De un tiempo a esta parte, la mirada de España sobre sí misma se va haciendo más problemática. Demasiadas veces, insistimos de forma frívola en la ausencia de una normalidad histórica, y por la vía fácil, recurrimos a prejuicios que nos llegan del exterior para canalizar viejas querellas. Después de todo, quizá nuestro país, aparte de buenos historiadores, también necesite un exorcista.
El caso es que la leyenda negra nunca termina de difuminarse. Bien porque nos la recuerdan desde fuera, bien porque resurge en nuestro encanallado debate interno. Es una tendencia difícil de solucionar, porque muchos intelectuales no la ven como un problema. Para ellos, España es como ese vehículo cargado de trastos viejos, que estaciona en doble fila tras un historial de atropellos. Por otro lado, ya sabemos cómo nos retrataron los europeos del Norte y los viajeros románticos: como un país cruel, atrasado, pintoresco y de expresión ceñuda.
Casi siempre hemos tenido una consideración negativa de nuestro pasado. Es la postura fácil para quien decide acomodarse en nociones preconcebidas. Por suerte, María Elvira Roca Barea decidió afrontar este problema ‒un problema de identidad‒ por la vía más razonable: descubriéndonos, justamente, lo que no es España. En este sentido, la lectura de Imperiofobia y leyenda negra (2016), 6 relatos ejemplares 6 (2018) y Fracasología. España y sus élites: de los afrancesados a nuestros días (2019) es reveladora por dos motivos: porque nos enseña que, en más de un aspecto, el nuestro nunca fue el país que nos contaron, y asimismo, porque nos demuestra cómo las hipérboles, las falsificaciones, los aspavientos y las imposiciones ideológicas pueden sustituir a los hechos reales, a la dignidad y al juicio equilibrado.
Roca Barea, agnóstica, trabaja con las resonancias religiosas de la leyenda negra, un proceso de condensación cultural que comienza con la propaganda luterana y se consolida en el Siglo de las Luces. También estudia por qué los españoles aceptaron esos argumentos sin dedicar tiempo a comprender sus consecuencias. Y frente a los engaños y el sesgo, nos ofrece datos fiables, contrastados, que se sostienen en el esfuerzo documental, poniendo especial énfasis en esos equívocos y olvidos sobre los que también gira esta conversación.
Imperiofobia y leyenda negra es un ensayo cuyo éxito sobrepasa cualquier expectativa ante una obra de este tipo. Después de tantas ediciones ya agotadas, ¿a qué cree que se debe ese recibimiento tan caluroso?
Me sigue causando la misma estupefacción que me causó su buena acogida inicial. Y es una estupefacción creciente. Los periodistas me preguntan la razón, y yo les devuelvo la pregunta, porque todavía no he terminado de encontrarle una explicación. El destino natural de este libro era tener dos o tres mil ejemplares vendidos, y no más. No es el destino normal de un ensayo de esta naturaleza que se venda como una novela policíaca. Aún no le veo sentido.
Yo tengo una teoría…
Pues venga, cuéntamela, porque yo las colecciono…
Hay libros que parece que eligen el momento en que llegan al lector, y este lo hizo justo en un año en el que muchos españoles necesitaban reconciliarse con su pasado y con su marco de convivencia. En un momento político muy preciso.
Sí, yo entiendo que salir puntualmente en 2016 tiene importancia. Y esa es una de las explicaciones favoritas que yo tengo. Pero, por ejemplo, me sorprende que el libro se esté vendiendo mucho en América. Ahí ya no vale como explicación la crisis secesionista en Cataluña.
Esto les interesará a nuestros lectores iberoamericanos. ¿Qué impresiones le están llegando desde allá?
Bueno, a mí me resulta sorprendente. He ido ya varias veces a dar conferencias. Recibo cartas de lectores desde Argentina, desde México, desde Colombia, desde Chile… También me han entrevistado en distintas publicaciones americanas.
Es curioso, porque allí la leyenda negra está bastante aceptada en el mundo académico. Hay países donde el sentimiento antiespañol no se ha superado.
Claro, forma parte del sistema educativo. La última carta que he recibido me la envía un profesor de historia argentino, concretamente de Rosario. Es una carta en la que me comenta lo emocionado y feliz que se siente con el libro, y en la que me explica lo que le ha costado superar esa visión tan parcial y tan destructiva.
