El mar, escribía Álvaro Cunqueiro, es mucho más complejo, en su realidad y en su fantasía, que todo lo que podamos imaginar desde tierra firme. Para el viejo Simbad, Ulises y otros personajes recreados en su obra, el inmenso remolino del océano, la espuma y el fragor de las aguas son retos que desafían a los hombres libres.
Los pilotos y pescadores de antaño, que aún desconocían las minucias de la climatología, mitificaron algunos de los ciclos meteorológicos más comunes. Y eso creó discordia entre sus certezas, que eran muchas, y sus supersticiones, que igualaban en número a aquéllas.
En realidad, había tantos misterios en la marea y en el rumbo de los vientos que convenía descifrarlos mediante un código a medio camino entre lo sagrado y lo técnico. Nada más natural, por esto, que dar a un dios el mismo nombre que recibe una tromba marina: Tifón. A él van dedicadas estas líneas.
Tomamos la vigésima primera edición del DRAE (Madrid, Espasa-Calpe, 1992) para comprobar que dicha palabra proviene del latín, tiphon, vocablo que a su vez forma parte de la herencia griega. Luego afinaremos más las coordenadas de este origen, pero antes detengámonos un momento para leer las dos acepciones que aporta el diccionario citado: «Huracán en el mar de la China» y «Manga, tromba marina». Esto último, por cierto, era propio de aquel endriago colosal, Tifón, cuya testa rozaba el cielo.
Hijo de Gea y el Tártaro, el monstruo de quien hablamos ha sido en algún caso tomado por hijo de Hera. Para completar la biografía de esta criatura, Ramón Joaquín Domínguez, en el Diccionario nacional o Gran diccionario clásico de la lengua española (Madrid-París, Establecimiento de Mellado, 1853) explica que «era extremadamente horrible, tanto que cuando se reunió a los demás gigantes para destronar a los dioses les causó un temor tal que huyeron despavoridos. Júpiter lo precipitó en el Etna». Por otro lado, el tema de su fuerza y engreimiento nos lleva a entender un poco mejor esos torbellinos de aire caliente que forman los auténticos tifones. A saber: el ojo de la tempestad, la tromba marina, huracanes capaces de devastar ferozmente la costa sin dejar tras de sí más que dolor y resignación. A la vista de todo ello, merece la pena recordar a Cunqueiro una vez más: «Dios tiene sujeto a Leviatán, lo que no impide su ira y sus desastres».
Henry Yule y Arthur C. Burnell, en su Hobson-Jobson. The Anglo-Indian Dictionary (1886; reeditado en 1996 por Wordsworth Editions Ltd. a partir de la versión de 1902), exploran las vicisitudes de esta palabra. Mencionan a Sir John Barrow, quien no dudó en ridiculizar a aquellos sabios anticuarios que describían el modo en que los chinos tomaron la palabra del egipcio typhon, creando así la voz ta-fung, ‘gran viento’. (Inciso: el DRAE de 1899 subraya en su etimología la voz taī fong, ‘viento fuerte’).
Domínguez, a cuya sabiduría acudíamos más arriba, añade que este Tifón de las pirámides es «el principio del mal y de la destrucción. Suponíanle los egipcios hijo de Atis y esposo de Neftis; tenía establecida su morada en el mar». Como detalle curioso, no viene mal mencionarlo, aunque preferimos repetir una doctrina muy extendida: los pilotos portugueses llamaron tufão al mismo fenómeno que los árabes denominaba tūfān: ‘la inundación’. Con gran probabilidad, ese venero arábigo es el que también aprovecha nuestro vocabulario. Así lo defiende María Moliner (Diccionario de uso del español, Madrid, Gredos, 1998), quien menciona el origen árabe en su definición de esta columna de agua, poderosa y arrogante, que se eleva sobre el mar con movimiento giratorio.
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Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Esta es una versión expandida de un artículo que escribí, con el seudónimo «Arturo Montenegro», en el Centro Virtual Cervantes, portal en la red creado y mantenido por el Instituto Cervantes para contribuir a la difusión de la lengua española y las culturas hispánicas. Reservados todos los derechos.