consejo, Ostrog, secuestra a Graham y da un golpe de Estado, aprovechándose de la reverencia que las masas tienen por el durmiente. Tras el éxito de la conspiración y ocupar su puesto como dirigente supremo, el desorientado Graham trata de encontrar su lugar en el mundo del futuro y sobrevivir al involuntario papel de mesías salvador a y las intrigas políticas que se tejen a su alrededor.

Como primer apunte, cabe destacar que es una pena que Wells no volviera a utilizar nunca más uno de sus mejores hallazgos, la máquina del tiempo. Con una excepción –la extraña pero entusiasta Historia de los días por venir (1897)– aquellos de sus trabajos posteriores que situaban la acción en el futuro, utilizarían un artificio narrativo tan tradicional como aburrido: la animación suspendida.

Wells describe un amplio catálogo de maravillas tecnológicas: las calles rodantes que sustituyen al transporte colectivo e individual, un antecesor de nuestras modernas PDA, el reproductor de vídeo, la televisión por cable, aeroplanos, máquinas de noticias parlantes, publicidad omnipresente, un sistema de comunicaciones global, la utilización de la hipnosis como medio tanto de aprendizaje como de olvido, niñeras robotizadas, la manufactura individualizada e instantánea de ropa, aerogeneradores de energía y una ciudad construida como un solo y gigantesco edificio, con clima y luz controlados.

Pero todo ese despliegue tecnológico no ha mejorado en nada los fundamentos de la sociedad o la política. Y en este aspecto, Wells introduce una idea novedosa al plantear una distopía que se aleja mucho del paraíso utópico de corte socialista que otros autores del género habían imaginado (de hecho, el propio Graham, decepcionado por lo que ve, recuerda esos libros, que ya hemos comentado en esta revista: Noticias de ninguna parteLa edad de cristal El año 2000: una mirada retrospectiva). El futuro de Wells no ha devenido en igualitarismo y justicia social ni en un Estado intervencionista, omnipresente y protector que se ocupa cordialmente de sus ciudadanos. Todo lo contrario.

La sociedad sigue fracturada en una élite poderosa, que disfruta de todos los avances tecnológicos mientras se abandona a sus vicios en las Ciudades del Placer por un lado; y grandes masas de trabajadores esclavizados, ignorantes y dispuestos a dejarse manipular por cualquier demagogo advenedizo, por el otro. Los ciudadanos obedecen, trabajan y sirven, pero no toman parte en ninguna decisión sobre los asuntos que les atañen. La eutanasia feliz es un privilegio solo al alcance de los ricos, al igual que los aeroplanos o la privacidad doméstica. Bajo el lustre de una ciudad futurista y avanzada, acecha el egoísmo, la violencia y la absoluta indiferencia por la suerte del prójimo.

Una vez en el poder, Graham se entera del proceso histórico que ha dado lugar a una sociedad tan hostil, un proceso que comenzó muy atrás en el tiempo, en la Edad Media, cuando el rey depositó parte de su poder en el Parlamento, entonces controlado por las clases aristocráticas de terratenientes. Con el tiempo, el sistema de partidos políticos se haría con los engranajes políticos.

Financiados por hombres de negocios cada vez más poderosos –y a los que los propios partidos, con sus decisiones, contribuían a enriquecer aún más–, la corrupción y el deseo de permanecer en el poder a toda costa llevaba a la venta de sus ideales al mejor postor y la manipulación de masas de votantes ignorantes. Los políticos de uno y otro bando, cada vez más dependientes de los industriales y financieros, tomaban medidas que facilitaban el expolio de los recursos del planeta, la especulación del mercado de divisas y la guerra arancelaria. La consecuencia era una miseria cada vez más extendida entre las clases más desfavorecidas que no conseguían aliviar la mecanización y el avance tecnológico resultante del crecimiento industrial. Finalmente, como hemos indicado, la agrupación de holdings, fusión y compra–venta de empresas, acabaron poniendo el poder ejecutivo en manos del Consejo Blanco, la élite de las clases mercantiles más adineradas. En resumen, una mezcla de interesantes comentarios sobre la naturaleza de la revolución industrial, el capitalismo y los cambios sociales, pero distorsionados por la lente victoriana a través de la cual veía el mundo el propio Wells.

