En el cambiante panorama de la prensa actual, Jorge Alcalde ha hecho de la comunicación científica la base de su trabajo. Después de ser redactor jefe de Muy Interesante, pasó a dirigir la revista QUO, cuya versión en papel se editó hasta marzo de 2019.
Desde esa tribuna, y desde otras similares, Alcalde se ha empeñado en convertir la cultura científica en una oportunidad para la sorpresa y el debate. Así, lo mismo explica cómo hacer la resonancia magnética de una célula que da la noticia sobre el hallazgo de un nuevo asteroide. Su obsesión: fomentar la curiosidad del lector y animarle a encararse con los grandes avances de la ciencia y la tecnología.
Jorge Alcalde ha colaborado en periódicos como ABC, El Mundo y La Razón, y es autor de los libros Las mentiras de lo paranormal, Las mentiras del cambio climático, ¿Por qué los astronautas no lloran? y Arquímedes, el del teorema. En 2011, publicó su primera novela, La noche del rey.
Jorge, según el Estudio Internacional de Cultura Científica elaborado por la Fundación BBVA, el 46% de los españoles es incapaz de nombrar un solo científico de cualquier época y nacionalidad. Sólo un 5% de los encuestados mencionó a Santiago Ramón y Cajal y el 2,5% a Severo Ochoa. Esta encuesta nos sitúa en la media europea en cuanto a interés por la ciencia, pero es bastante pesimista a la hora de valorar nuestros conocimientos científicos. ¿Cómo valoras estos datos?
Las encuestas, como todo el mundo sabe, son animales que, sometidos al suficiente grado de tortura, pueden decir lo que uno quiera. Los datos que mencionas saltaron a todos medios de comunicación, pero en el fondo, tienen una pequeña trampa. Si preguntamos a la población española por un músico eminente del siglo XVIII, probablemente sea inferior al 15% el porcentaje de encuestados capaz de mencionar un nombre. Pero eso no querrá decir que no haya interés por la música clásica en España.
La encuesta sobre cultura científica era más amplia, y lo que sí nos permite deducir es que, a lo mejor, hemos trasmitido la ciencia de forma que se hable del teorema de Arquímedes pero no de Arquímedes el del teorema. En este sentido, sería necesario resaltar de forma adecuada la figura del científico o del investigador.
Poco después de la encuesta de la Fundación BBVA, salió la del CSIC, que demuestra que los ciudadanos españoles siguen reclamando que haya más espacio de ciencia en los medios. Que no conozcan el nombre de científicos concretos no implica que sientan desinterés por la investigación científica.
No sé si estamos hablando de una minoría muy activa de consumidores de información científica. Una minoría que, en términos globales, compensaría el desinterés del resto de la población.
En este sentido, distinguiría dos conceptos: la formación científica de un país y el interés de sus ciudadanos por la divulgación científica. La formación científica en España está, evidentemente, a años luz de la de otros países, sobre todo si tenemos en cuenta nuestro nivel de desarrollo.
¿Por qué sucede eso?
En primer lugar, porque no se ha primado el esfuerzo como un valor dentro de la educación. Esto ocurre también en todo Occidente. En Estados Unidos, por ejemplo, los primeros puestos de las carreras científicas están siendo ocupados por personas de otras culturas. Los asiáticos, que sí han primado el esfuerzo, son conscientes de que una carrera de ciencias es muy dura.
La capacidad matemática los niños españoles está por debajo de lo que sería presentable en un país como el nuestro. Tenemos grandes científicos y exportamos científicos al mundo, pero éstos completan su formación en el exterior, y muchas veces desarrollan fuera su carrera.
Sin embargo, en el terreno de la divulgación, incluso dentro del triste panorama mediático en el que estamos, podemos hablar de unos datos espectaculares. De las cinco revistas más leídas mensualmente en toda España, tres se dedican a la ciencia desde distintas perspectivas: Quo, Muy Interesante y National Geographic. Ese es un dato objetivo.
Ese interés no está siendo suficientemente explotado por otros medios. Por otro lado, es verdad que, como dices, hay un grupo minoritario de lectores que, gracias a su fidelidad, incrementan las ventas de los libros de ciencia. También podemos pensar hasta qué punto algunos libros de ciencia son más de autoayuda que de ciencia. No obstante, a mí eso no me importa. Al fin y al cabo, esos títulos explotan el interés humano por el entorno, y eso ya implica una postura intelectual determinada, que se asemeja a la postura del científico.
