Nikola Tesla (Smiljan, actual Croacia, 1856 – Nueva York, 1943) es uno de los grandes personajes del siglo XX. La humanidad le debe absolutamente todo lo que tiene que ver con la tecnología del electromagnetismo, empezando por la corriente alterna que nos llega a casa, y sin la cual esta civilización jamás habría llegado a ser lo que es.
Sin embargo, su nombre fue prácticamente olvidado y su gloria arrinconada. Meses después de su muerte, ocurrida en las navidades de 1942, la Corte Suprema de los Estados Unidos reconoció finalmente que Nikola Tesla era el legítimo inventor de la comunicación por radio, aunque a día de hoy seguiremos perdiendo cualquier partida de Trivial si nos atrevemos a dar su nombre y no el de Marconi.
El conflicto había comenzado en 1900, cuando Marconi quiso patentar su invento en Estados Unidos y fue rechazado por su parecido con una patente de Tesla de 1897; sin embargo, en 1904, cuando ya había caído en desgracia el nombre de Tesla, la Oficina de Patentes y Marcas de Estados Unidos cambió de criterio y consideró legítima la patente de Marconi.
Cómo se produjo esta caída en desgracia ha sido motivo de incontables interpretaciones, desde las más asépticas, con pretensiones de racionalidad, hasta las más apasionadas y conspiranoicas. Y es que la biografía de Tesla es rica en infortunios derivados de su incapacidad para las cosas prácticas de la vida, como ingenuo soñador que era.
Poco después de llegar a Estados Unidos, en 1885, Tesla comenzó a trabajar para la compañía de Thomas Edison, quien, gracias al dinero de J.P. Morgan, había logrado extender su sistema de red eléctrica por Nueva York, basado en la corriente continua que había desarrollado, pero ésta era peligrosa y los incendios la tónica habitual; además, la corriente continua no podía ser transmitida a largas distancias. Tesla se ofreció a modificar los generadores de Edison y adaptarlos a la corriente alterna que él había patentado.
Tras comprobar que realmente era un sistema más eficaz, Edison no sólo no cumplió su promesa de remunerar a Tesla por la mejora –al parecer, una cantidad tan exagerada que sólo un ingenuo podría haberla tomado en serio—, sino que lo humilló, haciéndole ver que las normas del juego en el creciente sistema empresarial de Estados Unidos estaban muy lejos de adaptarse a los propósitos bienintencionados de Tesla. Nuestro inventor se las pasó cavando zanjas para las instalaciones de Edison, tal fue el puesto que se le asignó en la compañía.
Con todo, Tesla salió bien parado de la situación: el eminente físico inglés William Thomson, Lord Kelvin, se interesó por la corriente alterna tras contemplar el sistema eléctrico en la feria de Chicago, y propuso que se empleara para crear un sistema de transporte de energía a larga distancia. Es así como se construyó la primera central eléctrica de la historia, en las cataratas del Niágara, que abastecería de energía eléctrica a toda la ciudad de Nueva York. Hasta ese momento, el aporte de energía se realizaba mediante generadores emplazados en cada manzana, cuya mejor cualidad era la propensión al fuego.
George Westinghouse, fundador de Westinghouse Electric, aceptó fabricar todas las patentes de Tesla relacionadas con la corriente alterna, entre ellas el motor que cambiaría la industria mundial. Ante la pérdida de mercado, Edison inició una campaña para desprestigiar la corriente alterna, comenzando así la que se dio en llamar “guerra de las corrientes”, donde todo valía: para demostrar los peligros del logro de Tesla, los colaboradores de Edison electrocutaban animales en exhibiciones públicas. Incluso rediseñaron la silla eléctrica con, por supuesto, corriente alterna, asociándola así con los “desagradables” efectos que la silla producía en el cuerpo humano.
Apasionado con la electricidad y convertida la figura de Edison en el villano que le hacía la vida imposible, además de un Westinghouse que se forraba a costa de la incapacidad del serbocroata para negociar contratos, Tesla se refugió los experimentos con electricidad de alta frecuencia; en 1891, patentó el primer tipo de las denominadas “bobinas Tesla”, cuyas potentes descargas eléctricas se manifiestan como espectaculares rayos en la atmósfera.
Estas investigaciones hicieron posible otro gran aporte para la humanidad, la primera fotografía de rayos X. Luego la cosa se le fue de las manos, cuando comenzó a desarrollar lo que supondría el comienzo del larguísimo declive que sería su vida a partir de entonces: la transmisión de energía electromagnética sin cables.
Su obsesión fue construir un aparato que pudiera sintonizar las ondas previamente emitidas por un transmisor, de manera que las ondas electromagnéticas recibidas pudieran ser convertidas en energía eléctrica o bien sirvieran de soporte para codificar mensajes.
En 1895, estaba listo para transmitir una señal a una distancia de cincuenta millas, pero un incendio en su laboratorio impidió la proeza. Para más inri, la primera comunicación inalámbrica la lograría poco después quien le habría de quitar el lugar en la historia de las telecomunicaciones: Guillermo Marconi.
