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«La Sombra: Sangre y justicia» (1986), de Howard Chaykin

El personaje de La Sombra fue uno de los abuelos del género superheroico. Nacido originalmente en 1930 como un serial radiofónico, su popularidad no tardó en trasladarlo a otros formatos, el literario primero –en las revistas pulp de la época, luego en novelitas baratas–, el cine y el cómic después.

La Sombra fue el personaje que fijó el arquetipo de héroe villanesco, el luchador contra el crimen que asustaba a los villanos, inquietaba a los lectores y cuyos métodos no siempre se antojaban del todo nobles. Totalmente vestido de negro, armado con un par de pistolas y dotado de la habilidad de «nublar la mente» de sus adversarios y parecer así tan inmaterial como su propio nombre, La Sombra fue quizá el primer superhéroe peligroso cuya influencia podría rastrearse en sucesores tan ilustres como Batman.

Dado que sus aventuras fueron narradas por varios creadores en diferentes medios, el personaje y sus aliados en la lucha contra el crimen no tardaron en acumular inconsistencias, empezando por la verdadera identidad del protagonista (unas veces Kent Allard, otras Lamont Cranston). Éste tuvo también muchos agentes y colaboradores; y, por supuesto, un interés romántico, Margo Lane. Sin embargo, los detalles sobre todos ellos y sus relaciones internas siempre resultaron vagos: la atención recaía sobre la guerra, no sobre el guerrero; primaba la acción sobre la caracterización.

No entraré en esta ocasión a glosar el recorrido del personaje en el mundo del cómic. Baste destacar la breve encarnación viñetera en la década de los setenta de la mano del guionista Denny O´Neil y el dibujante Mike Kaluta. Todas las incursiones en el mundo de La Sombra, sin embargo, compartían algo en común: se mantenían fieles al concepto original y se ambientaban en los años treinta.

A principios de los ochenta, cuando los Estudios Universal anunciaron sus planes para una superproducción protagonizada por La Sombra que se estrenaría en 1985, el interés por el viejo personaje se reavivó. Aunque el proyecto cinematográfico no llegó a buen puerto, el rumor bastó para animar a Dick Giordano, vicepresidente y editor ejecutivo de DC Comics, a dedicar un nuevo título al personaje, proyecto que ofreció al ya por entonces popular guionista y dibujante Howard Chaykin.

Éste, que por esos años disfrutaba de los elogios de crítica y público por su colección American Flagg para First Comics, se mostró bastante reacio a la propuesta de Giordano. En los años setenta ya había colaborado con Marvel y Atlas Cómics (la compañía fundada por Martin Goodman, exfundador de Marvel y Larry Lieber, hermano de Stan Lee) encargándose de héroes cuyas aventuras transcurrían en el ámbito del mundo de los gangsters de los años treinta como The Scorpion o Dominic Fortune.

Aunque esa experiencia le convertía en un interesante candidato para el revival de La Sombra, no deseaba realizar más historietas ambientadas en los años treinta.

Pero lo que sí quería era cambiar de género. Llevaba años dedicado a la ciencia ficción con títulos como Cody Starbuck, la adaptación al cómic de Star WarsIronwolfMicronautas, un par de novelas gráficas adaptando sendas obras clásicas del género y, por fin, su aclamada American Flagg. Era hora de pasar a otra cosa y lo que tenía en mente era un cómic de género negro, un campo por el que sentía interés desde que a comienzos de los setenta su colega Archie Goodwinle descubriera las obras de HammettChandler o Stout. Y La Sombra le ofrecía tal posibilidad. Ante la insistencia de Giordano y obteniendo de él el compromiso de respetar totalmente su libertad creativa, Chaykin aceptó.

Habida cuenta de la inclinación que Chaykin venía mostrando desde hacía años por la exhibición de violencia gráfica y sugerencias sexuales nada veladas, no debería haber sorprendido a nadie que desde las primeras páginas de la miniserie quedara diáfanamente claro que su versión del personaje no es que fuera diferente a la planteada diez años antes por Denny O´Neil, sino una completa antítesis. Es más, Chaykin se había propuesto de forma expresa romper todos los límites que O´Neil había establecido en su etapa, comenzando por trasladar la acción a los años ochenta. Así, cuando el primer episodio de la miniserie de cuatro números llegó a los quioscos en mayo de 1986, los sorprendidos lectores se encontraron con un justiciero muy diferente del que recordaban, vestido de Armani y empuñando ametralladoras Uzi.