Imagen superior: boda del capitán Martín García Óñez de Loyola, sobrino nieto de San Ignacio y gobernador de Chile, con la princesa inca Beatriz Clara Coya, hija del inca Sayri Tupac, y de la hija de ambos, Ana María, con don Juan Enriquez de Borja, en la Iglesia de la Compañía, Cuzco. El lienzo original fue reproducido varias veces. Esta es la versión que puede admirarse en el Beaterio de Copacabana, en Lima.
Esta narrativa, obviamente, persiste en España. Lejos de disiparse, las exageraciones y mentiras de la leyenda negra son, para una parte importante de nuestra élite intelectual, una verdad histórica…
Es una cosa un tanto disparatada. Es como estar a favor de los fantasmas. En otros países, la gente procura aliviar el lastre para navegar mejor, y no dejarle a las generaciones siguientes la historia concebida como un horror de su propio pasado.
Cuando uno ve producciones españolas recientes, inspiradas en nuestra historia, de inmediato advierte la falta de autoestima, y esa necesidad de subrayar tópicos negativos, o simplemente falsedades. Me viene ahora a la memoria 22 ángeles, aquella serie de TVE sobre la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna. Me cuesta entender que una hazaña tan admirable como la de Balmis, con un trasfondo de avances científicos, pudiera distorsionarse de ese modo.
Aguanté un cuarto de hora. No pude más.
Me da la sensación de que en el mundo audiovisual, que es el que hoy consolida la imagen que los países tienen de sí mismos, la interiorización de la leyenda negra es casi irremediable. La mayoría de nuestros realizadores va a seguir reiterando esos tópicos sobre el atraso, la crueldad o la intolerancia religiosa como cualidades exclusivas de nuestro pasado.
Yo lo veo muy difícil. Lo que tienes enfrente es un muro que está ya construido. Es decir, es un fenómeno de construcción gigantesco sobre el que hay que operar. Por otro lado, nosotros tenemos unos inconvenientes grandísimos para contrarrestarlo. La leyenda negra se aclimata en nuestro país, entre otras razones, porque forma parte de los complejos de la Iglesia Católica.
En un momento determinado, los responsables de la Iglesia asumen el complejo de ser los malos de la película, y se pasan la vida intentando demostrar que no lo son. El complejo es difícil de quitar, toda vez que el protestantismo se basa en una crítica del catolicismo. ¿Qué sucede? Pues que bastantes cosas negativas que dice el protestantismo sobre el catolicismo son verdad. Son ciertas, aunque por supuesto, eso no quiere decir que ellos no hayan hecho las mismas cosas, o desde luego, peores.
La Iglesia Católica llega al año 1500 después de muchos siglos en una posición de dominio. Y cuando llevas mucho tiempo mandando, estás tranquilo. Vas aflojando. No es lo mismo que aquella virulencia agresiva con la que arrancó el protestantismo en los territorios germánicos o en Inglaterra. Como toda confesión y toda religión nueva, fue a muerte.
También hay que tener en cuenta que España carece de una iglesia de carácter nacional, en el sentido de que la Iglesia Católica tiene su propio criterio. No es una religión de Estado. En cambio ‒y en contra de lo que se dice tantas veces‒, en el mundo protestante no hubo separación de Iglesia y Estado. A partir de aquel conflicto de poder entre los príncipes alemanes y el proyecto paneuropeo de Carlos V, se produjo una regresión feudal y la nacionalización de las iglesias. Los príncipes protestantes se convirtieron en primados de sus iglesias territoriales, y el poder religioso se sometió a ellos.
Además, desde el primer momento, se comprobó que la propaganda no es un invento propiamente católico, sino protestante. Son ellos los que siempre la han dominado mucho mejor.
Imagen superior: cuando llegó al poder, Gustavo I de Suecia, llamado Gustavo Vasa (1496-1560), se proclamó como dirigente de la iglesia en Suecia. Ello le dio poder para confiscar los bienes de parroquias, órdenes y diócesis; bienes que repartió entre sus partidarios, siguiendo el ejemplo de lo que habían hecho los príncipes alemanes, y anticipándose a Enrique VIII de Inglaterra, cabeza de la Iglesia anglicana. En 1528 el rey comenzó a nombrar obispos luteranos. Desde 1617, la única religión permitida fue la luterana. Los católicos podían ser despojados de sus propiedades y expulsados del país, y la conversión se castigaba con la muerte. En 1952, la ley consintió que los suecos profesaran religiones no luteranas. No obstante, hubo que esperar hasta 1977 para que la legislación sueca permitiese que los católicos pudieran ser funcionarios.
