Cualia.es

«Hombres como dioses» (1923), de H.G. Wells

Tras La liberación mundial (1914), la ciencia-ficción fue empujada fuera de la escena literaria por la Primera Guerra Mundial, un conflicto que provocó carnicerías a una escala que pocos aparte de Wells podían presumir haber profetizado. A medida que la catástrofe se agigantaba, redobló sus esfuerzos haciendo campaña a favor de un acuerdo pacífico capaz de garantizar la estabilidad global. La Liga de las Naciones y, más tarde, las Naciones Unidas, le deben algo a la insistente propaganda de Wells. Su creciente desconfianza no tanto hacia el ser humano como hacia el modelo político, social y ético vigente, se reflejaba claramente en sus obras de esta época.

La novela que ahora comentamos, uno de sus últimos trabajos dignos de mención, continúa la tendencia que Wells había iniciado a principios de siglo: novelas que en realidad eran descripciones de sociedades utópicas de corte socialista. Recordemos, en este sentido, Una utopía moderna (1905), ya comentado en este espacio. Tras un periodo alejado de la ciencia-ficción, regresó al género perfeccionando su visión del futuro –o, más bien, lo que a él le hubiera gustado que fuera el futuro–. Porque, en el fondo, Wells era un polemista al que no satisfacía nuestro mundo y que tenía ideas acerca de cómo mejorarlo. El problema es que en lugar de utilizar esas ideas como soporte para una ficción acabó haciendo lo contrario: plantear una mínima trama argumental que sirviera de excusa para su propaganda reformista.

Un grupo de científicos de nuestro mundo atraviesa una grieta espacio–temporal y encuentra un universo paralelo en el que la Tierra se halla miles de años más avanzada. Tras experimentar una serie de revoluciones sociales y económicas a nivel global (La Edad de la Confusión) se ha alcanzado lo que los visitantes consideran una Utopía. En ese futuro alternativo no existen gobiernos porque desde la infancia sus habitantes son adoctrinados machaconamente en un único aspecto: respetar la autonomía del prójimo. Con esta sencilla regla en mente, no hay necesidad de instituciones sociales o políticas y los hombres y mujeres, felices y sanos, pasan su longeva vida disfrutando de su perfección genéticamente diseñada.

La apariencia de los utópicos se asemeja a la de los dioses griegos. El nudismo es generalmente practicado sin darle mayor importancia, costumbre favorecida por el clima uniformemente cálido y seco. Eso sí, los utópicos de más edad sí se cubren. ¿Se trata de un antecedente del culto a la belleza corporal (los cuerpos bronceados, altos, esbeltos y fuertes no necesitan más adorno que alguna joya, mientras que las arrugas y abultamientos de la edad deben ocultarse)? Es un mundo dominado a partes iguales por la curiosidad científica y el hedonismo. La población está limitada a doscientos millones de personas en todo el planeta, lo que evita la congestión en grandes e insalubres ciudades. Las familias son de estructura vaga y variable. Los individuos, para estar todos ellos dedicados a la ciencia o el arte, demuestran ser poco curiosos o amistosos; es más, parecen ser bastante aburridos y huecos.

Todos los males y miserias que dominan nuestra existencia han sido conquistados: la ignorancia, la guerra, la pobreza, la suciedad, la enfermedad, la frustración, el miedo, la superstición, las malas hierbas, las avispas y los ratones… El mundo que todos desearíamos… y, sin embargo, las utopías de Wells nos resultan hoy repelentes. Esa higiene forzada, el ocio casi obligatorio, la uniformidad impuesta, los regímenes autoritarios en los que una élite de hombres ilustrados dirigen el mundo, la ausencia de pasión vital, la eugenesia (todos los utópicos que aparecen son caucásicos) y el control centralizado de la población… Libros posteriores, como Un mundo feliz o 1984 expondrían descarnadamente los peligros inherentes a las ingenierías sociales que pretendían construir utopías basadas en criterios racionalistas. Pero en un clima de posguerra, en una sociedad aún traumatizada por los horrores bélicos y con otro conflicto adivinándose en el futuro, este panorama de orden impuesto, paz global, bebés perfectos, educación universal y ciencia dedicada al descubrimiento de nuevas comodidades, era algo totalmente deseable que no se asociaba con ideas totalitarias.