En todo caso, existe un interés creciente por la cultura científica, pero los medios no estamos satisfaciéndola y tampoco estamos divulgando estos contenidos con el lenguaje que nos piden los ciudadanos.
No hace mucho, Arcadi Espada, hablando del escaso peso cultural y científico de los medios de comunicación, decía que no hemos sustituido al intelectual francés por el anglosajón: lo hemos sustituido por el intelectual de Twitter. Lo cual, en su opinión, es bastante más preocupante. En esta línea, Espada decía que, si uno revisa los periódicos a lo largo de los últimos veinte años, Gabriel García Márquez llega a ser mencionado mil veces, pero James Watson, el descubridor del ADN, sólo aparece en sesenta ocasiones. Esto contrasta con lo que sucedía en los años setenta y primeros ochenta, en los que la prensa española contaba con espléndidos divulgadores científicos.
En efecto, ha habido grandísimos divulgadores en esa época, pero en un determinado momento, sobre todo en los diarios, se decidió primar la información por encima de la divulgación. Además, la información se centró en la política científica, y eso, al final, aburre a las ovejas.
Para qué nos vamos a engañar: al lector no le interesa tanto la última polémica de un determinado laboratorio, o la novedad que ha aparecido en un paper internacional, como que le expliquemos el modo en que esos avances le pueden afectar e incluso cambiar su vida.
Tendríamos que dar respuesta a las preguntas cotidianas que todos nos hacemos en un mundo cambiante, pero los medios generalistas han renunciado a eso.
Afortunadamente, las revistas no hemos renunciado a esa labor, pero la radio, la televisión o la prensa escrita ya no cuentan con profesionales de la divulgación como Manuel Toharia, Luis Miravitlles, Ramón Sánchez Ocaña o Félix Rodríguez de la Fuente.
Por los intereses de la competencia diaria, los medios se han olvidado del análisis. Sin embargo, yo creo que éste tiene más sentido que nunca, porque la noticia de última hora puedes encontrarla de inmediato en internet, y sin embargo, la explicación es muy difícil de hallar. Si entendemos que ahora tiene especial importancia el análisis reposado, quizá podamos recuperar lo que perdimos en ese camino que va desde los años setenta hasta nuestros días.
Sorprende que, a la hora de buscar una opinión informada, la prensa se politice tanto. Digo esto porque, en muchas ocasiones, ante un fenómeno medioambiental, en lugar de preguntar a un científico, los periodistas recurren a los portavoces de un determinado sector del movimiento ecologista.
Estoy absolutamente de acuerdo. Ha sido uno de los males que nos han afectado, sobre todo en un terreno muy concreto, que es la información sobre medio ambiente, pervertida por esta mala interpretación de las fuentes.
Antes, en las facultades de Biología donde se estudiaba Ecología, había muy pocos ecologistas, precisamente porque estaba clara la distinción entre un ecólogo y un ecologista. En la actualidad, dentro de los medios, nadie pone en cuestión una nota de prensa de Greenpeace. Se considera una fuente absolutamente fiable, y nadie duda a la hora de convertir sus informes en la versión oficial de los hechos.
En muchas cosas, Greenpeace tendrá mucha razón, pero no conozco ninguna otra fuente que tenga esa reputación de fiabilidad entre los periodistas. Ni siquiera el Papa o un ministro. A mi modo de ver, es malo que una organización como ésta se haya convertido en fuente absoluta.
El escepticismo es una cualidad del científico y debería serlo también del periodista. De hecho, cualquier teoría o descubrimiento de un determinado investigador está sometido al escepticismo del resto de la comunidad científica. El escepticismo es una herramienta imprescindible y todos debemos emplearla.