En Imperiofobia y leyenda negra, usted destaca que esos procedimientos propagandísticos que crea la Reforma son nuevos. También señala que Lutero comprende inmediatamente el poder de las imágenes, que además pueden difundirse gracias a la imprenta. Ese empleo de las imágenes, como dice en el libro, es decisivo a la hora de consolidar mitos sobre el mundo hispanocatólico.
Como te decía, ellos han manejado siempre estupendamente bien esos resortes.
El empleo de la propaganda por parte de los luteranos, y después en el frente anglicano, recupera los viejos tópicos que usted indica: «inferioridad racial (sangre mala y baja), incultura y barbarie, orgullo y deseo de riqueza desmedidos, incontinencia sexual y costumbres licenciosas, Imperio Inconsciente». Es decir, hay un camuflaje de la verdad…
La eliminan.
…Y entonces la sustituyen por las ficciones de la propaganda negativa. Me recuerda lo que ahora, siglos después, sucede con la posverdad. La realidad histórica ‒con sus luces y sombras‒ deja de importar, y se sustituye por «hechos alternativos». En este caso, un relato fabricado, que en la actualidad, además, encaja con la corrección política y con determinadas ideologías.
La cultura protestante domina la propaganda, pero también maneja de forma eficaz la posverdad o el uso de eufemismos… Por ejemplo, hablando de economía, en la vida se le ocurre a alguien de cultura católica denominar a las pérdidas «crecimiento negativo». Son pérdidas y se acabó… Ellos dominan ese resorte que consiste en el descoyuntamiento entre res y verba, entre los hechos y las palabras.
Eso es un invento de la cultura protestante, que el catolicismo no ha comprendido jamás. La cultura católica siempre tiene una visión completamente aristotélica y escolástica de las cosas. Ha ido siempre a lo que ocurre en la realidad…
Por ejemplo, cuando nos acusan de corruptos, hay que aceptarlo: es verdad. El problema es que quien nos lo está diciendo es más intolerante y más corrupto, por la sencilla razón de que lleva mucho menos tiempo gestionando poder.
En su libro escribe lo siguiente: «El pensamiento correcto en el mundo financiero y mediático internacional ‒español también‒ es que los países del Norte, de tradición calvinista y protestante, son cumplidores, laboriosos y exigentes con la moral. Los del Sur, en cambio, son corruptos, vagos, malos socios y malos pagadores». Usted señala que este planteamiento viene de Lutero, lo hereda la Ilustración y lo reitera el darwinismo social anglosajón. Leyendo los ejemplos que cita para desmentir ese tópico, he recordado a Roberto Saviano. Es indiscutible que la corrupción del Sur responde al abuso de un poder público con fines privados, pero olvidamos que el meollo de la corrupción europea es el blanqueo de dinero y la fuga de capitales. Y ese tipo de transacciones financieras opacas es fundamental para el crimen organizado y para los evasores de todo pelaje. Dice Saviano que el Reino Unido es el país más corrupto del mundo, por la sencilla razón de que se beneficia del lavado de dinero y del flujo de capitales oscuros a través de los paraísos fiscales dependientes de la Corona británica, como Bahamas, la Isla de Man, Bermuda, las Islas Caimán, las Islas Vírgenes, Jersey, Gibraltar…
Totalmente de acuerdo. Así es. Además, ese mecanismo a la hora de transferir la culpa en el mundo financiero es un fenómeno que se reproduce en todos los ámbitos.
Imagen superior: en su «Theatrum Crudelitatum haereticorum nostri temporis» (1587), Richard Verstegan refleja la persecución que sufrieron los católicos en Inglaterra durante el reinado de Isabel I.
¿Cómo han recibido su obra los lectores más jóvenes?
Pues mira, los milagros existen. No tengo otra explicación. A mis conferencias viene gente muy joven. El más joven fue un lector de dieciséis años, que traía su ejemplar subrayado y me pidió que se lo firmara. Incluso me hice una foto con él, porque me emocionó.
