Las historias de catástrofes apocalípticas con la consiguiente extinción de la civilización humana fueron especialmente populares en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, décadas en las que el aliento del holocausto nuclear se sentía muy cercano. Novelas como On The Beach (1957) de Neville Shute o Cántico por Leibowitz (1959) de Walter M. Miller, son sólo dos ejemplos de una larga lista. Lista en la que se detecta una presencia particularmente notable de autores británicos.
John Wyndham consiguió la fama gracias a El día de los Trífidos (1951) y El Kraken despierta (1953); en la misma línea se encuadran las obras de John Christopher La muerte de la hierba (1956) y El mundo en invierno (1962). La aportación de Brian Aldiss con esta novela que ahora comentamos es quizá el mejor ejemplo de lo que su autor denominaba sentido trágico de la vida, un enfoque del que no quedaba excluida necesariamente la comedia y la filosofía.
Brian Aldiss no está entre los escritores de ciencia ficción con mayor número de seguidores. Tiene un estilo muy literario –en ocasiones demasiado– y los conceptos que maneja en sus libros pueden antojarse impenetrables al lector. Pero lo que no se puede negar es la originalidad y fuerza de sus ideas. Y en Barbagrís vuelve a demostrarlo apartándose de la novela catastrofista al uso en la que la especie humana es casi barrida de la faz de la tierra para que los supervivientes traten de levantar una nueva sociedad mientras luchan contra las hostiles condiciones imperantes. Aldiss, en cambio, no opta por un evento apocalíptico como la caída de un meteorito, una guerra nuclear, una epidemia devastadora o una invasión alienígena.
La muerte forma parte integral de la vida. Desde el embrión hasta el recién nacido, a través de la adolescencia, la madurez y la vejez, existe una progresión conocida y asumida, pero aún así temida. Para muchos, el miedo a la inevitable muerte queda mitigada por la seguridad de que su legado en forma de tradiciones y conocimientos perdurará en la persona de sus hijos. Para otros, no existe consuelo posible, sólo la forzosa asunción de nuestro constante peregrinaje hacia la desaparición. Al llegar a la vejez, ambos sentimientos se mezclan y confunden. Pero, ¿qué ocurriría si la ancianidad no trajera consigo la esperanza de que las generaciones venideras continuarán el ciclo de la vida? ¿Qué pasaría si nuestra generación fuera la última y el ser humano dejara de existir tras nuestra muerte? ¿Cuál sería nuestra reacción, de aceptación o de rechazo?
Y, efectivamente, eso es lo que nos presenta Aldiss: la esterilización de la Humanidad, un final lento y desesperante, aparentemente no tan traumático como un desastre natural, pero a largo plazo igualmente efectivo y con unas horribles consecuencias psicológicas. «En el escenario del mundo estaba oscureciendo rápidamente. La edad media de la población ya superaba los setenta años. Esta cifra aumentaba a cada año que pasaba. Al cabo de unos cuantos años… (…) el mundo seguiría su marcha; los hombres podían morir, pero la tierra aún rendía sus frutos (…) El accidente fue completo. Los viejos heredaron la Tierra».
Algernon Timberlane, el personaje cuyo apodo da nombre al libro, tiene cincuenta y cuatro años. Y, aún así, es el hombre más joven del mundo. Los experimentos nucleares terrestres comenzaron a causar serios perjuicios y, en 1981, en una decisión estúpida y fatal, los gobiernos pasaron a detonar sus artefactos en el espacio. No sólo la radiación terminó por llegar a la Tierra, sino que su mejor protección, el cinturón de Van Allen, registró tales perturbaciones que durante un tiempo dejó entrar libremente la radiación solar de la cual nos protege. ¿El resultado? Muertes masivas de niños y adultos a causa del cáncer. Y algo más insidioso que sólo se hizo evidente cuando las parroquias acusaron una caída en picado de bautismos y los hospitales la ausencia de nacimientos: la humanidad había quedado estéril. No sólo el hombre, sino muchos de los mamíferos que nos acompañan cotidianamente, como perros, gatos u ovejas. Aquellos animales que parían y criaban a sus crías bajo tierra, como los armiños o las nutrias, se salvan de los efectos de la radiación, proliferan en ausencia de depredadores y llegan a convertirse en mortíferas plagas capaces de devorar pueblos enteros cuyos ancianos habitantes ya no pueden defenderse.
Cuando el libro comienza, en el año 2029, el daño ya está hecho. La sociedad se ha fragmentado en pequeñas comunidades cada vez más aisladas a medida que la geografía, en ausencia del poder transformador de la civilización, recupera su configuración primigenia: las carreteras se desintegran, las infraestructuras se colapsan, la vegetación medra y los ríos se desbordan creando nuevos lagos. «El desierto se interrumpía de vez en cuando para dar lugar a monumentos de años anteriores, algunos de los cuales parecían más tristes y sombríos por estar fuera de su contexto».
El argumento nos cuenta las peripecias que viven Barbagrís, su esposa Martha y la pequeña comunidad de ancianos supervivientes que les acompañan mientras, en el curso de tres años, viajan por el río Támesis hacia su desembocadura, en parte para escapar de la tiranía imperante en la aldea donde han vivido durante años, y en parte porque desean ver el mar una última vez. La narración intercala la acción principal con flashbacks desordenados de la vida de Barbagrís que nos revelan el cuidadoso trabajo que Aldiss ha puesto en la construcción del personaje: su infancia marcada por el Accidente que esterilizó a la humanidad, su alistamiento en unas brigadas destinadas a encontrar y salvar a los pocos niños deformes y enfermos que aún nacen en el mundo, su enrolamiento en un proyecto altruista de documentación del desastre para posibles futuras generaciones o la huida de una ciudad sumida en el caos y regida por un dictadorzuelo militar.