Tenemos un ejemplo muy claro de todo ello en la catástrofe del Prestige. Frente a lo que decíamos algunos, y pese a la evidente magnitud del aquel vertido, hubo muchos periodistas que cargaron aún más las tintas, y difundieron la idea de que la costa gallega estaba en peligro de desaparición. Cuatro años después, la situación ambiental de la zona había vuelto a la normalidad, pero mientras duró la marea negra, los medios optaron por el catastrofismo y el pesimismo. En una portada del diario El Mundo, una fotografía mostraba a dos submarinistas con una galleta de chapapote. Supuestamente, era la prueba de que el fuel había alcanzado el fondo del Parque Natural de las Islas Cíes. Nadie explicaba quiénes eran aquellos submarinistas. La imagen podía ser real, y no dudo que lo fuera, pero también podría haber sido un montaje realizado en una piscina. Al lector no se le daban los datos precisos para recibir el testimonio con otro aval que no fuera la autoridad del propio periódico.
Por eso, cuando creemos sin reservas cualquier información que provenga de Greenpeace y no la analizamos críticamente, estamos pasando de la credibilidad a la credulidad. Son dos palabras muy parecidas fonéticamente, pero absolutamente distintas en su significado. Si nos creemos este tipo de informaciones y mensajes concediendo a la fuente una autoridad absoluta, estamos renunciando a pensar por nosotros mismos.
A diferencia de lo que sucede en el campo de la información medioambiental, en el ámbito del periodismo relacionado con la salud conservamos cierta prudencia a la hora de magnificar hallazgos. Si se descubre una molécula que potencialmente tiene capacidad de curar un tipo de cáncer, sabemos que no podemos titular: «Descubierta la cura contra el cáncer». Hemos aprendido a buscar más información, para contrastar racionalmente el dato y no generar falsas expectativas.
¿Crees que la información científica rigurosa podrá desbancar a las pseudociencias en el interés del público?
Desde luego que sí. Además, se demostraría aquello que decía Carl Sagan y que después han repetido tantos otros: resulta mucho más fascinante y espectacular conocer la explicación científica de la naturaleza. Es más asombroso constatar cómo una persona, desde su casa, con un lápiz y un papel y algunos conocimientos de astronomía, es capaz de predecir con exactitud cuándo va pasar el cometa Halley. Eso sí que es hacer una predicción, y no las que hacen los supuestos videntes y futurólogos.
Ya, pero a la hora de informar sobre esos temas, los medios necesitan periodistas especializados. En cambio, para entrevistar a alguien que ha sido testigo de un OVNI basta con un reportero sin preparación alguna.
Es evidente que en este último caso basta con encender el micrófono o la cámara. Sin embargo, también es posible obtener una imagen fascinante situando la cámara ante un telescopio en Chile, mientras está realizando la regulación digital de sus lentes, lanzando un láser a las estrellas y recibiendo la imagen de vuelta del firmamento. Ahí también basta con encender esa cámara, y mostrar al espectador cómo trabajan los astrónomos en una noche estrellada.
En realidad, lo que hace falta es creer que la ciencia es más espectacular que los misterios paranormales.
En Las mentiras de lo paranormal cuentas que, en un debate entre un astrólogo o un ufólogo y un divulgador serio, a este último le va a resultar casi imposible contrarrestar con argumentos científicos los delirios paranormales.
Cuando he acudido a debates de este tipo, he ido siempre muy modestamente. Jamás he intentado convencer a nadie de que opine lo contrario. Si una persona cree que a su madre la abdujeron e inseminaron los extraterrestres, yo no le puedo convencer de que deje de pensar así. Me conformo con que una mínima parte de la audiencia sepa que hay una explicación racional para ese fenómeno. Que sean conscientes de que la ciencia propone otro diagnóstico para lo que a ese señor le pasa en la cabeza. Con eso me siento satisfecho.
Los nuevos charlatanes, como los llama Damian Thompson, seducen al público con informaciones falsas y estrafalarias. No les hace falta contrastarlas empíricamente, pero aun así, convencen a numerosas personas. A veces, como sucede con el creacionismo, estas teorías alcanzan una difusión muy preocupante. ¿En qué medida crees que eso nos está afectando en España?
En España hemos caído en todos los tópicos seudocientíficos. Por ejemplo, las sectas antivacunas están ganando terreno en nuestro país. A diferencia de lo que ocurre en Estados Unidos, donde el movimiento creacionista es algo tremendo, esta corriente no ha arraigado entre nosotros. Quizá por simple ignorancia, dado que tampoco le hemos dado mucha importancia a la teoría de la evolución y no recibe la atención que merece en los planes de estudio. En este sentido, siempre digo que El origen de las especies debería leerse en las escuelas junto a El Quijote.