En diversas ocasiones, usted ha mostrado su preocupación por los conocimientos que adquieren hoy los estudiantes. Entiendo que, si hablamos de la pervivencia de la leyenda negra y del desconocimiento de la historia, los problemas son varios. Por un lado, el culto a la imagen y el bombardeo de contenidos ínfimos que reciben a través de internet y las redes sociales, y por otro, el modo en que estudian historia en cada comunidad autónoma. Además, en las comunidades donde ahora se aplica el bilingüismo, los niños están aprendiendo la historia de España en inglés. A veces, incluso se traducen a esa lengua los nombres propios de nuestros personajes históricos.
Lo del bilingüismo es algo espantoso. No es mía la frase, pero como dice un compañero, hemos conseguido que los alumnos sean analfabetos en dos idiomas.
El pensamiento se construye con palabras, y reducir la competencia lingüística conduce a un pensamiento cada vez más simple. Cuando no tienes el dominio de tu propia lengua, terminarás por no tener dominio de ninguna de las dos. Vamos a elegir: conoce bien tu lengua materna, y cuando la tengas bien dominada, aprende otra partiendo de esa base.
Entre los once y los diecisiete años, el alumno necesita adquirir un vocabulario amplio, que le conducirá a la finura de pensamiento, y que además le permitirá expresar bien por escrito lo que sabe. De lo contrario, se va a quedar en las mil quinientas palabras. Y si estudia en los dos idiomas, tendrá 1.500 en español y 1.000 en inglés.
Pues añádale a eso el tipo de comunicación que es habitual en Twitter o en otras redes sociales, y la catástrofe puede ser tremenda.
Puede ser completa.
Imagen superior: Patio de Letras de la Casona de San Marcos. El emperador Carlos V autorizó, por Real Cédula de 12 de mayo de 1551, la creación de la primera universidad en América: la Real Universidad de Lima, hoy llamada Universidad de San Marcos (Fotografía: Kanon6996, CC). «Se fundaron en América ‒escribe María Elvira Roca‒ más de veinte centros de educación superior. Hasta la independencia salieron de ellos aproximadamente 150.000 licenciados de todos los colores, castas y mezclas. Ni portugueses ni holandeses abrieron una sola universidad en sus imperios. Hay que sumar la totalidad de las universidades creadas por Bélgica, Inglaterra, Alemania, Francia e Italia en la expansión colonial de los siglos XIX y XX para acercarse a la cifra de las universidades hispanoamericanas durante la época imperial. (…) En Real Cédula de 1580, Felipe II ordenó la creación de cátedras de lenguas indígenas para fomentar su estudio y conocimiento».
Usted ha investigado mucho sobre la literatura caballeresca…
Así es.
Es un género que nos habla de hazañas y aventuras, y que en otros países ha ido transformándose y perviviendo bajo distintas apariencias. En cambio, la épica y la fantasía que caracterizaron a la novela caballeresca española fueron olvidándose con el paso del tiempo. Sé que es una simplificación, pero quizá esa inclinación por el realismo y por el costumbrismo tengan algo que ver con esa incapacidad nuestra para el relato épico a la hora de narrar el pasado.
Llevo enseñando literatura toda mi vida, y eso es algo a lo que le he dado muchas vueltas. Aún no he encontrado la razón para ello, pero hay dos constantes que se manifiestan en la literatura española desde mediados de la Edad Media, y siempre están ahí. Una es la tendencia al expresionismo: a hacer arte a partir de lo feo. Eso está en la literatura española desde el primer minuto, y atraviesa todas las etapas: el último periodo de la Edad Media, el Renacimiento, el Barroco… Va desde Las Coplas por la muerte de su padre, de Jorge Manrique, hasta Valle-Inclán. Se advierte en La Celestina y en El Quijote ‒ahí está el antihéroe, un invento de la literatura española‒. Esa es una constante, y la otra es la tendencia a que la literatura popular y la literatura culta se mezclen de arriba a abajo. Este es un trasvase que ya existe desde los cancioneros palaciegos. Lo encontramos tanto en la mejor literatura del Siglo de Oro como en García Lorca.
Por otro lado, hoy nos siguen fascinando tópicos como el sentimiento de culpa o el memento mori, y en esa línea, escritores y periodistas difundimos con más facilidad la crítica, el fatalismo o el reproche moral que cualquier signo de entusiasmo. En general, preferimos fustigarnos, o sentirnos excepcionales en lo negativo.
