Una de alegrías que experimenta el amante del género pastoril es la de encontrarse en la primera parte del Quijote con la historia de Grisóstomo y Marcela. El gozo aumenta en el capítulo XIV, donde se ponen los versos desesperados del difunto pastor, con otros no esperados sucesos.
Tras leer la canción de Grisóstomo, asistimos a la aparición de la pastora Marcela. Es acá donde el pasaje adquiere tintes dramáticos por boca de otro personaje, Ambrosio, quien, con muestras de ánimo indignado, le dice a Marcela: «¿Vienes a ver, por ventura, ¡oh fiero basilisco destas montañas!, si con tu presencia vierten sangre las heridas deste miserable a quien tu crueldad quitó la vida?».
El lector ya intuye algo que la crítica explica, y es que la alusión metafórica al basilisco tiene un doble fundamento: dicha bestia era capaz de matar con su sola mirada y la sangre podía brotar de las heridas de un muerto si a él se acercaba esta criatura.
El recurso literario, eficaz a más no poder, fue usado por Cervantes y por otros literatos como Shakespeare o Chaucer. Pero conviene saber que el basilisco no era tenido por un ser mitológico. Más bien al contrario: en tiempos del Quijote, esa criatura formaba parte de la familia zoológica reconocida por la ciencia.
Las primeras noticias en torno a esta alimaña proceden de la Historia natural de Plinio, en cuyo octavo libro se describe la mortífera mirada del Catoplebas, y se equipara el poder destructivo de ese monstruo con el de un ofidio formidable al que el historiador llama basilisco.
Gracias a esta descripción, podemos imaginarlo como una descomunal serpiente, una cobra temible, tocada con una corona. En adelante, su ferocidad legendaria fue pregonada por autores como Lucano. Muchos llegaron a creer que el propio Alejandro Magno dio muerte a un basilisco, armado con su espada y protegiéndose con un bruñido escudo, que por cierto espejeaba como aquel otro que usó Perseo contra la Medusa.
A lo largo del Medievo, el barroquismo simbólico dio por buena otra descripción del basilisco. Así, los bestiarios recogen la imagen de una robusta serpiente con garras de águila, alas de reptil y cabeza de gallo.
En algunos frontispicios figura bajo los pies del arcángel San Miguel, como si la bestia fuera un aliado del Maligno. Por esa época, se extendió asimismo la creencia de que era posible cazarlo con ayuda de hurones o armiños.
La constatación de su poderío fue aún más notable entre los alquimistas, interesados por ese polvo de basilisco que enriquecía pócimas y emulsiones. Los grabados de la época preservan su espantoso gesto de víbora. Ésta es la clave que manejaron, por citar dos casos, Edward Topsell en su Historiae of Four-Footed Beasts (1607) y George Wedel en sus Ephemerides (1672).
Pero la creencia en la autenticidad del basilisco se debe a otro gremio: el de los falsarios. Los mismos que vendían huevos y ejemplares disecados a los coleccionistas de maravillas. Taxidermistas con oficio, hábiles a la hora de deformar el cuerpo de un pez, la manta raya, para convertirlo en el monstruo en cuestión. A la vista de estos basiliscos disecados, no sorprende que certificaran su autenticidad Ulises Aldrovandi en la Historiae Serpentum et Draconum Libri Duo (1640) y Athanasius Kircher en su Mundus Subterraneus (1664).
Paradojas de la lectura: mientras que los admiradores actuales del Quijote ignoran al basilisco o lo consideran legendario, los contemporáneos de Cervantes admitían aquella venenosa presencia en los textos de historia natural.
Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Esta es una versión expandida de un artículo que escribí en el Centro Virtual Cervantes, portal en la red creado y mantenido por el Instituto Cervantes para contribuir a la difusión de la lengua española y las culturas hispánicas. Reservados todos los derechos.