El libro ofrece aspectos interesantes: la idea de universos paralelos conviviendo en espacios dimensionales cercanos, la descripción de una especie de internet bajo la forma de un buzón de voz y sistema de rastreo global, y la ya mencionada pintoresca propuesta nudista. El problema es que ni existe una historia con un mínimo de solidez que capte la atención del lector ni se trata de una descripción detallada y particularmente coherente de una utopía (por ejemplo, la eliminación de gran parte de la diversidad biológica por considerarla molesta o peligrosa no parece compatible con el mantenimiento de una ecología viable). Wells se limita a escoger sólo los mejores aspectos de su propio credo político. El resultado es una fantasía aburrida y decepcionante.

Fueron obras como esta las que, a partir de Wells, empezaron a deteriorar las relaciones entrelos escritores de ciencia-ficción y el entonces naciente establishment literario. A comienzos del siglo XX, Wells era considerado por un importante número de intelectuales como una influencia negativa. Sus primeros romances científicos, publicados a finales del siglo XIX, le merecieron alabanzas de personalidades como Joseph Conrad o Henry James. Sin embargo, Wells acabaría perdiendo la amistad y apoyo de ambos debido a su antipatía expresa por la estética impresionista de la literatura. En una época en la que la interiorización subjetiva y las meditaciones estéticas eran la norma, autores como Virginia Woolf rechazaron el empeño de Wells por hacer de la novela un medio exclusivamente transmisor de opiniones o posturas políticas, acumulando detalles externos e impersonales sin interés alguno desde el punto de vista del formalismo literario. La complejidad de los personajes de la literatura de la época contrastaba con la falta de vida de los de Wells, planos como una fotografía , en opinión de E.M. Forster.

El enfrentamiento se agrió sobre todo después de que Wells abandonara el romance científico para centrarse en los libros didácticos con moraleja política. En ellos, Wells se mostraba deliberadamente hostil a la estética literaria más allá de su capacidad crítica para con las leyes e instituciones, los dogmas e ideas sociales . Henry James, en su ensayo The Younger Generation mencionaba a Wells como ejemplo de la desconexión entre el fin y el método así como de tirar su mente y el contenido de la misma sobre nosotros como arrojados desde la ventana de un piso elevado . Por su parte, Wells parodió el estilo de James en su obra Boon (1915); se resistió, además, a unirse al Comité Académico de la Royal Society of Literature en 1912, una actitud que le granjeó la hostilidad no sólo de otros intelectuales modernistas y académicos de la época, sino de poderosos e influyentes periodistas que lo marcaron como no apto para ser incluido dentro de la esfera de la alta cultura . Por extensión, ello afectó al género por el que era más conocido, la ciencia-ficción.

La animadversión de la intelectualidad hacia Wells no era sólo estética. Más dañino aún para la reputación de los romances científicos fue el proselitismo que Wells esgrimía en favor de la supremacía de la Ciencia y el Mecanicismo, interpretando estos como anti–humanismo o indiferencia por la psicología humana. La reacción contra esta opción vino de figuras tan dispares como G.K. Chesterton (El Napoleón de Notting Hill, 1904), C.S. Lewis (Esa horrible fortaleza, 1945), E.M. Forster (La máquina se para, 1909) o incluso Aldous Huxley, cuyo distópico Un mundo feliz (1931) ataca los ritmos tecnológicos de la América moderna y cuyo propósito original, precisamente, fue el de servir de respuesta a Hombres como Dioses . Incluso desde la izquierda, gente como el ruso radical Yevgeny Zamyatin –al que gustaban las obras de Wells y que incluso había escrito el prefacio para algunas de sus traducciones al ruso– escribió en 1921 Nosotros, una distopia en la que los hombres se resisten al totalitarismo tecnológico.

Una tercera razón para el rechazo a Wells por parte de muchos de sus compatriotas, era, sinduda, su pertenencia a una clase social más baja , prejuicio que nunca anda lejos de las diferencias políticas o estéticas. Los intelectuales eduardianos alababan las comedias de Wells sobre las clases medias–bajas al tiempo que ignoraban su faceta de profeta político. Para Forster, novelas como Kipps o Tono–Bungay hacían de Wells un nuevo Dickens. Pero lo que en el fondo quería decir con ello era que ambos tenían talento para entretener a las masas en su calidad de reformistas sociales de escasa educación; desde el punto de vista estético, sin embargo, ninguno de los dos tenía mucho gusto a decir de Forster. Lo que no se declaraba abiertamente en público sí afloraba en la correspondencia personal de, por ejemplo, Aldous Huxley, cuya opinión de Wells era que se trataba de un hombrecillo vulgar y bastante horrible .

El resultado es que todos aquellos que continuaron escribiendo romances científicos lo hicieron en condiciones de marginalidad y aislamiento, algo que, a la postre, les dio una extraordinaria cohesión y un espíritu de grupo.

Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".