A ver, es que la autocrítica es algo que está muy relacionado con la mentalidad católica, que le da tanta importancia al examen de conciencia. Tú ponte enfrente de alguien convencido de que Dios lo ha elegido para salvarlo. Ese un modo completamente distinto de afrontar el mundo, la realidad y las propias acciones. En cambio, el católico está cuestionándose a sí mismo. Se cuestiona la bondad de sus intenciones. Peca y se arrepiente, y siempre se siente responsable de ello, porque en eso consiste su libre albedrío. ¿Cómo vas a poner en pie de igualdad esta concepción del mundo con la mentalidad de alguien que cree que Dios lo ha elegido para salvarlo?
Imagen superior: «Masacre de los judíos de Metz durante la Primera Cruzada», de Auguste Migette. El cuadro representa la persecución y matanza sistemática de los judíos renanos en 1095 y 1096. Sus ejecutores fueron cruzados y campesinos franceses y germanos. La jerarquía católica intentó detenerlos sin éxito.
Teniendo todo eso en cuenta, me gustaría encontrar huecos para la esperanza.
Abre huecos.
Podría ser útil que nuestra historia se divulgase de forma atractiva y veraz a través de la literatura popular. El problema es que un joven español aficionado a la novela histórica probablemente sepa quién fue Francis Drake, pero dudo que sepa quién fue Álvaro de Bazán.
Eso ocurre porque, desde el siglo XIX en adelante, los temas de la literatura popular española se conforman de acuerdo con un modelo que ya es anglosajón. Y no es que en España no haya habido literatura popular. Ha habido una tremenda literatura popular. Ahora estoy escribiendo precisamente sobre ese tema. Me estaba acordando, mientras venía hacia aquí, del entierro de Lope de Vega.
No hay en la literatura occidental un hecho comparable al entierro de Lope. Incluso hay descripciones de varios embajadores extranjeros pasmados ante aquello. El cadáver de Lope fue paseado por las calles de Madrid durante horas, de hombro a hombro. Y la gente rezaba: «Creo en Lope de Vega todopoderoso, poeta del cielo y de la tierra». Después de Homero, es difícil encontrar una figura literaria que haya significado tanto para su pueblo. El problema es que, como te decía, en el siglo XIX se importan los modelos anglosajones, y nuestra literatura popular se construye a imitación de esa pauta. La novela histórica es el gran invento del romanticismo popularizante.
Hay novelas históricas de ese periodo ‒por ejemplo, los libros de Antoni de Bofarull, o Amaya o los vascos en el siglo VIII, de Francisco Navarro Villoslada‒, que exaltan el pasado regional. Es una especie de prenacionalismo.
En efecto, son obras de carácter regionalista. En el XIX ya no era posible construir una gran épica española porque, simple y llanamente, la historia de España se aborda en términos literarios a partir de los modelos que llegan del triángulo de Westfalia ‒inglés, alemán y francés‒, y por lo tanto, es una historia rechazable y deleznable. ¿Quién va a tener valor de escribir, en el XIX, una gran novela histórica basada, por ejemplo, en alguna de las grandes navegaciones o exploraciones de nuestro pasado? Se habría muerto de vergüenza.
Imagen superior: «Sor Marcela de San Félix, monja de las Trinitarias Descalzas de Madrid, viendo pasar el entierro de Lope de Vega, su padre» (1862), de Ignacio Suárez Llanos.
Al leer su libro, he encontrado infinidad de hechos que hoy están olvidados. Por ejemplo, el modo en que las autoridades virreinales lucharon contra enfermedades y epidemias. Se levantaron hospitales que debían prestar servicio a la población española e indígena. Sólo entre 1500 y 1550, nos dice, se levantaron en las Indias unos veinticinco hospitales grandes, y bastantes más hospitales pequeños. En 1551 ya había una cátedra de Medicina en la Universidad de México, mientras que la primera cátedra de Medicina en los territorios ingleses de Norteamérica data de 1765… Sin embargo, la imagen que predomina es la de las epidemias devastadoras.
Sabemos lo que ocurrió en América porque los oficiales de la Corona lo contaban. Cuando morían indígenas ‒independientemente del número‒, lo decían. En este sentido, parece que las únicas epidemias durante los siglo XVII y XVIII hubieran sucedido en América… Pero resulta que en Europa también las había.
