Parcialmente, la obra de Vicente López (1772 – 1850), pintor de cámara del rey en tiempos de Fernando VII, coincide con la de Goya. Algunos de sus modelos son comunes. Rasgos y jerarquías se reconocen con facilidad en la coincidencia de las modas.
López es un mediocre pintor de género religioso y un estupendo retratista. Caras, gestos, psicologías, manos, incontables pares de manos ociosas y expresivas se adelantan al espectador con toda la volumetría teatral del género bien hecho. No es el virtuosismo el que separa a Goya de su colega.
Tal vez, puestos a examinar la minucia en la tarea, López es más competente que el genial aragonés. Aun cuando caiga en sutiles desproporciones esperpénticas, como el retrato de Isabel II de niña, un busto de mujer, con un brazo de maja y otro de enana, sin zona pelviana, rodeada por un lujo de texturas real (y regiamente) ejemplar.
El mundo de López es asfixiante y monótono: un desfile de dignidades del poder, rígidas y encerradas en ambientes recubiertos de objetos prestigiantes, entre los cuales el personaje mismo, agobiado de plumajerías, armiños, pectorales, condecoraciones, perlas como lazos de horca, terciopelos fúnebres y flecos dorados de un último acto interminable y cruel.
El mundo exterior no existe, la naturaleza está censurada; el desnudo, prohibido. El cuerpo se oculta tras una muralla de vestimentas dignatarias. Y todos están inmóviles, reposados, hieráticos.
El mundo de Goya tiene fronteras inciertas, abismales: bosques y nubes por una parte, cabrones y brujas por la otra. Sus modelos se mueven, transcurren, se cubren y se desvisten. Es el mundo de la inquietud revolucionaria y el desorden de los nuevos tiempos. El Antiguo Régimen tambalea y las tropas napoleónicas avasallan la antigua Europa, pretendiendo unificarla, de Madrid a Moscú. Órdenes y creencias tiemblan a la intemperie.
Todo cae y se levanta, anda de cabeza y patas arriba. El mundo de López es, en cambio, el de la Restauración absolutista. Todo ha vuelto a su lugar, pero las dignidades de este mundo se encierran en unas fortalezas y unos castillos tenaces como tumbas.
Su rigidez es la de las más suntuosas momias. La imaginería del pintor palaciego es una enésima prueba de la anemia romántica española. La Restauración sirvió para construir la filosofía idealista alemana, la novela psicológica francesa, la lengua nacional italiana, la poesía inglesa y su narrativa medievalizante y gótica.
Al imaginario español no le sirvió para nada. Mientras en Londres era Cervantes un modelo novelístico y en Alemania, Calderón un espejo de la Romantik, en Madrid era la España del romancero un pálido reflejo de las españoladas francesas. Estrangulado por el Deseado Rey, el imaginario hispánico adoptó la inmovilidad de los personajes de Vicente López. Algo brillante y muerto como una piedra preciosa oculta en el arcón de un tesoro.
Copyright © Blas Matamoro. Este artículo fue publicado originalmente en la revista Vuelta, y aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.