Hay otro dato interesante, y es que, a diferencia de lo que sucede con una parte de los protestantes norteamericanos, la Iglesia católica aprueba la biología evolutiva.
En efecto, la Iglesia católica, a través de la Academia Pontificia para las Ciencias, de la que forman parte personalidades como Stephen Hawking, determina que la evolución de las especies es una explicación correcta del origen de la vida en el planeta.
Dentro del catolicismo se habla de ciencia con bastante naturalidad, y se utiliza esa clave para interpretar determinados mitos y creencias. Por ejemplo, Joseph Ratzinger, en su libro La infancia de Jesús, considera que la estrella de Belén probablemente fue una supernova.
En todo caso, el periodismo debe permanecer en guardia, ¿no crees?
Los periodistas y comunicadores no deben ser perezosos a la hora de advertir sobre la amenaza de ciertas propuestas aberrantes. Ante cuestiones como el movimiento antivacunas no podemos ser equidistantes. No podemos dar espacio a quien diga que el VIH no es un virus, y que por lo tanto, niegue cualquier prevención profiláctica.
A la hora de tomar decisiones sobre la biotecnología, los políticos tienden a hacer más caso a los activistas. En todo caso, es un asunto controvertido.
En los despachos de los políticos que han tenido que tomar decisiones sobre los alimentos mejorados genéticamente ha habido más revistas de Greenpeace que revistas de información científica. Esa sí que es una batalla perdida en Europa.
En otras cuestiones soy optimista, pero en ésta soy un poco pesimista. Llevamos muchísimos años de retraso en el desarrollo e implantación de la tecnología transgénica como para poder recuperar ese tren que han tomado en China, en Japón y en Estados Unidos.
Ha habido un malentendido por parte de los políticos a la hora de trasmitir lo que es el principio de precaución. Este principio, que nace en el seno de Naciones Unidas y se aplica dentro de la legislación europea, impide que se distribuyan o comercialicen productos que puedan significar un riesgo para la salud.
Se da la paradoja de que este principio de precaución, inventado por los científicos, ha pasado a pertenecer a los defensores del medio ambiente. Nació para que las nuevas tecnologías se aplicasen correctamente, pero no para evitarlas. Gracias al principio de precaución, los coches cuentan con cinturón de seguridad, pero si malinterpretamos el concepto, podríamos llegar a prohibir la circulación de vehículos.
Las organizaciones medioambientales definen como principio de precaución que una tecnología sea inocua al cien por cien… Y eso es imposible. Llevado al extremo, ese concepto hubiera impedido a nuestros antepasados del Paleolítico emplear el fuego que acababan de descubrir, porque el fuego quema.
El ecoalarmismo ha influido mucho en los políticos europeos, que han planteado una moratoria contra los alimentos modificados cuyas consecuencias aún estamos sufriendo.
Hay un amplio consenso científico sobre la inocuidad de los alimentos transgénicos. Prácticamente, todos los estudios confirman que su seguridad es similar a la de los procedentes de cultivos tradicionales. En Estados Unidos, hace mucho que consumen productos derivados de transgénicos, y no se ha encontrado ningún problema para la salud. Gracias a los cultivos transgénicos, hemos producido plantas resistentes a las plagas, con lo cual, entre otros logros, se ha combatido el hambre en el mundo. Por otro lado, este tipo de producción agraria está sometida a controles enormemente rigurosos. Sin embargo, nuestros políticos no lo terminan de entender.
Circula el mito de que la agricultura ecológica es más sostenible. En realidad, la agricultura tradicional contribuye al calentamiento atmosférico y al efecto invernadero más que los medios de transporte, porque emplea fertilizantes nitrogenados. A largo plazo y a gran escala, es menos sostenible que la agricultura modificada genéticamente.
Desde luego, en determinados nichos, soy muy partidario de la agricultura ecológica. Hay mercados en los que se trata de la mejor opción posible para sacar rendimiento a la tierra. Pero a la hora de alimentar a todos habitantes del planeta, no podemos limitarnos a una sola posibilidad. Tenemos que utilizar todas las herramientas que la ciencia nos brinda.