Aunque es una cuestión distinta, esto me recuerda el modo en que a la epidemia de gripe de 1918 se la llamó «gripe española». A diferencia de lo que sucedió en el resto de Europa, que estaba en guerra, la prensa española no estaba censurada y se difundieron los informes sobre la enfermedad. En cuanto surgió la enfermedad, aquí se dijo.
Aquí se dijo, y además se identificó el virus y se dio la voz de alarma. Ante la propagación veloz, y la cantidad de muertes que causó, se mandó aviso a la comunidad científica, señalando que esa gripe se comportaba de un modo distinto. En los demás países, nadie estableció ni dejó constancia ‒en ese primer momento‒ de que fuera diferente y más mortífera que epidemias anteriores. Por eso se llama la gripe española.
La acusación de atraso de la que hablábamos también ha condicionado el modo en que se cuenta la historia de la ciencia en nuestro país. El debate es antiguo, pero todavía me sorprende que se repita con tanta ligereza que en España no hubo ciencia. Por ejemplo, Mar Rey Bueno ha estudiado en profundidad los enormes avances científicos en tiempo de los Austrias, y cuando hablo con ella, llego a la conclusión de que preferimos el mito a la realidad. Claro que hemos tenido científicos prodigiosos y pioneros, como Jerónimo de Ayanz y Beaumont, y tantos otros. Pero decidimos ignorarlos.
Absolutamente de acuerdo. Es una aberración. Precisamente, el otro día, charlando con alguien del gremio de las ciencias, le pregunté: «¿Tú sabes que el calendario moderno se hizo en España? ¿Sabes que el calendario que rige el planeta Tierra sale de la Universidad de Salamanca?» Y no tenía ni idea.
¿Y a qué atribuye que ese desconocimiento?
Eso tiene una explicación que ya te comenté: los complejos de la Iglesia. La absorción de los complejos de la Iglesia. La Iglesia educando, generación tras generación, a las élites españolas, que no es pequeña cosa. Este sentimiento de inferioridad o este puesto subsidiario de España, ¿dónde lo has aprendido? Pues mira por dónde, en un colegio de curas. Así que a la Iglesia hay que echarle un tiento, y con mucho cuidado.
Imagen superior: el toledano Pedro Chacón (1527-1581), matemático, latinista y teólogo, figuró entre los humanistas más destacados de la Universidad de Salamanca. Chacón se trasladó a Roma, donde el papa Gregorio XIII le encomendó, junto a otros sabios, la reforma del calendario. Aunque el mérito final suele atribuirse al germano Cristóbal Clavio y al italiano Luigi Lilio, la intervención del matemático español fue de gran importancia. Hay otro punto clave: las propuestas que remitió la Universidad de Salamanca en 1515 y en 1578 (esta última con la participación de profesores como Diego de Vera, Cosme de Medina, fray Bartolomé de Medina, fray Domingo Báñez, fray Francisco Alcocer, fray Luis de León, Gabriel Gómez y Miguel Francés). «La opinión salmantina del año 1515 ‒escriben Ana María Carabias Torres y Bernardo Gómez Alfonso‒, a la que Luigi Lilio se limitó a añadir las tablas-guía para la celebración futura de la Pascua, fue la que básicamente resultó confirmada por el pontífice en 1582, en la publicación del calendario gregoriano, hoy convertido en calendario civil de la humanidad» («Francisco de Salinas. Música, teoría y matemática en el Renacimiento», Ediciones Universidad de Salamanca, 2014).
Y esa influencia de la Iglesia en este asunto ¿también la ha notado en América?
Vengo de Bogotá, y allí, en una universidad de los jesuitas, una profesora me soltó que ellos tienen una identidad muy difícultosa, porque hablan una lengua impuesta. En ese tipo de encuentros, están acostumbrados a que el profesor español invitado de turno se ponga de perfil, y les diga: «No, pero la conquista tuvo también su lado bueno…» Pero yo, como no puedo entender el disparate, provoqué un pequeño escándalo. Le pregunté: «¿Quién le ha impuesto esa lengua? ¿Su familia? ¿Su comunidad? ¿Su país? Pues reclame a su familia a su comunidad y a su país, porque yo he aterrizado en Bogotá hace cuatro días. A mí que me registren. Llevan ustedes dos siglos independizados».
