Somos unos desmemoriados. Me hace gracia la cantidad de cosas que ahora damos por garantizadas y que en su momento causaba a la sociedad bienpensante (*) auténticos quebraderos de cabeza. Por seguir con ella: cuando algunos jóvenes nos la rapábamos a principios de los 90, cuántos periodistas escribían que esa moda era peligrosa porque seguía la estética neonazi… Hoy nadie lo recuerda y a buen seguro la anécdota nos hace reír, pero en su momento lo decían muy en serio. Nada hay más fácil para cada sociedad establecida que caer en lo reaccionario.
Me encantaría que alguien hubiera grabado lo que dijeron los críticos de Tiburón en 1975 cuando se estrenó la película, y lo que dicen ahora de cualquier película de Spielberg cuando la denostan comparándola, precisamente, con Tiburón. En los primeros años 80, defender a Spielberg como cineasta era como intentar defender hoy a Michael Bay: la mofa y el menosprecio eran las monedas corrientes que uno obtenía a cambio.
Pues con el manga igual: me encantaría que alguien hubiera grabado a muchos profesionales del cómic español dando su opinión del manga hace veinte años, para que alucináramos hoy con la mentalidad tan abstrusa, conservadora y casi racista de que hacía gala gran parte del sector. Bueno, algunos grandes autores nuestros continúan siendo especialmente intolerantes con el manga.
Entre otras miopías, solían decir que todos los mangakas dibujaban igual, que las tramas eran bobas y que sus historias no se acababan nunca: mira, lo mismo que a mí me pasa con algunas series de TV yanquis, que las veo ranciamente ejecutadas, basadas en dilemas morales bobalicones y dolorosamente interminables. Pero son yanquis, estamos acostumbrados a ellas desde chiquitos…
Lo que trato de indicar con esto es que los clásicos no nacen clásicos. De jóvenes nos parece que sí, que todo lo que existió ya estaba desde siempre. Pero conforme envejeces, te admiras más y más de cómo todo es un gran holograma en perpetua renovación y de la impresión –no siempre grata, no siempre admirativa– que causaban en su momento obras que ahora consideramos intocables, desde El Quijote hasta los filmes de Sergio Leone (¿un italiano haciendo pelis de vaqueros en un país de moros?) pasando por, claro, Tiburón.
A lo que voy: es sano dar un paso atrás y ver qué prejuicios teje cada época, porque a los veinte años muchos de esos prejuicios han sido completamente barridos y olvidados (pero sustituidos por otros). Nos ahorraría mucha estupidez en los juicios de valor.
Pero dentro de ese marco contextual hay una cuestión de fondo a propósito de Himawari (2011), de Belén Ortega, el espectacular “best seller” de la Línea Gaijin de Glénat [reeditado en 2017 por Planeta Cómic], que me parece más interesante para tratar en estas líneas: las señas propias de identidad.
Otra batallita: en una editorial donde trabajé de editor muchos años, el criterio oficial marcaba que no se aceptaran historietas de confección autóctona (o sea, de autores españoles) con personajes y situaciones extranjeros: mayormente, que no se jugaran a convenciones importadas por el mainstream anglosajón. Eso quería decir que si un chaval de L’Hospitalet te traía un cómic sobre cómo un justiciero apellidado McCurran limpiaba de mormones las calles de Salt Lake City, pues no se le podía aceptar… y se le pedía que el justiciero fuera mejor un anarca, que se llamara Maclina y limpiara la calle de… curas, a ser posible. Mi jefe odiaba ese tipo de propuestas “bastardas”, seguramente como REACCIÓN a la tradición española de trabajo en agencia con historias estándar de géneros para otros países (westerns, melodramas, etc., casi todos situados en el primerísimo mundo, que no es el nuestro), mediante la cual decenas de historietistas españoles se ganaron muy bien la vida durante varias décadas, especialmente a través de la agencia catalana de Josep Toutain. (De hecho, la incapacidad española para establecer una industria propia de cómic es la que hace que decenas de historietistas españoles sigan viviendo de ese trabajo de “agencia”, aunque sea más sui generis: en este caso para el mercado de superhéroes estadounidense y, en algunos casos donde la creatividad se ve constreñida a unos baremos estilísticos a veces más inflexibles de lo que parece, el francés).