Mientras Marconi se concentraba en inventos apetecibles para la industria de las comunicaciones, Tesla iba a lo suyo: transmitir electricidad por la atmósfera. Se trasladó a Colorado Spring y construyó una central con la bobina Tesla más grande que se había hecho hasta entonces. Cuando la puso en marcha, la antena de la estación comenzó a emitir rayos de treinta metros de longitud cuyos chasquidos se escuchaban a varias decenas de kilómetros a la redonda. Entonces, Colorado Spring se sumió en la oscuridad; un incendio había destruido la central eléctrica que suministraba energía a la ciudad.
El pueblo se alteró bastante con los rayos de Tesla, quien fue considerado a todos los efectos persona non grata en la zona. Pero lo que comenzó con ira, acabó en burla. Al poco tiempo, la estación de Tesla detectó una serie de señales que el inventor asoció con un mensaje extraterrestre.
Curado de espanto como estaba, no se dejó amedrentar por las pasiones humanas; los experimentos realizados en Colorado Spring le llevaron a escribir un artículo muy optimista, publicado en la Century Magazine. Predecía un futuro en el que la humanidad se beneficiaría de la energía inagotable que emanaba del Sol y hablaba sobre el fin de las guerras y la unión de todas las naciones gracias a un sistema internacional de transmisiones inalámbricas.
El magnate J. P. Morgan se sintió atraído por ese asunto de una red global e invirtió 150.000 dolares en el sueño de Tesla. El «sistema mundial de telecomunicaciones» iba a ser una torre de cincuenta metros de altura coronada por una esfera de cobre de treinta metros de diámetro que se habría de conocer como la torre Wardenclyffe.
Lo que Morgan no sabía, ni nadie, era que Tesla estaba más preocupado por que el ingenio pudiera transmitir electricidad en cantidades industriales que por su función de torre telecomunicaciones, pues proporcionar energía al planeta sería, en su filosofía de vida, la mayor contribución que podía hacer a la humanidad.
En 1901, tras una crisis bursátil relacionada con su empresa de ferrocarriles y debido a la falta de resultados mostrada por su patrocinado en relación a las comunicaciones, por un lado, y al descubrimiento del verdadero propósito de la torre, por otro, y considerando el conjunto como una completa pérdida de tiempo a la par que locura inalcanzable, J.P. Morgan abandonó el proyecto y se volcó en la comercialización del aparato creado por Marconi ese mismo año con las patentes de Tesla.
Tesla se convirtió así en un hombre solo contra el mundo, resentido con una sociedad que lo había estafado y ridiculizado, formada por hombres que no eran más que “microbios de una enfermedad asquerosa”, según sus propias palabras. Así, se apartó definitivamente del mundo y se refugió en los ambientes esotéricos de la época, al tiempo que sus ideas, lejos ya de los círculos respetables, comenzaron a alimentar las revistas de ciencia ficción.
Tesla supo advertir el desastre que supondría para la humanidad liberar la energía del átomo, una cuestión de debate tras la publicación de la Teoría general de la relatividad. Pero ya nadie le tomaba en serio. También anticipó la Guerra Fría al apreciar que la manera de evitar los enfrentamientos armados no sería posible mientras hubiera naciones más fuertes que otras, y que la única forma en que los hombres no se atreverían a atacarse unos a otros sería haciendo que todas las naciones tuvieran la tecnología para defenderse unas de otras.
Con estas ideas en la cabeza, en 1931, aprovechando que se le rindió un homenaje por su 75 aniversario, Tesla anunció al mundo que había descubierto una nueva fuente de energía ajena a la liberación del átomo, pero no la quiso revelar hasta que decidió que el peligro era inminante, cuando los nazis llegaron al poder en Alemania. La llamó “telefuerza”, un rayo electromagnético que podía ser controlado y lanzado a grandes distancias.
El rayo de la muerte fue muy bien recibido por los guionistas de los cómics, que no tardaron en incorporarlo al arsenal del villano de turno.
Por su parte, Tesla trató de vendérselo a diferentes gobiernos, como los del Reino Unido, Estados Unidos y Serbia. Los británicos se interesaron por el asunto aquel, pero intentaron construir el arma por su cuenta y riesgo y fracasaron. Los serbios, con otro estilo diplomático, le dijeron a Tesla que aquello era un delirio.
Finalmente, la Casa Blanca, en su emergente y neurótica política del “por si acaso”, le invitó a una reunión con altos mandos del ejército el 8 de enero de 1943.
Tesla no pudo asistir. Murió unos días antes en su habitación del Hotel New Yorker. El FBI requisó todos los documentos que se hallaron en su habitación. A partir de entonces, nuestro inventor pasó a formar parte del material conspiranoico de primer nivel.
Hasta donde se sabe con certeza, los que se conocen como “papeles perdidos” de Tesla provocaron alguna que otra crisis que sumar a las ya existentes entre la Unión Soviética y Estados Unidos cuando el gobierno del general Tito reclamó para sí el legado de Nikola Tesla en virtud de su origen balcánico, y acusó a los americanos de haberse reservado un buen número de documentos que jamás saldrían a la luz pública. Todo lo demás, a partir de aquí, se desvanece en el humo de la especulación.
