Ya no quedan tantos espectadores que sueñen, como antaño sucedía, con el teatro y sus protagonistas. El público ha menguado en número, pasión e interés, desde luego.
Es una lástima, pues ningún otro espectáculo puede compararse a esta ceremonia de la inteligencia y la fantasía que continúa celebrándose desde hace milenios. Por todo ello, diccionario en mano, queremos hoy aproximarnos a la figura del cómico, personaje central e indispensable del juego escénico.
El actor que representa comedias recibe su nombre del latín: comicus. Las gentes del gremio, en particular los más veteranos, gustan mucho de este apelativo, y defienden la universalidad de dicho vocablo, aunque su fingimiento no persiga siempre el humor, sino el efecto dramático. Es muy probable que, al menos en España, esta denominación tenga un matiz costumbrista y sentimental, derivado de las andanzas de aquellos cómicos de la legua que recorrieron nuestra geografía hasta bien entrado el siglo XX.
La Real Academia Española, en el tomo segundo del Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua (1729), define el adjetivo cómico, -ca de un modo que hoy resulta añejo: «Cosa perteneciente a comedia, y propiamente el poeta que compone y escribe comedias. Vulgarmente se toma esta palabra por el que las representa. Algunas veces se usa como sustantivo». Sin duda, son bien pocos (y tirando a anticuados) los hablantes que hoy llaman cómico al dramaturgo que hilvana comedias. En todo caso, la palabra ha triunfado como sinónimo de comediante, o actor que representa papeles jocosos.
Cómicos, caricatos, comediantes o histriones. Con variable designación, estos actores han ganado su espacio en el cine y la pequeña pantalla, gracias a lo cual aún procuran entretenimiento a nuevas generaciones de espectadores, muchos de ellos ajenos al verdadero dominio de los comediantes, que no es sino el escenario.
Los nostálgicos suelen destacar esta ignorancia (son demasiados los que desocupan el patio de butacas con fútiles pretextos) y sitúan en el banquillo de los acusados al dudoso gusto cultural de nuestro tiempo.
Durante las Jornadas sobre el autor de teatro español vivo, celebradas en el Centro Cultural de la Villa de Madrid el 25 y 26 de junio de 1992, Antonio Buero Vallejo vino a diagnosticar varios de los males que hoy afectan al teatro y a los teatreros. «Es la desatención al género teatral —decía— lo que en los últimos años, por el incremento de otras ofertas más asequibles, ha crecido; intentemos remediarlo, pero debemos tener muy presente el fenómeno, una de cuyas varias facetas, asimismo aumentada, es la de la desatención a los textos teatrales».
Para completar el diagnóstico, aún cabría echar mano de nuevos síntomas: las influencia de los medios de comunicación de masas, el proselitismo de las cadenas televisivas, la afición a entretenimientos menos exigentes, como el videojuego, y otras realidades que contribuyen a vaciar el patio de butacas. En todo caso, se va eternizando esa crisis de la que tanto hablan, desde hace años, las gentes del teatro: los cómicos de ayer y de hoy. Reiterarlo, por fuerza, nos lleva a sentir nostalgia de aquellos tiempos en los cuales el primer actor o la primera actriz de una compañía eran tan admirados como hoy puedan serlo las grandes estrellas del rock.
Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Esta es una versión expandida de un artículo que escribí, con el seudónimo «Arturo Montenegro», en el Centro Virtual Cervantes, portal en la red creado y mantenido por el Instituto Cervantes para contribuir a la difusión de la lengua española y las culturas hispánicas. Reservados todos los derechos.