Cuando el durmiente despierta es también un libro de parodia religiosa (en este sentido, similar a La isla del Dr. Moreau) pero esta lectura no es evidente a primera vista. La megalópolis en que se ha convertido Londres y las maquinaciones políticas que amenazan la vida de Graham constituyen el armazón del libro; pero bien podría ser que su núcleo fuera la sátira religiosa: una fábula sobre un individuo normal y corriente, reverenciado por las multitudes, que resucita milagrosamente como un mesías y cuyos intereses han sido administrados por doce “discípulos” de sospechosa conducta y cuya forma de hablar esconde una suerte de tono místico–burlón.

Un aspecto llamativo de la novela es cómo Wells plasma la diferencia en la moralidad dominante de una y otra época. Graham descubre una especie de reproductor de video e inserta uno de los cilindros que contiene una película: «No eran cuadros o idealizaciones, sino realidades fotografiadas… se levantó, enfadado y avergonzado por haber presenciado aquello incluso a solas». Esta es probablemente la reacción que un estirado caballero victoriano tendría ante la visión de pornografía, y no una especialmente dura, sino cualquier escena erótica que pueda verse en películas y programas de televisión de lo más normales –para nosotros– y que resultarían total y absolutamente inaceptables para la moral victoriana.

Abundando en lo mismo, otro indicador de la moral más relajada que Wells imaginara para el año 2100 aparece en el mismo capítulo, cuando un ayudante de Graham le propone una forma de entretenimiento que para los lectores victorianos debió haber sonado incluso más escandaloso que la pornografía: «Nuestras ideas sociales» dijo el ayudante «son más liberales en comparación con su época. Si un hombre desea eludir el tedio con, por ejemplo, compañía femenina, no lo tomamos como algo escandaloso. Hemos limpiado nuestras mentes de fórmulas preconcebidas. Hay en nuestra ciudad una clase [de trabajadores/as], necesaria, discreta y no despreciada».

Tales ideas debieron haber sido realmente atrevidas a finales del siglo XIX y no podemos sino admirar el valor de Wells al extenderse en la descripción de estos «placeres». Aunque la prostitución sigue sin estar legalizada, nuestros parámetros morales son considerablemente diferentes, más relajados, que los de la Inglaterra victoriana. En este sentido, Wells supo predecir la dirección hacia la que evolucionaría la sociedad y las modas de su tiempo.

Otro tema que subyace en la novela y que Wells trata con éxito parcial, es el multiculturalismo. Por una parte, Wells supo entender que las sociedades actuales, en lugar de estar compuestas exclusivamente por caucásicos, comprenderían una diversidad de grupos étnicos, una idea que en 1899 parecía bien poco plausible. Por ejemplo, cuando Graham sale a explorar sus dominios, se le asigna un guía, Asano, «cuyo rostro le delataba como japonés, aunque hablaba inglés como un británico». Graham le pregunta –con bastante poco tacto–: «¿y qué hay del peligro amarillo?», Asano le responde que «se dieron cuenta de que todos somos blancos después de todo», una clara postura en favor de la igualdad racial.

Pero, desgraciadamente, Wells no amplía esa tolerancia racial a las etnias africanas. El prejuicio del escritor contra la gente de color es algo bien documentado y en esta novela resulta más que evidente. En ella se menciona en diversas ocasiones a un brutal y temible cuerpo de seguridad, la «Policía Negra», regimientos de africanos a los que en ocasiones se refieren los ciudadanos como «malditos negratas» y que no dudan en mutilar, violar y torturar. Uno podría pensar que Wells sólo reflejaba aquí los prejuicios de su época, pero en un libro donde lo que se pretende es predecir lo que sucederá, es decepcionante comprobar que no fue capaz de sobreponerse a su racismo.

Uno de los asuntos a los que Wells presta más atención es al transporte, y su error a la hora de predecir la evolución del mismo es una de las razones por las que el libro no ha envejecido tan bien como otras novelas suyas. Las carreteras rodantes, que se desplazan a la velocidad de trenes, nunca fueron más allá de la imaginación de los escritores y los ilustradores de ciencia-ficción. Por otra parte, Wells dedica muchas páginas a describirnos el vuelo, que, de hecho, es fundamental en el clímax de la historia. Desgraciadamente, las ideas que el escritor albergaba acerca del futuro del vuelo tripulado (cuyo descubrimiento en el mundo real estaba a la vuelta de la esquina) eran tan inexactas y desnortadas que para el lector del siglo XXI resultan casi cómicas.

