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Frescura clásica

El joven Borges, allá por los años interbélicos en que el mundo creyó erróneamente haber alcanzado la paz, observó que ya los satíricos latinos Marcial y Juvenal se habían burlado de los políticos de su tiempo. Borges parecía apuntar a cierta imperturbable condición de los hombres en la historia, en especial a quienes merecen ser memorables por haber sido poderosos. En estos anacronismos de nuestra especie pensaba yo en medio de la barahúnda de noticias sobre gente corrupta aquerenciada en cargos públicos que merecen el tratamiento de excelencia, honorable y reverendo. En efecto, Marcial y Juvenal parecen haber conocido a muchos personajes de la actual vida pública española.

Hablamos de hoy y de hace dos mil años, de España y de su antepasado más reconocible, el imperio romano. Repasé alguna página de los Anales del historiador Tácito y mi sorpresa consistió no sólo en que la descripción del «dolo malo» en su época sino en la observación del escritor: cuanto mayor es la corrupción, más leyes se sancionan para combatirla. También podría pensarse que Tácito conoce nuestra vida parlamentaria actual.

Es un lugar común sostener que el poder corrompe y hasta matizar siguiendo el añadido que se atribuye a Giulio Andreotti, experto en amistades oportunas: «Sí, el poder corrompe cuando es ajeno». O sea que el poder propio es infaliblemente virtuoso. En esta encrucijada caben los poemas de los satíricos y las prosas del historiador.

También podríamos acudir a los tópicos sobre que débil es la carne, infinita la ambición humana y corruptible la materia orgánica. Pero se trata de presupuestos traídos de vastos sistemas religiosos o morales, escasamente aplicables a la vida histórica, que es vida política porque es vida social y no hay sociedad sin poder, al menos que se conozca. Conclusión del silogismo: la corrupción es inevitable porque hace al poder y el poder es inevitable. El día en que podamos vivir en sociedad sin poder que nos amenace, cuando seamos capaces de un libre autocontrol de nuestros actos, la corrupción no tendrá lugar. Habrá muerto en la viudez del poder premuerto.

La cosa, según se ve, es muy sencilla. Se trata de que siete mil millones de seres humanos alcancemos la libertad en sociedad, de modo que nadie ignore el espacio que le corresponde a cada prójimo. Es cuando llegamos a este punto que surge el problema, pequeño como la cuestión misma: ¿podremos vivir sin imaginar al otro y sin una ley que nos lo defina? ¿Podremos vivir asociados sin ejercer ningún deseo sobre los demás? Lo digo a cuenta de que ambas facultades humanas, imaginar y desear, no tienen límites preconcebidos y nos pueden dar sorpresas, con lo que todo lo sabido deja de ser consabido y empieza la navegación por el vacío de la historia. ¿Es el vacío histórico la alternativa a esta asfixiante repetición de la misma historia, la que mereció sátiras y anales hace dos mil años?

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")