A mí ese criterio editorial siempre me pareció equivocado como norma, aunque comprendía el fondo que intentaba desarraigar: la idea de que solamente se podían contar buenas historias de ficción si se copiaba un modelo ajeno (estadounidense, francés o, como el caso que nos ocupa, japonés), no solamente en la forma, ¡sino también en el propio contenido! Y es que no hay obra más molesta que aquella que abraza la estandarización sin aportar un toque propio. El localismo siempre ayuda, obviamente, a insuflar verosimilitud, fuerza y originalidad, “razón de ser” en suma, a una obra que se considere personal, y uno de nuestros grandes avances como sociedad cultural ha sido la de poder desarrollar obras propias con temas, personajes y localizaciones propias, no necesariamente atadas o sujetas a la tradición realista, picaresca o tragicómica que casi siempre ha caracterizado la cultura española, pero tampoco esclava de “impostaciones” vacías y postizas al ser aplicadas a nuestra idiosincrasia.
En cualquier caso, aunque se cumplan esas normas localistas, ello no implica que su autor no sea permeable a modos y maneras “extranjeras”. Un medio tan joven como la historieta (igual que ocurre con el cine) nace necesariamente de esas influencias ajenas al territorio del propio autor, especialmente cuando pertenece a un país que casi nunca inventa nada.
Pero cuando detrás de una obra hay un autor con personalidad, el arraigo localista no es necesariamente un obstáculo o un defecto. Prefiero un buen cineasta español rodando buenos westerns o buenas historias de terror o suspense hollywodienses (me viene a la cabeza el ejemplo ideal de Jaume Collet-Serra**, nuestro catalán universal en Hollywood), que un mal cineasta intentando aplicar aquí modos y maneras universalmente estándar pero que no casan con personajes y situaciones españoles (sobran los ejemplos). O sea: ambos caminos son legítimos y un artista puede hallar su propia voz tanto en la tradición propia como en las ajenas. No todos tienen que ser Almodóvar, por citar a quien es probablemente el mejor cineasta español actual que siempre suele inspirarse en motivos de su terruño.
Pero volvamos a Himawari. Su autora, Belén Ortega, ha creado su propia historia de samurais (con la complicidad del coguionista Rubén García), impregnándose (e impregnándola) con toda la forma y fondo de un manga originariamente japonés. Si este manga se lo das a cualquier lector profano o casi absolutamente profano como yo y le dices que lo ha hecho Hakuna Matata (es un decir), un mangaka afincado en Tokyo con predilección por el género tradicional samurai, te lo comes con patatas (perdón, con sushi) y bien a gusto.
Por tanto, ¿importa que la autora se llame Belén Ortega y no Hakuna Matata? A mí no me importa, la verdad. Incluso cuando la autora propone romper la regla de lectura occidental y propone la oriental (la que miles de jóvenes lectores españoles asocian no sólo ya al manga, sino a la totalidad del cómic, por lo que a ellos respecta), forzándonos a leer de derecha a izquierda, me parece una gran idea comercial (aun a riesgo de que ese hito sea recordado en el futuro como el primer logro de la inminente anexión nipona de España en sus casi seguros planes de conquista del mundo, a los que Japón probablemente nunca ha renunciado… –es broma–).
Si tuviéramos que expulsar toda influencia extranjera de nuestras creaciones, sencillamente ningún español hubiera realizado nunca un cómic, para empezar.
Himawari me ha gustado mucho. Siendo un lector –insisto– casi profano, no reconozco la mayoría de sus influencias, que ella misma especifica en los Extras del volumen. A un carcamal como yo, su propuesta me recuerda a Yojimbo (1961), por ejemplo: ella propone un escenario y unas maneras que entroncan sintéticamente con el género samurai, con pocos personajes para que el armazón no se le vaya de madre y, sin necesidad de explayarse innecesariamente en demasiados detalles psicológicos, desarrolla una trama controlada, basada en intrigas “mafiosas” de intereses materiales y venganza que, aunque al principio arriesga la caída en el tópico (el asalto al barco), enseguida despliega sus propias leyes dramáticas, adquiriendo mayor interés para el lector conforme gana en ambigüedad moral y sexual.