En su libro estudia con mucho detenimiento la leyenda negra de la presencia española en América, y sus distintas versiones, que van desde la época de la Reforma hasta el indigenismo más reciente. Creo que los lectores pueden encontrar, gracias a usted, información de sobra para dejar atrás la historia propagandística e ideológica, y descubrir una historia real y equilibrada. Hay un tema por el que siento especial curiosidad, que es la relación de los habitantes del Virreinato de Nueva España con los pueblos indios que suelen aparecer en el western, sobre todo el que refleja las guerras apaches.
Las guerras apaches que aparecen en las películas empiezan con México recién independizado. En el periodo previo a la independencia, bajo gobierno español, los apaches no habían dado problemas…
Eso es algo muy poco conocido. Sí que es cierto que en el siglo XVIII hubo algunos ataques de partidas apaches. De ahí que los dragones de cuera tuvieran que combatirlos. Pero a fines de ese siglo, gracias a la habilidad de los gobernadores españoles, llegó la paz y se logró la convivencia de las distintas tribus.
Realmente, esos gobernadores supieron manejar muy bien el follón que había en la frontera, y alcanzaron acuerdos para pacificar ese territorio, que era enorme. Tuvieron que lidiar con conflictos entre distintos pueblos, administrando un área de mucha complejidad. A principios del XVIII, las distintas comunidades indígenas que se mueven por esa zona del virreinato son desplazadas unas por otras. Los apaches son empujados por los comanches, que llegan del norte, empujados a su vez desde las praderas. Como un efecto dominó, unos atacaban o desplazaban a otros en aquella franja de territorio. Todo el mundo viajaba hacia el sur, porque era mucho más rico. Había más caballos y más comida.
Los comanches eran un pueblo a caballo que tuvo choques tremendos con los navajos, con los pawnee, con los apaches… En el virreinato se dedicaron a robar y a capturar esclavos.
Los comanches se comportan en esa época como depredadores, y su expansión tiene el efecto que te decía: empujan a pueblos como los apaches. El mérito de los gobernadores consistió en solucionar ese conflicto. Había que sedentarizarlos, y eso se fue haciendo razonablemente bien. A los comanches y a los apaches hubo que encajarlos donde ya había otros pueblos establecidos. Hubo que ir moviendo a la gente, asentándola en según qué territorios, sin provocar conflictos con los que ya estaban allí. Las rebeliones más brutales llegan con la independencia, y sobre todo, a partir de 1848, cuando México y Estados Unidos firmaron el Tratado de Guadalupe-Hidalgo. La mitad del territorio mexicano pasó a ser estadounidense. Crecieron los conflictos, y la hostilidad de los apaches y de otros pueblos fue en aumento a ambos lados de la frontera.
Esta es la etapa que refleja el cine de Hollywood. La de los fuertes militares y los ataques de los indios. Pero el pasado seguía vivo. Por ejemplo, se ve en Fort Apache, de John Ford, donde el jefe de los chiricahuas, en la versión original, habla en español…
Acabo de publicar en la Revista de Occidente un artículo sobre el tema de los apaches. Esos westerns clásicos, como Fort Apache, reflejan el enfrentamiento entre los indios y los blancos protestantes, pero ocultando la relación fluida que los primeros habían tenido con los españoles. Por ejemplo, Gerónimo hablaba español. Estaba bautizado, igual que sus padres, y recibió ese nombre por un jesuita vasco. Los apaches chiricahuas llevaban dos generaciones sedentarizados, bajo el amparo de las leyes de Indias. Y en general, no tuvieron problemas con la administración española, que como te decía, tuvo que acomodar a distintos grupos indígenas, evitando levantamientos. Basta con ver un mapa histórico de la época para comprobar, por medio de flechas, la complejidad de los desplazamientos de unos y otros. Con esa situación, hay que ser un político hábil, pero muy hábil, para no generar un conflicto armado tremendo.
En realidad, los chiricahuas se rebelan tras la independencia, y sobre todo, cuando su territorio pasa a ser estadounidense y les obligan a marcharse. Ahí comenzaron las guerras apaches, que concluyeron con su exterminio, al igual que pasó con los demás indios. Pero si tú preguntas ahora cuándo se produjeron los grandes levantamientos de estos pueblos, te dirán que durante el Imperio. No fue así, por supuesto que no. Pero son verdades establecidas.