Sería injusto, no obstante, juzgar a Wells según la óptica actual. Al fin y al cabo, en 1899 las descripciones que hace de sus ingenios voladores debieron resultar bastante impresionantes. Además, no había forma de que Wells pudiera haber predicho descubrimientos tales como el motor de propulsión –aunque no deja de ser irónico que viviera el tiempo suficiente como para ver sus profecías ampliamente superadas (murió en 1946)–. Simplemente, echó un vistazo a las líneas de desarrollo que entonces se estaban siguiendo y realizó una extrapolación por lo demás habitual en la época.

En su primer viaje en aeroplano, Graham tiene la oportunidad de salir de Londres para ver desde el aire cómo ha cambiado la manera de vivir de la gente. Observa que han desaparecido prácticamente todas las ciudades pequeñas y pueblos. Las comunidades agrícolas y las granjas, tan importantes en la economía y la sociedad británicas del siglo XIX, no son más que ruinas desiertas. El cultivo de vegetales y la cría de animales se realizan ahora en gigantescas industrias. En eso no se equivocó Wells, pero sí lo hizo al pensar que las ciudades acabarían convirtiéndose en megalópolis compactas que absorbían, incansables, personas y recursos del campo. En realidad, los centros urbanos de las ciudades actuales han tendido a convertirse en cascarones vacíos más allá de su papel como motores de la economía diurna. Al término de la jornada, la gente se dispersa por los extensos suburbios en lugar de apiñarse en colosales edificios-hormiguero.

Hay varias razones por las que este libro no se cuenta entre los más conocidos de Wells. En primer lugar, queda a la sombra de las novelas que el escritor publicó inmediatamente antes (La Guerra de los Mundos) y después (Los primeros hombres en la Luna). En segundo lugar, al pasar el tiempo, su relevancia ha ido disminuyendo conforme muchos de los avances tecnológicos predichos en el libro fueron ampliamente superados antes incluso del año 2000, cien años antes del momento en el que la acción del libro tiene lugar. Así que es difícil de imaginar que el año 2100 será tal y como nos lo presenta Wells. Un entorno verosímil, no totalmente ajeno a lo posible, es algo fundamental en la pervivencia de estos libros y su disfrute por generaciones venideras.

En tercer lugar, la propia novela no está a la altura de otras obras de Wells. Los personajes están mal caracterizados, el ritmo es irregular y, sobre todo, la historia, que en manos de otros escritores como Asimov o Heinlein hubiera resultado intrincada y apasionante, queda reducida a un mero vehículo para describir la visión que el escritor tenía del futuro. El propio Wells no quedó conforme con el resultado, como lo demuestra el hecho de que reescribió el relato en dos ocasiones. Cuando el durmiente despierta fue serializado originalmente entre 1898 y 1899 en la revista The Graphic, siendo a continuación revisado y acortado para su publicación en novela en 1899. En 1908. Wells había acordado con sus editores escribir otra novela futurista pero, al verse incapaz de cumplir su compromiso, ofreció a cambio revisar esta obra, que fue modificada y aligerada en tono y estilo. Fue esta revisión la que continuó reimprimiéndose una y otra vez hasta que en 1994 los aficionados pudieron volver a leer la versión original (en castellano continuamos sin tener una edición reciente de la obra).

La ciudad del futuro, con sus rascacielos, carreteras rodantes y mini-aeródromos, pronto se convirtió en la ciudad futurista “estándar” del género incluso aun cuando el mismo Wells la abandonó rápidamente como profecía tecnológica, apuntando en cambio a las fuerzas que llevarían a una dispersión de la población y la suburbanización. Sus élites entregadas a los placeres de la carne, las masas de trabajadores enfurecidos tomando el control de las calles, la bella y tierna mujer rogando al rico protagonista que se ocupe de los más desfavorecidos y, sobre todo, el aspecto de la ciudad, con los sórdidos niveles inferiores en contraste con los brillantes rascacielos, son imágenes e ideas que Fritz Lang tendría muy en cuenta para su mítica MetrópolisWoody Allen también adaptó este relato –muy libremente– en su film El dormilón.

Como conclusión, estamos ante una novela menor de Wells si la comparamos con La máquina del tiempo o La guerra de los mundos, un relato con más ideas interesantes que desarrollos acertados y un trabajo de ficción especulativa que ha perdido su peso como profecía del mundo futuro. Sin embargo, el peso de algunos de esos conceptos e ideas, como hemos apuntado en el párrafo anterior, dejaría una huella duradera en el género.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".