Barbagrís intentará mantener en orden su propia vida, luchando por encontrarle un sentido. Aldiss no lo presenta como un héroe. Tampoco se ajusta a la figura del anti–héroe, ese individuo empujado a su pesar a desempeñar grandes hazañas. Es un hombre normal, con sus miedos y dudas, se equivoca y aspira a una vida mejor sin saber exactamente qué es lo que desea; capaz de actos valientes tanto como de lamentaciones autocompasivas. El propio viaje que emprende, a todas luces ilógico, parece ser un último esfuerzo por fijar una meta a una existencia que, sin posibilidades de futuro, vive solo para el presente. El periplo por el río hasta el mar a través de una Inglaterra medievalizada también funciona como una metáfora de la vida y la muerte y aunque no se puede decir que Aldiss llegue a construir un desenlace, sí decide terminar el libro con un rayo de esperanza que no desvelaré aquí.
Uno de los temas centrales de la obra de Aldiss es el conflicto entre fecundidad y entropía, entre la exuberante variedad de la vida y el silencio de la muerte. A menudo, la fecundidad se manifiesta de forma patológica: recordemos, por ejemplo, los corredores invadidos por la vegetación de La nave estelar ; o el salvaje mundo vegetal de Invernáculo. Esa fecundidad, no obstante, es la antesala de un proceso de decadencia y eventual desaparición. En La nave estelar adoptaba la forma de un declive evolutivo, y en Invernáculo la muerte de un planeta progresivamente engullido por un sol moribundo. En el caso que nos ocupa, la abundante natalidad de la especie humana acaba en la esterilidad primero, el cáncer y el cólera después, para continuar con un largo ocaso cuyo inevitable fin parece la extinción. Este lado oscuro, sin embargo, es sorteado en Barbagrís con elegancia, ingenio y emoción.
La novela es corta y discurre con un ritmo tranquilo, hasta lento, acorde con ese otoño de la humanidad y su pausada marcha hacia la desaparición. No hay escenas de acción ni explosiones de violencia. Y, sin embargo, Aldiss consigue introducir una gran cantidad de información sobre lo sucedido en los cincuenta años transcurridos desde el Accidente, las causas y los efectos de la estupidez humana y la transición entre la guerra autodestructiva y la degeneración paulatina pero imparable.
Las consecuencias de la ausencia de niños son terroríficas por su profundidad y ramificaciones en todos los ámbitos: las empresas quiebran, ya sea porque sus productos han dejado de venderse (el padre de Barbagrís era fabricante de juguetes) o por la ausencia de sucesores. No hay un abandono al hedonismo desenfrenado o al consuelo pasivo de la religión. Simplemente, a los vicios y defectos que han acompañado a nuestra especie desde sus orígenes se añaden otros nuevos: a la tiranía, la credulidad, los abusos, la crueldad y el fanatismo se unen el trauma y la demencia; las mujeres tienen embarazos imaginarios incluso a avanzadas edades y la ansiedad y el sentimiento de culpa acosan a muchos hasta empujarles al suicidio. Desoladas y sin esperanza, las gentes se vuelcan alrededor de falsos profetas e incluso los sabios de Oxford caen en una especie de feudalismo intelectual decadente y patético. Los humanos se entregan voluntariamente prisioneros al miedo y la superstición. «La muerte se cernía con impaciencia sobre la Tierra, esperando cobrar sus últimos caminantes», reflexiona lúgubremente Barbagrís.
Aldiss teje la novela con su sólida prosa, descriptivas alegorías y romanticismo fatalista: «Año tras año, a medida que los vivos murieran, las habitaciones vacías en torno a él se multiplicarían, como las celdas de una gigantesca colmena que no visita ninguna abeja, hasta que llenaran el mundo. Llegaría un día en que él sería un monstruo, solo en las habitaciones, tras las huellas de su búsqueda, en el laberinto de sus huecas pisadas . Los ojos de Barbagrís se llenaron súbitamente de lágrimas. Incluso la niñez yacía en los podridos cajones del mundo, como un recuerdo que no resistía el paso del tiempo». La intensidad emocional que discurre por los rincones del relato halla su contraste en el embotamiento de una humanidad cada vez más envejecida y atrasada.
Barbagrís no es una novela cuya lectura pueda recomendarse en base a su argumento. Su idea la recuperó sin apenas reciclar P.D. James en 1992 para su novela Hijos de los hombres, de la cual se rodó una excelente película en 2006. Pero lo que hacía James era adaptar el tema de la esterilidad humana a una estructura de thriller, con persecuciones, disparos y emoción. No es el caso de Barbagrís . Sucede poca cosa aparte de repasar la vida del protagonista y trasladarnos sus reflexiones sobre lo que le rodea. No se desarrolla un conflicto dramático ni hay tensión narrativa y su fuerza descansa en la construcción de ambientes. Es, eso sí, una novela post–apocalíptica escrita con maestría y lirismo, que nos anima de una forma menos pesimista y más elegante que el libro de P.D. James a reflexionar de forma tranquila y agridulce sobre lo que significa envejecer, la aceptación del propio destino y nuestro compromiso con las generaciones venideras.
Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.