Goethe cumplió ya sus primeros 260 años. Aunque su soporte físico haya muerto hace más de un siglo y medio, el constante retorno a sus libros autoriza a celebrar su aniversario.
Es un clásico (no un neoclásico, se ruega no confundir): soporta relecturas que lo traen a la insistencia del presente, a la presencia.
Borges lo pone como uno de los escasos ejemplos de escritores que son una vasta literatura. La prueba es la multitud de sus fronteras. Con Werther dio el pistoletazo de salida (nunca mejor dicho) del romanticismo, ante el que guardó convenientes distancias: el suicidio del alma bella que no soporta al mundo poco tenía que ver con un hombre vocacionalmente llevado a una saludable vejez. Luego inventó la novela psicológica con Las afinidades electivas, prolongada en esa sutil inspección del amor que es Torcuato Tasso. Dio el modelo de la novela educativa en Wilhelm Meister y del drama histórico romántico en Goetz von Berlichingen y Egmont.
En poesía, divagó desde la miniatura de los Xenien hasta el idilio pequeñoburgués de Hermann y Dorotea y la epopeya burlesca de Reinecke Fuchs. Si de memorias se trata, he allí la autonovela de Poesía y verdad de mi vida, y si de crónicas, la Campaña de Francia. Al principio y al fin, la tragedia del hombre moderno, ese Fausto que quiso saber del mundo sin vivirlo y recuperó la juventud pactando una segunda vida con Mefisto, administrador de la historia en nombre de un Dios ausente.
Todo esto parece un sistema, pero para completar la vasta literatura que es Goethe, falta la falta. En efecto, a la vez que construye este universo de modelos textuales, el maestro de Weimar lo desmenuza en los aforismos, en el archivo de Makaria, en las conversaciones con Eckermann, donde se da la palabra en el tiempo, es decir en el instante, en su aparición y desaparición eventual.
La cordillera cruje porque ha criado una población de roedores que excavan su interior como arquitectos del vacío. Goethe salió por las traseras de la Ilustración hacia ese intento de dialectizar la razón pura, de encarnarla, que los alemanes siguen llamando Sturm und Drang.
Se pasó la vida rumiando sus dos Faustos (que quizá fueran tres) como si se tratara de una suma teológica moderna, en clave de tragicomedia. Pero también propuso una razón irónica, las migajas de la reflexión que apuntan a Lichtenberg, a Novalis y a Jean Paul. Todo está en Goethe, padre y abuelo, hijo y nieto, alquimista y homúnculo.
Bien merecido se lo tiene: hay que inquietarlo en su tumba, despertarlo de su olímpica jubilación, celebrar su enésimo cumplesiglos.
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en la revista Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos