Serializada en 1982 en la revista italiana Orient Express –y recopilada en España por Norma en forma de álbum dentro de su colección El Muro–, esta obra sigue la línea de otras firmadas por el genial dúo Berardi–Milazzo en cuanto a la importancia que conceden a los personajes sobre el argumento en sí.
La historia, un relato de serie negra ambientado en el Hollywood de los años veinte, es entretenido aunque no particularmente inspirado: la búsqueda de Marion Colman, una camarera misteriosamente desaparecida por parte de un detective privado quien, a medida que se suceden los acontecimientos, descubre una trama de asuntos bastante siniestros. Nada que, de una u otra forma, no se haya contado ya en el ámbito literario o cinematográfico.
El punto fuerte del álbum es el retrato de los personajes, particularmente el protagonista. Marvin no responde a los parámetros clásicos bajo los que se mueven muchos de los detectives de este tipo de relatos. Es un fracasado, un personaje que no logró sobresalir como actor de cine mudo en westerns de segunda categoría, que salió malparado de las trincheras de la Primera Guerra Mundial y que ha visto naufragar su matrimonio y alejarse lo único que aún le importa: su hija.
Su oficio de detective privado no es sino un último recurso para pagar las facturas de una vida con la que se siente resentido y decepcionado. Su explosión de rabia y frustración mientras conversa con la madre de Marion revela a la perfección el amargado corazón del personaje. Ese retrato lo completan los diferentes flashbacks que se van sucediendo a lo largo de la investigación: sus antiguas películas como imitador de Rodolfo Valentino, su marcha a Europa para vivir horribles experiencias en el frente… pero también los diálogos que mantiene con otros personajes: la escena con el capitán de policía o con el médico son lecciones de cuánto se puede decir en tan poco espacio. Y ese magnífico final que, por si Berardi no lo hubiera conseguido ya, termina de alejar a Marvin del prototipo de policía duro, frío y cínico.
Y no se pueden olvidar, claro está, a los secundarios, quizá ensombrecidos por el detective, pero imprescindibles para configurar el entorno histórico y hacerlo verosímil: el veterano proyeccionista del comienzo de la narración, el cuñado jefe de policía, el borrachín soplón, la madre de Marion… todos ellos reciben un tratamiento humano, realista y creíble que le acerca al lector.
Milazzo es un maestro del cómic y lo demuestra una y otra vez con cada una de sus obras. Su arte es un ejemplo magistral de cómo la simplificación gráfica no implica recortar el mensaje o la información, sino que puede servir para lo contrario. Sin utilizar ni un solo texto de apoyo ni un globo de pensamiento, narra la historia con fluidez y precisión, retratando con finura una expresión con tan sólo cuatro líneas, dándole a cada personaje su propia postura y forma de moverse… y no olvidando la necesaria ambientación: las escenas iniciales en los estudios cinematográficos son un acertado y cariñoso homenaje a toda una época del séptimo arte.
En definitiva, una obra poco comentada, prácticamente olvidada, pero tras cuya aparente discreción no se esconde la mediocridad, sino una lección de narrativa y construcción de personajes.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus entradas aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.