Como parte del trabajo preparatorio para su versión de La Sombra, Chaykin estudió todo el material entonces disponible: los programas de radio, las revistas pulp, los cómics… y no tardó en descartar todo aquello que no le gustaba. Para empezar, los elementos sobrenaturales, importantes dentro de las novelas firmadas por Walter Gibson. En su lugar, optó por explicar los misterios que rodeaban al personaje de una forma más realista. También prescindió de los villanos de origen oriental, que consideró de escaso interés además de paradigma racista, y creó su propia galería de personajes secundarios. En resumen, Chaykin eliminó todo aquello que había convertido a La Sombra en lo que era, y se quedó con su nombre y unos cuantos conceptos muy básicos para contar la historia que a él le interesaba. Eso era precisamente lo que O´Neil había tratado de evitar, considerándolo ofensivo e injusto tanto para la memoria de Gibson como para su legión de seguidores.

Chaykin no tenía el mismo sentido de lealtad o amor por la tradición, todo lo contrario. Según afirmó: «no creo que La Sombra como personaje sea digno de tal reverencia». Es difícil imaginar que un proyecto de revitalización de un viejo personaje fuera encargado a alguien que albergaba tal hostilidad hacia el material original, pero Giordano no sólo no rectificó sino que aprobó la sinopsis inicial y el guión terminado.

Así, en las primeras páginas del número 1, el lector asistía asombrado a los brutales asesinatos de los antiguos ayudantes de La Sombra en los años treinta, todos ellos ancianos en diferente grado de decrepitud. Era la forma que tenía Chaykin de demoler la etapa clásica del personaje: abandonar la ambientación de los años treinta para trasladarse a 1986, liquidar a casi todos los personajes secundarios de entonces para dejar sitio a otros nuevos de su invención, y adoptar un estilo de violencia explícita jamás soñado por ninguno de los autores originales.

La aniquilación de su antigua red de agentes obliga a La Sombra a salir de su retiro en la legendaria ciudad de Shambala. Viaja hasta Nueva York y se reúne con dos de sus viejos asociados. Pero cuando por fin se presenta ante ellos –y ante los lectores– en la última viñeta del primer número, todos contemplan asombrados que no ha envejecido un ápice: sigue disfrutando de la misma apariencia de joven playboy, luciendo un elegante traje y una pose prepotente y burlona.

En un interesante giro argumental, la trastornada mente que se esconde tras los crímenes resulta ser Lamont Cranston –el verdadero Lamont Cranston, cuya identidad había sido robada por La Sombra en los años treinta–, un anciano aquejado de una enfermedad terminal que ha ido acumulando a lo largo de toda su vida un profundo odio hacia Kent Allard (la verdadera identidad de La Sombra). Al verse privado por La Sombra de su nombre y privilegiado puesto en la sociedad, el verdadero Cranston adoptó el nombre de Mayrock, reconstruyó su imperio financiero y ahora, con 95 años, ha tejido un plan para atraer a su enemigo fuera de su refugio en el Himalaya y obligarle a llevarle allí, donde pretende utilizar la avanzada tecnología del lugar para transferir su mente al de un cuerpo clonado que ha creado específicamente para tal fin. Su baza es una bomba nuclear que amenaza con detonar sobre la ciudad de Nueva York en el caso de que La Sombra rehúse avenirse a sus exigencias.

Aunque la trama es bastante disparatada, sí contiene algunos momentos interesantes, como la sugerida relación romántica entre La Sombra y Margo Lane, ahora conocida como Marilyn Forsythe, una anciana de ochenta años; o la caracterización de Harry Vincent, antiguo ayudante del héroe, como un mago de segunda que se gana la vida en las ferias locales realizando un espectáculo en el que encarna a su antiguo patrón.

Desde luego, una de las cosas que más llama la atención del cómic, incluso hoy, es la violencia. Hay asesinatos a sangre fría, gente destrozada por hélices, arrojada desde aviones, tiroteada, defenestrada, aplastada, incinerada viva… Era un despliegue de muerte –en buena medida sembrada por el propio héroe titular– como pocas veces se había visto en un comic-bookChaykin fue un pionero de ese sesgo violento que más tarde se convertiría en relativamente habitual en otros guionistas, desde Garth Ennis a Warren Ellis.

¿Se trató simplemente de una pose provocadora? ¿Era ese derramamiento de sangre tan explícito verdaderamente necesario? Si lo que se hubiera deseado fuera un mero revival del personaje, sin duda no. Pero Chaykin buscaba otra cosa.

Una de las razones por las que aceptó el encargo de ocuparse de un personaje por el que no sentía un especial cariño fue por la posibilidad de explorar, según sus palabras, «la violencia desagradable y aleatoria» propia de este tipo de justicieros. El cómic de superhéroes y de luchadores enmascarados contra el crimen en general tiende a la glorificación de la violencia, sublimándola conceptual y estéticamente para que resulte aceptable y necesaria. Ya en su obra anterior, American FlaggChaykin había explorado –si bien de una forma menos evidente– las consecuencias de la brutalidad extrema. Ahora iba un paso más allá.