En cuanto a este “misterioso” legado, lo más parecido a un rayo de la muerte que se ha conocido ha sido la Iniciativa de Defensa Estratégica de la era Reagan. Por lo demás, a Tesla se le suele citar cada vez que se produce un avance en la investigación sobre energías limpias, inalámbricas y sin baterías caducas y contaminantes.
Cuando Tesla propuso usar la ionosfera como circuito eléctrico que haría posible no sólo las comunicaciones internacionales, sino el reparto equitativo de energía, el gran problema entonces era resolver la disipación de las emisiones en el espacio, pero hoy el uso de satélites intermedios y la tecnología de microondas permitirían enviar energía eléctrica desde un punto a otro del planeta sin pérdidas considerables, pues la eficiencia de tales transmisiones es superior al 90%. No sólo se solventarían los actuales problemas de infraestructuras y acceso a la electricidad, sino que quitarían todo sentido a muchos conflictos geopolíticos. La energía generada por cualquier central remota sería convertida al rango de microondas y enviada a satélites repetidores que la redirigirían hacia antenas receptoras en cualquier lugar del planeta. En un salto más de tecnología, las estaciones espaciales cosecharían la energía solar de manera que el aporte ilimitado sería una realidad a efectos prácticos.
¿Por qué no se toman en serio tales proyectos? La respuesta más directa es que aún no es rentable. Por otra parte, el Programa Space Solar Power Exploratory Research and Technology de la NASA incluye en sus conclusiones referencias a la complejidad de los factores económicos y cuestiona tales premisas de mercado.
Llegados a este punto, resumamos las verdades del barquero antes de que se confundan con teorías de la conspiración según las cuales un orden oscuro bloquea el desarrollo de energías limpias y baratas –aunque, para el caso, las conclusiones vienen a ser parecidas—: la rentabilidad no es un criterio científico, sino económico.
Una obviedad que sin embargo ha motivado innumerables reflexiones sobre las políticas científicas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, primero en Estados Unidos y luego en Europa, Canadá, Australia, Nueva Zelanda.
De acuerdo a la sociología de la ciencia, los criterios económicos basados en la maximización del beneficio, ya sea personal, industrial o empresarial, entendiendo beneficio en términos de mercado, esto es, cuantitativos, se han convertido en el principal argumento para explicar por qué no se desarrollan ciertas tecnologías que podrían resultar más benignas al medio y a los seres que lo habitan.
Este tipo de limitaciones ha logrado profanar finalmente los ámbitos antes sagrados del conocimiento, como detallara en su día Pierre Bourdieu, para quien, incluso en las universidades, ya no existe más que “ciencia aplicada” con propósitos comerciales en beneficio único de las empresas, subordinada no a los intereses de la humanidad, sino a los “imperativos del lucro”.
No hay héroes que escapen a la política de maximización de beneficios. Y, si los hay, ese asunto de la selección natural los elimina inevitablemente del medio para el que no están capacitados.
Así, pues, no son necesarias las teorías de la conspiración, aunque, al menos, con ellas existiría la esperanza de acabar con el problema si se encuentra a los malos. Como ocurre en el universo de Kafka, la cosa se antoja más patética y devastadora; no hay cerebros que controlen el pesado sistema burocrático, el castillo es una ilusión de perspectiva que se disuelve en casas anodinas al aproximarnos.
El caso es que el gran siglo de los avances tecnológicos no fue capaz de superar los problemas de la transmisión inalámbrica de energía, hasta el punto de olvidarse por completo de ésta. A la par, el hombre que alumbró literalmente al mundo murió estigmatizado y, a pesar de que los tribunales acabaron dándole la paternidad de las transmisiones de radio, su nombre ha sido olvidado por prácticamente todos.
En la actualidad, la aplicación de la energía sin cables se reduce al ámbito doméstico y a la recarga de automóviles eléctricos. Pero Tesla va más allá de tales minucias. Sus principios eran muy superiores a la economía de mercado que le hizo perder la fe en los seres humanos. Su gran error fue no entender que las aplicaciones científicas se enmarcan dentro de la ideología de cada época, y la época de Tesla estaba viendo cómo nacían aquellos que Nietzsche llamara los últimos hombres.
Los últimos hombres de ayer se lo hicieron pagar caro, y los últimos hombres de hoy ya no lo recuerdan.
En cualquier caso, el gran misterio de toda esta historia reside en su mismísima base, y se escapa a cualquier ciencia de comienzos del siglo XXI: como dijo Tesla en alguno de sus artículos, la clave de todo está en saber qué es la electricidad. Porque nadie en este mundo, que se sepa, tiene la más mínima idea de qué es eso que se llama electrón, ni de qué es eso que se llama fotón, ni de qué es realmente eso que se llama electromagnetismo.
Sólo entonces, cuando se responda con humildad y auténtica sabiduría a lo más básico, el hombre habrá alcanzado un conocimiento que realmente valga la pena.
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