El alemán Bernhard Kellermann fue un escritor muy apreciado en su tierra natal, cuyo estilo evolucionó desde la elegante prosa impresionista hasta la crítica social más apegada a la realidad. Su novela Ingeborg llegó a contabilizar 183 ediciones desde su publicación en 1904 hasta 1939, lo que da una medida de su popularidad.
Centrado en el progreso social gracias a la utilización y extensión de la tecnología, El túnel fue uno de sus trabajos más reconocidos, con una tirada superior al millón de ejemplares y traducciones a veinticinco lenguas, lo que lo convierte en uno de los libros de mayor éxito de la primera mitad del siglo XX.
Allan es un ingeniero idealista que sueña con construir un túnel submarino que una América con Europa. El proyecto, cuya ejecución debía durar años, sufre todo tipo de dificultades financieras, accidentes en la construcción y huelgas y levantamientos violentos de los trabajadores. El ingeniero, en el centro del huracán, se convierte en el foco de todos los odios. Por fin, tras veintiséis años de penosos trabajos, se completa la colosal obra que cruza todo el Atlántico. Pero, bromas del destino, tan pronto como se inaugura, el primer avión atraviesa el océano en tan sólo unas pocas horas. El túnel ha quedado obsoleto sin siquiera haberse utilizado.
Desconozo si Kellermann se inspiró en ello o no, pero su historia se asemeja mucho a la odisea que supuso la construcción real de otro túnel, el primero que atravesaba un río navegable: el Támesis. Entre 1825 y 1843, Marc Isambard Brunel utilizó una novedosa tecnología de propia invención para cavar un túnel de 11 metros de ancho, 6 metros de alto y 396 metros de largo, que unía, a 23 metros de profundidad, las dos orillas del río británico. El proyecto, como el ficticio túnel atlántico de Kellerman, sufrió todo tipo de contratiempos: epidemias y enfermedades provocadas por la humedad y las miasmas que se filtraban del río, gas metano que explotaba al contacto con las lamparillas de los obreros, inundaciones… Hubo muertos, heridos, se tuvieron que paralizar los trabajos durante siete años por falta de financiación, la dificultad técnica de trabajar en un terreno inestable hacía que los progresos fueran minúsculos (de tres a cuatro metros semanales)…
Eso sí, a diferencia del túnel imaginario de Kellermann, y aunque supuso un descalabro financiero monumental, se convirtió en una atracción visitada por dos millones de personas al año y hubo quien, incluso, la calificó de «octava maravilla del mundo» y lugar imprescindible en cualquier visita a Londres (el túnel sería luego refugio de prostitutas y atracadores y, más tarde, parte del sistema del metro londinense).
Volviendo al libro que nos ocupa y aunque proyectaba hacia el futuro una historia que, como hemos visto, ya había sucedido, fue excepcionalmente bien recibido. Contemplaba acontecimientos que luego tendrían su reflejo en la historia del siglo XX, como la Gran Depresión, aunque el mundo futuro imaginado por Kellermann, el de los años veinte y treinta, no sufría la catástrofe de la Primera Guerra Mundial, algo que, a pesar de estar a la vuelta de la esquina, el escritor alemán no quiso ver.
Puede que el libro no sea hoy más que una anécdota dentro de la historia de ciencia-ficción pero, como hemos indicado al principio, la popularidad en su tiempo fue la envidia de cualquier escritor, hasta tal punto que se llevó al cine en cuatro ocasiones (en 1915, en 1933 y dos veces en 1935).
Imagen superior: ilustración que refleja la apariencia original del túnel del Támesis.
Copyright © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia-ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.