Belén Ortega es una excelente dibujante y una excelente narradora y ha intentado encerrar en menos de 200 páginas su concepto de la historieta, cumpliendo la única condición “autóctona” que se le exige a un autor español con respecto de uno japonés: paradójicamente, que no se pase de extensión. Ese marchamo nacional, impuesto (paradójicamente) por las carencias de la industria española, pronto podremos desterrarlo si continúa el éxito de la Línea Gaijin… y a ello no habrá sido ajeno el éxito que ya está obteniendo Himawari.
Otra característica que me encanta de Belén Ortega es que su imperio autoral se sitúa en el vértice opuesto de la de otra de mis mangakas españolas predilectas, Irene Roga. Ortega basa su poderío no solamente en un dibujo exquisito, sino en la mecánica narrativa: su manga se puede leer en minutos. Después, uno tiene la posibilidad de volver atrás (en este caso, “adelante” si nos ceñimos a cómo pasamos las páginas) para recrearse en su talento plástico. Así, ella apuesta por el movimiento; Roga lo hace por el estatismo y la belleza inmanente que se obtiene de una contemplación serena de sus dibujos.
Me parece fascinante que ambos casos funcionen tan modélicamente y tan ajustados a reglas tan opuestas.
Y me parece maravilloso que podamos asistir a la eclosión de autoras españolas con tanto talento y que nos lo impongan así, poniéndonos la bota sobre la nuca: sin pedir permiso ni conceder piedad.
(*) Me niego a escribir “biempensante”, por mucho que se empeñe la RAE, porque no se pronuncia así.
(**) Aunque un artesano así dependa casi siempre del material que le ofrezcan: según el guión, puede rodar obras magistrales (La huérfana) o bodrios absolutos (Sin identidad).
Sinopsis
Período Bakumatsu. Himawari, una niña de cuatro años y su hermano mayor Shunya, de ocho, observa aterrorizado cómo asesinan a sus padres ante sus ojos. Despavoridos, huyen a las montañas para salvar su vida, observando impotentes la gran nube de humo que levantan las llamas que destruyen su casa.
El comienzo de nuestra historia se sitúa doce años después, en el año 1859, cuando los dos hermanos emprenden una minuciosa y sangrienta búsqueda de los responsables de la matanza de sus progenitores. Sus pesquisas les llevan hasta una de las prefecturas en las cercanías de Edo, donde uno de los posibles asesinos de sus padres es el jefe del clan que domina esa zona.
Belén Ortega (1986), Licenciada en Bellas Artes por la Universidad de Granada, amplió sus estudios en Human Academy de Osaka (Japón). Su primera obra profesional tiene el Premio al mejor Manga Español por Ficomic (Himawari, Glènat 2011) y en 2010 como Mejor Ilustrador por Expomanga de Madrid.
Formó parte del colectivo de autores Kamikaze Factory Studio hasta finales del 2010, del desde el cual ha realizado trabajos de ilustración para multitud de soportes (publicidad, revistas, carteles, webs, libros, cds de música, etc), cómo el libro colectivo didáctico Kodomo Manga Paso a paso (Monsa Ediciones), diseños publicitarios para la marca de zapatos Carolina BOIX, ilustraciones para varios discos relacionados con el manga y anime; Vitek Anime Music Experience, “Melodía Eterna” de Ailyn, “En lo profundo del bosque” de Charm o RED SQUARE.
En 2015 publica Pájaro Indiano, por Norma Editorial, su primera obra formato BD a todo color, junto con un ARTBOOK editado por Ominiky Ediciones, recopilando todo su trabajo hasta la fecha.
En 2016 repite de nuevo con la misma editorial publicando la biografía del bicampeón mundial de motociclismo Marc Márquez; la historia de un sueño suponiendo un gran éxito de ventas. Al mismo tiempo trabaja con la editorial Franco-belga DUPUIS en Millenium Saga, basado en el best-seller de Stieg Larsson, una nueva trilogía independiente bajo la pluma del guionista Sylvain Runberg, que Norma se encarga también de publicar en España.
Actualmente trabaja en el tercer volumen de la saga alternando su trabajo como ilustradora para empresas como FNAC o Bershka, entre otros.
También ha comenzado a publicar alguno de sus trabajos con la editorial Planeta Cómic, como Himawari o una portada alternativa para el primer tomo de la kanzenban de La Espada del Inmortal.
Copyright del artículo © Hernán Migoya. Previamente publicado en Comicsario, un blog para la fenecida editorial Glénat España. Reservados todos los derechos.
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