No es que Chaykin se aprovechara de la nueva moda de héroes violentos y cínicos que inauguraron Frank Miller y Alan Moore. De hecho, Batman: El regreso del Caballero Oscuro Watchmen se publicaron en el mismo año que la miniserie de La Sombra, así que difícilmente podría tratarse de un caso de plagio o mimetismo. Fue Chaykin, junto con los autores mencionados, quien ayudaría a cimentar esa amarga visión del género superheróico que tanto predicamento tuvo. No, Chaykin no copió a otro autor ni se adscribió a una tendencia ya existente, sino que extrajo la violencia de la naturaleza íntima del propio personaje.

Contemplado desde cierta distancia, La Sombra era un individuo extraordinariamente violento: su característica risa diabólica al enfrentarse a los villanos denota su disfrute con el uso de la fuerza, y la forma en que se sirve de sus ayudantes apunta a la sociopatía. Eran rasgos que ya se encontraban en las historias originales de los años treinta y cuarenta, especialmente las firmadas por Theodore Tinsley, uno de los autores contratados para aliviar la carga de trabajo del escritor principal, Walter Gibson. Sus relatos, más perversos y violentos, fueron los que sirvieron de base al enfoque de Chaykin. Tal y como lo describe, La Sombra no era ni una persona que le gustara ni alguien con quien deseara verse asociado. No es una ejemplar figura heroica dedicada a combatir el crimen y hacer justicia, sino un asesino frío y lunático con pocas cualidades que le rediman. Armado con un par de uzis en lugar de las clásicas pistolas, exhibe una actitud tan chulesca como simplista en lo que se refiere a su misión. Cuando Mavis le reconviene por haber matado a todos los miembros de una cuadrilla de punks asesinos argumentando que existe la ley, La Sombra le contesta: «Eso es cosa de la policía. ¿Para qué malgastar tiempo en un juicio contra esos psicópatas cuando una bala es más eficiente y permanente?».

No es solamente la violencia lo que convierte a este cómic en un precursor de la ola de revisitaciones oscuras de personajes clásicos que dominaría los siguientes diez años. Casi todos los intervinientes en la trama, ya sean aliados o enemigos, tienen motivos para odiar a La Sombra. Las décadas que el justiciero pasó autoexiliado en Shambala hizo que sus compañeros se sintieran abandonados y utilizados, mientras que sus enemigos –al menos los que sobrevivieron– se encontraron llevando unas vidas definidas exclusivamente por el odio que sentían hacia su perseguidor. La Sombra, lejos de sentir remordimiento, parece extraer un perverso placer de todo ese odio focalizado en él. En cuanto a las nuevas generaciones, Mavis lo contempla como un individuo machista, despótico y psicópata.

Por otra parte, Chaykin, como parte de su deconstrucción del personaje clásico, sitúa como archinémesis del protagonista a Lamont Cranston, el criminal de altos vuelos que, involuntariamente, llevó a Kent Allard hasta Shamballa. El conflicto con Cranston obliga a La Sombra a enfrentarse al pasado que creía haber abandonado, un pasado que, de todos modos, era ficticio, ya que ninguna de las múltiples identidades que había ido utilizando era real –ni siquiera la original de Kent Allard, a la que se le dedica un brevísimo flashback para luego olvidarla por completo–. Lamont Cranston es un villano absurdo. Viejo y repulsivo, es reiteradamente engañado en la cama por su hijo clónico y su exuberante esposa obsesionada con la figura de La Sombra y la bomba nuclear.

Para subrayar su depravación, Chaykin recurre a su personal gusto por el sexo bizarro, tan presente en muchas de sus obras. Y en el caso de Chaykin, cuando hay sexo hay también sexismo: la rebelde Mavis, en cuanto es seducida por La Sombra y se acuesta con él, pasa a llamarle Amo, una transformación servil que ya en aquellos años ochenta causó disgusto incluso a muchos lectores masculinos. El sexismo y misoginia rampantes que exhibe La Sombra –y que Chaykin justifica argumentando que el personaje pasó de los machistas años cincuenta a vivir aislado en el Himalaya antes de regresar al Nueva York moderno– acaba derivando hacia esa estética sadomasoquista de la que tan a menudo abusa el autor.