Cuando antes decías que los escolares deberían estudiar El origen de las especies junto a El Quijote, he pensado en un movimiento que defendemos en Cualia. Me refiero a la Tercera Cultura, que vendría a integrar la ciencia y las humanidades a la hora de estudiar todos los aspectos de la realidad. En este sentido, el periodismo también debería acercarse al método científico.
Siendo cínico, te podría decir que, en el futuro, las humanidades y las ciencias van estar a la par en España… pero a la par de mal, porque ambas están sufriendo por el deterioro del sistema educativo.
Dejando aparte el cinismo, pienso que lo que va a ocurrir es que en el futuro se va a imponer una vuelta a los conceptos ilustrados de la cultura enciclopédica. Posiblemente no lo veamos nosotros, pero quizá sí lo hagan nuestros hijos. Se tiene que ejercer una selección natural del conocimiento que se requiere para dirigir una empresa o para estar al frente de un quirófano, y ese conocimiento tendrá que ser enciclopédico.
Hace apenas treinta o cuarenta años, en España el médico era, por lo general, una persona muy culta, que escribía muy bien. Había incluso concursos literarios para médicos.
Hemos tenido buenos escritores que eran médicos. Por ejemplo, Santiago Ramón y Cajal, Pío Baroja o Gregorio Marañón.
Eso tendrá que volver. En el futuro, un cirujano, para ejercer su tarea, tendrá que dominar el aspecto científico de su profesión, pero también deberá expresar sus ideas escribiendo adecuadamente, tendrá que saber poesía o interpretar un texto… Del mismo modo, un directivo de banca tendrá que saber de ciencia, y un abogado tendrá que ser capaz de hablar sobre las células madre con argumentos técnicos. Como te decía, eso no lo vamos a ver en un corto plazo de tiempo, pero la selección natural lo va a imponer. Al menos, ésa es mi esperanza.
Llevamos un buen rato hablando de periodismo científico, pero a mí aún me cuesta creer que los medios vayan a valorar esta disciplina. Sobre todo ahora. Los becarios están sustituyendo a los periodistas experimentados. Ya no se apuesta por la excelencia.
Los medios no pueden apostar hoy en día por casi nada. En este momento, estamos en una coyuntura que impide cualquier proyección a corto plazo o a medio plazo, o cualquier estrategia sólida. Lo único que ahora quieren hacer los medios es sobrevivir, y evidentemente, para sobrevivir hay que hacer lo que se está haciendo: recortes dramáticos de costes de producción, y en muchos casos, pérdida de calidad.
Una vez más, considero que esto es coyuntural. Es algo que tiene que cambiar, y sin duda, va a cambiar gracias a esos principios que siempre han sido sólidos en el periodismo tradicional.
A lo mejor, la información se pagará un poco menos, porque es algo que va a apreciar menos una audiencia que ejerce gratuitamente su derecho a obtenerla. Pero el análisis se valorará. Aquellos que mejor inviertan para tener buenos analistas, ganarán.
Espero que el periodista especializado, capaz de realizar un análisis global, tenga una mayor proyección profesional y pueda volver a ser lo que fue en su momento: el gran columnista que tiene a sus lectores pegados al periódico, pensando que han crecido tras la lectura.
Los que nos dedicamos a la divulgación tenemos mucha envidia por la entrevista que le hiciste a Carl Sagan. Cuando hablaste con él, ya estaba bastante enfermo. Había pasado por sesiones de quimioterapia y por un trasplante de médula. ¿Qué recuerdo guardas de aquella charla?
Fue, posiblemente, la última entrevista que concedió. Ya estaba punto de fallecer. Aquella fue una entrevista iluminadora a más no poder, con un personaje que, en los últimos momentos de su vida, volvió a demostrar que tenía una capacidad global de percibir la realidad, muy por encima de la que exhiben quienes luego le han intentado seguir.
Carl Sagan fue uno de los últimos divulgadores humanistas. Alguien capaz de comprender lo que ocurre en la mente de quien cree que ha sido abducido por seres de otros mundos, y luego sabe explicarnos por qué esa persona está equivocada.