Imagen superior: en el virreinato de Nueva España, los dragones de cuera fueron los encargados de la defensa de la frontera norte. Su nombre se debe a la cuera, una especie de coraza de cuero endurecido que podía detener una flecha.
En distintas partes del libro, se advierte que los promotores de la leyenda negra toman un elemento, con una parte de verdad, y lo magnifican o distorsionan hasta convertirlo en un arma de propaganda. Muchos lectores se habrán sorprendido con lo que explica sobre la Inquisición. Estaba muy burocratizada y perseguía otros delitos aparte de la disidencia religiosa, desde la violación a la falsificación de documentos y el contrabando de caballos. Y a diferencia de los tribunales civiles, solo recurrió excepcionalmente a la tortura. Además, no tenía jurisdicción sobre los indios americanos. Pero lo que llama la atención es que el número total de sus condenas sea tan pequeño en comparación con el número de víctimas en cualquier país protestante, donde se sucedieron las ejecuciones y las matanzas sin proceso legal alguno.
Hay que valorar lo que fue la Inquisición en su contexto. En un periodo en el que la intolerancia religiosa era lo habitual en toda Europa, este era el tribunal que ofrecía más garantías al reo.
Sin embargo, los países con episodios más atroces de intolerancia religiosa son los que construyeron el mito de la Inquisición. Y son los turistas de esos países los que visitan con más interés los museos de la tortura y la inquisición que están abiertos en distintas ciudades españolas. Esos museos son un puro disparate. Se exhiben aplastacabezas, guillotinas y otros artilugios que jamás usó la Inquisición, y que en la mayoría de los casos, ni siquiera se utilizaron nunca en España. De hecho, muchos de estos artefactos, como las doncellas de hierro, son invenciones modernas, que jamás se usaron en ninguna parte.
Tengo localizados varios: en Santoña, en Toledo, en Granada… Les voy a dedicar un capítulo en el libro que estoy ahora escribiendo. Cada uno decidirá si tiene que ir a su ayuntamiento, y decir: «Lo que estás enseñando de nosotros no solo es lo peor, sino que en realidad es completamente falso».
Empezando por que no son instrumentos de tortura españoles.
Para nada. Es todo una falsificación… Este tipo de turismo demuestra que hay un momento en que uno se acostumbra a asumir el papel de bufón. Se acostumbra al esperpento de sí mismo, y ya no ofende su dignidad. Los españoles nos hemos acomodado a esa situación. El misterio de los misterios es cómo aguanta este país. Para mí es una cosa absolutamente incomprensible.
Julián Marías decía que una cosa es ser nacional de un país, que es algo natural, y otra cosa es ser nacionalista, que vendría a ser como una inflamación innecesaria de este sentimiento. Y decía también que cuando un país alcanza un estado saludable, asume esa identidad con naturalidad, sintiéndose cómodo en su variedad y en su historia, abriéndose también al resto del mundo. Yo creo que en España, entre la gente común, lo habitual es esto último. Pero no es raro encontrarse con profesores e intelectuales que no aceptan esa integración, o que incluso dicen que España viene a ser un mito antinatural, o un invento anticuado y reaccionario.
Esto es algo que no le ocurre a todo el mundo, sino a determinadas clases sociales. Está vinculado a las élites intelectuales españolas, que son las que, hace ya varios siglos, perdieron el sentido de la responsabilidad con respecto a su propio país.
A nadie en Francia se le ocurriría soltar las barbaridades sobre la cultura francesa que cualquier intelectual español suelta sobre la cultura española. Desde Voltaire a Jean-Paul Sartre, ningún intelectual francés iría contra Francia. Y no importa el color político. En ese sentido, nuestro país es singular. Imitando a esas élites europeas que han escrito horrores sobre nuestro país, los intelectuales españoles han hecho lo mismo. Esto solo pasa aquí. No se han parado a pensar que tenemos que imitar a los intelectuales franceses en lo que hacen, no en lo que dicen. Como ellos, tienes que convertirte en un intelectual eficaz para tu país. Bueno para tu país. Pero estás imitando el dicho, no el hecho, y eso es catastrófico. El intelectual francés más rompedor nunca iría contra Francia.
Imagen superior: cortesía de Siruela.
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