El plan de Cranston consiste, como ya hemos dicho, en utilizar una bomba nuclear –representada como evidente símbolo fálico en varios planos del número final– para chantajear al héroe, amenazando a la población de Nueva York. El problema con el que no había contado el villano es que a La Sombra no le importa nada la vida humana. Lo que habría debido ser el clímax definitivo entre dos viejos enemigos se convierte en un desconcertante desenlace cuando La Sombra responde que no le importa lo que le ocurra a la gente (eso sí, unas páginas atrás había perdonado la vida a un par de perros guardianes) y que «sólo obedece a un ser superior». A continuación, se desencadena un baño de sangre del que solo sale indemne el propio héroe.

Ese final distancia a La Sombra: Sangre y justicia de otras obras como Watchmen o Batman: El regreso del Caballero Oscuro. Porque aunque ambas ofrecen una visión crítica de la figura del salvador–justiciero, en ellas hay personajes que de una u otra forman redimen el concepto de héroe como individuo preocupado por el prójimo. Chaykin, en cambio, rechaza cualquier posibilidad de confiar en nuestros viejos héroes. Puede que La Sombra salve a la ciudad del holocausto nuclear, pero es igualmente cierto que él había sido la razón de que existiera tal amenaza; y el desenlace demuestra que puede que dirija sus energías y recursos hacia la lucha contra los criminales, pero que desde luego siente muy poca compasión o siquiera empatía por el prójimo. La hostilidad de Chaykin hacia el personaje resulta patente hasta el mismo final.

Dicho todo lo cual, hay que añadir que la miniserie es tan brutal y cínica como divertida. Contiene muy buenos momentos y un dibujo que compensa las infames tendencias apuntadas más arriba.

El humor negro, el ritmo, la rotulación de onomatopeyas, la composición de página o un diseño de personajes y fondos que fusiona el Art Deco con la New Wave, elevan el nivel global de Sangre y justicia por encima de la media habitual en el cómic mainstream.

Chaykin también puso un esfuerzo especial en las portadas, diseñando e ilustrando cada una con un estilo progresivamente más moderno, desde la clásica ilustración pulp del primer número hasta la abstracción de sombras, rascacielos y neón de la última. Son portadas engañosas en tanto en cuanto remiten al espíritu pulp de los años treinta y cuarenta, mientras que la historieta que aguarda en el interior se dedica a subvertirlo.

Todo lo apuntado es lo que explica por qué Chaykin es un autor que no sólo no ha sido olvidado o rechazado por los fans a causa de sus cuestionables tendencias o aproximaciones a los géneros, a menudo excesivas, sino que, por el contrario, acumule un nutrido grupo de seguidores incondicionales. Sus mejores obras contienen tantos fallos como aciertos, pero de alguna forma consigue equilibrar el resultado hacia el lado positivo de la balanza.

Chaykin se veía a sí mismo como el salvador de un personaje sumido en viejas contradicciones, pero en lugar de recuperar y actualizar el espíritu original, lo convirtió en un personaje cínico, irrespetuoso y antipático. Decir que los fans más veteranos de La Sombra se sintieron ofendidos es poco. Y no tanto porque el héroe hubiera sido trasladado al tiempo presente, sino por la forma en que se había interpretado su figura. Chaykin, habituado a publicitar su trabajo con incendiarias declaraciones, ya había avisado de lo que iba a ocurrir y que no sentía reverencia alguna por el personaje original.

A pesar de la polémica o precisamente gracias a ella, la miniserie se vendió muy bien. Tan bien, de hecho, que se recopiló en un tomo –algo hoy muy común pero que entonces solo se reservaba para las obras de mayor aceptación–. A continuación, habiendo conseguido lo que pretendía, Chaykin se apartó de La Sombra y se dedicó a recuperar –con igual polémica– otro antiguo personaje: el aviador Blackhawk. Los editores, deseosos de aprovechar el ímpetu comercial de la miniserie, optaron por lanzar una colección regular de la que se ocuparían inicialmente Andrew Helfer y Bill Sienkiewicz y de la que hablaremos en otro momento. Baste decir que siguieron el mismo tono irreverente y ligeramente ciberpunk hasta que el propietario de los derechos, Condé Nast, que nunca se sintió satisfecho con la orientación inaugurada por Chaykin, optó por recuperar la licencia de La Sombra y cancelar la colección antes de cumplir los veinte números.

Han pasado ya casi treinta años desde su publicación y desde entonces han habido numerosos intentos de devolver la vida e insuflar sangre fresca a viejos personajes de la era pulp. La mayoría de ellos han sido poco afortunados. Hay quien incluiría a Sangre y justicia entre los de ese grupo, pero sea como fuere e independientemente del gusto de cada cual, lo cierto es que se trató de un trabajo osado, irreverente y rompedor. A pesar de que no se le haya reconocido como tal, esta miniserie fue uno de los cómics más brutales de la década y, hasta el día de hoy, una de las aproximaciones más oscuras y desengañadas a la figura del héroe clásico.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de viñetas y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".