Alguna vez Andy Warhol puso un equipo de video sobre una pared de Nueva York para que filmara largamente –si no recuerdo mal ocho horas– lo que fuera capaz de captar desde aquel estático punto de vista sobre la lejana vida de la ciudad. Lo conseguido es un mamotreto amorfo, una de las tantas tonterías que hicieron a la celebridad de Warhol para facilitar su ingreso en la historia del arte. Una filmación impersonal, anónima y sin historia, una objetividad indiscutible y sin forma.
Alfred Hitchcock, en La soga, monta una toma secuencia única que describe, en tiempo real, una narración. Por ella, gradualmente, vemos a James Stewart descubrir un crimen, cuya prueba de gracia es un cadáver oculto en un baúl en torno al cual actúa la cámara. Da, además, con la verdad de sus dos jóvenes discípulos, en cuya ideología del superhombre anida un homicidio a dúo y defectuosamente escondido.
En estas dos experiencias extremas pensaba al salir de la exhibición de Theo y Hugo París 5.59, que también cuenta una historia en tiempo aparentemente real. La morosidad del desarrollo es evidente, comenzando con una larga orgía homosexual en un local más o menos iluminado. Estimo la pornografía como didáctica sexual pero confieso que nada aprendí de novedoso en este tiempo. Ha de ser que las técnicas del sexo son las mismas desde hace siglos y un sujeto de mi edad nada puede extraer de instrucivo ante semejantes lecciones..
Dos chicos se enamoran en el tumultos y se citan a la salida, andan largamente en bicicleta, visitan un hospital de urgencias, inicia uno de ellos un tratamiento antisida, suben y bajan escaleras junto al canal, charlan y caminan, siguen caminando, escuchan la historia de un confitero sirio, toman un metro, escuchan otra historia, esta vez de una vieja pasajera, suben morosamente seis pisos a pie, se toman un selfie y quizás empiecen una relación duradera. Ahorro detalles para no estropear la curiosidad de quienes no hayan visto el filme y vayan a verlo.
El problema es evidente. Una cosa es filmar algo que transcurre en la realidad exterior al cine y hacerlo en tiempo real. Pero los personajes de Olivier Ducastel y Jacques Martineau, guionistas y directores de la película, son ficticios. Su tiempo visiblemente real, detallado por un reloj que, cada tanto, escande el paso de las horas, es también ficticios, con lo cual se obtiene la prolijidad de Warhol sin contener la narración de Hitchcock. Se filma como si fuera real una anécdota que es ficcional. Más allá de la admirable actuación de los actores y las bellas perspectivas de un París desolado y húmedo, sabiamente iluminado por la luz callejera de la electricidad, más allá de todo ello, se consigue que la mayor parte de la filmación resulte superflua. El arte es forma y si no hay decisión formal, empiezan a sobrar los detalles que carecen de función narrativa. En efecto, las habilidades sexuales y ciclísticas de los personajes, los detalles médicos del asunto y las charlas circunstanciales, acaban sobrando. Todo cabía en veinte minutos. El reloj del tiempo real nos juega una mala pasada.
Sinopsis
En un club gay, los cuerpos de Théo y Hugo se encuentran, se reconocen, se entremezclan en un abrazo apasionado. Pasado el impulso del deseo y la exaltación de este primer momento, los dos jóvenes, desengañados, en las calles vacías del París nocturno, se enfrentean a su amor naciente.
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