El escepticismo es eso, en el fondo, y no lo que hoy vendemos como escepticismo en muchos medios. No es el combate del sable de la razón contra el sable de la ignorancia. La ciencia, como decía el propio Sagan en El mundo y sus demonios, es como una luz en la oscuridad, y por eso, él recomendaba mantener el equilibrio entre el escepticismo y una actitud abierta a las nuevas ideas.
Sagan decía que si la ciencia se divulgase de una forma accesible y atractiva, no habría lugar para la pseudociencia. Al igual que él hacía en su último libro, en Las mentiras de lo paranormal tú denuncias los fraudes pseudocientificos y otras supersticiones de la New Age.
Sí, quizá la posición que marco en el libro provenga de mis lecturas de Sagan y de haber tenido la oportunidad de charlar con él. En la introducción, menciono una cita: «Sólo el escepticismo le impedía ser atea». Lo decía Sartre de su abuela. En realidad, el escepticismo nos lo tenemos que aplicar a nosotros mismos. Es una posición que no es relativista. Al contrario, parte de absolutos. Sin embargo, podemos confrontar cada una de nuestras posturas absolutas, y al final terminar aprendiendo que ninguna de las dos lo era tanto.
Las nuevas generaciones de escépticos hacen mucho ruido en internet, pero creo que se están perdiendo algo con esa negación categórica de las posturas que no coinciden con la suya.
Tampoco tienen el sentido del humor que caracterizaba a escépticos de mirada más amplia, como Martin Gardner.
El escepticismo es muy necesario, pero no debe llevarnos al punto de que rechacemos cualquier idea nueva. En el mundo de la ciencia, cada vez que abrimos una ventana con una respuesta, hay veinte que están cerradas. No hay lugar para el inmovilismo.
¿Por qué te dedicaste a la divulgación científica?
Fue una llegada casual. Empecé haciendo información cultural en el diario ABC. Cuando acabó mi relación con ABC, entré en GEO, que pertenece al mismo grupo editorial que la siguiente revista donde trabajé, Muy Interesante. A partir de ahí, accedí a un nuevo mundo que me fascinó: la ciencia.
La época en la que estuviste en Muy Interesante coincide con el mejor momento de la revista.
Muy Interesante continúa siendo una revista con un peso extraordinario. De hecho, es la revista líder de este sector de la divulgación. Pero tienes razón: aquel era un momento en el que las cifras de audiencia, de venta y de ingresos publicitarios tenían un cero más que ahora. Aquel era el gran momento de la revistas de ciencia en España.
Dos años después, recibí una oferta para dirigir QUO, la otra gran revista de ciencia que hay en España. Era un tren que no podía dejar pasar.
Hay una frase que solemos utilizar y que nos gusta mucho recordar: «Hay otras revistas que hablan del universo. QUO habla de tu universo». Nuestra intención es explicar a los lectores por qué es tan importante que haya una generación de investigadores en un laboratorio, por qué eso va a cambiar su vida y por qué deben considerarles los héroes de nuestro tiempo. Procuramos divulgar los grandes conceptos de la ciencia con esa conexión emocional directa. Por otro lado, QUO es la revista gráfica por excelencia, y ése fue su marchamo desde principio.
Cuando le preguntas a un científico sobre el reflejo de la ciencia en los medios generalistas, y sobre todo si lo haces sin un micrófono delante, las respuestas suelen ser muy divertidas. Creo que entiendes a qué me refiero. ¿Cómo ha ido vuestra relación con la comunidad científica?
Ha tenido sus altibajos, pero en los últimos siete años ha mejorado muchísimo. A mí no me obsesiona que la comunidad científica nos acepte. No obstante, me agrada muchísimo poder contar entre nuestros colaboradores con los mejores científicos de este país.
Dentro del comité de sabios de QUO han estado Juan Luis Arsuaga, Manuel Esteban Morales y Manuel Martín-Loeches. En su momento, Mariano Barbacid nos atendió amablemente a la hora de gestionar alguno de nuestros contenidos. Rafael Bachiller, director del Observatorio Astronómico Nacional, también nos ayuda cada vez que hablamos del cosmos.
La comunidad científica nos acepta y nos alerta si cometemos un error, pero no vamos dirigidos a ella. Lo que realmente me gratifica es recibir, por ejemplo, la carta de un lector que dice que, gracias a leer la revista, decidió hacer una carrera de ciencias.
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