Raramente ha teorizado Borges sobre poética y crítica. Quizá no ha dejado de hacerlo mientras escribía. Por tal motivo, son escasas sus apelaciones a teóricos y doctrinarios. La idea de que todo escritor inventa a sus antecesores proviene de T.S. Eliot.
En el prólogo a La invención de Morel de Bioy Casares se invoca al Ortega de Ideas sobre la novela. Creo que poco más. Si subrayo ahora la lectura borgiana de Benedetto Croce es porque hallo cierto crocismo en reiterados razonamientos de Borges y, además, porque es bueno volver sobre escritores traspuestos. Después de ser personaje de carne y hueso, y monumento de mármol y bronce, Croce, al menos en nuestras letras, yace en un injusto limbo sin pecadores ni virtuosos.
Borges apenas leía literatura italiana. De los escritores contemporáneos sólo rescataba en su madurez a nuestro filósofo y a Pirandello. La salvedad, como se ve, tiene su valor. El 27 de noviembre de 1936 publicó el porteño un rápido recuadro sobre el napolitano en El Hogar, donde parece hallar en el personaje algo de su autorretrato en clave romántica, al menos cuando dice: “Para eludir una total desesperación, resolvió pensar en el Universo: procedimiento general de los desdichados, y a veces bálsamo.” A continuación hace un brevísimo retrato en el cual elogia el no belicismo del filósofo en la primera guerra mundial y juzga su Estética como “un libro estéril pero brillante”. Estos adjetivos se los habría aplicado con cierta complacencia a su propia obra.
Borges conoció La poesia de Croce, editada por primera vez en 1935. Ignoro si la había leído ya al redactar aquella página fugaz. Me parece que no. De todos modos, caben más conjeturas. Croce era una de las incontables fuentes donde bebió Pedro Henríquez Ureña, quien explicó el Breviario de estética en cursillos privados y domésticos. Don Pedro fue un mentor de lecturas, como también Alfonso Reyes. Ambos conversaron provechosamente muchas veces con Borges y es verosímil que Croce apareciera en sus diálogos. Aquí acaban las conjeturas. Borges no aceptaba fácilmente autoridades ni influencias, pero arriesgo que Croce anduvo entre los tres contertulios.
Había, por otra parte, coincidencias simpáticas. Croce era misoneísta y Borges, tras una juventud de leve vanguardia, la revisó con dureza, atacando sobre todo las instituciones vanguardistas, en especial la garrulería profascista del “cacofónico” señor Marinetti. En el neoclasicismo borgiano de los años treinta hay un eco de la nueva objetividad alemana, el llamado al orden francés y el idealismo absoluto de Croce, quien, en otro sentido, fue liberal y Borges, en esos años, también lo era.
En otro plano, ambos se interesan por el aspecto conceptista del barroco. Croce fue uno de los primeros es revalorizarlo. Baste recordar su Storia dell´età barocca in Italia y sus ensayos sobre poetas italianos del Seiscientos, Cervantes, Corneille, Ariosto y Shakespeare. Para él, barroco no es un mero adjetivo de las letras o las artes visuales, sino un sistema cultural, la definición de un tiempo. Tempranamente, en 1911 reivindicó a Giambattista Vico, el que hace el balance histórico del barroco en sus postrimerías desde la filosofía que dialoga, enfrentada con el racionalismo cartesiano. La verdad organizada en discurso no se basta con la distinción de las cosas claras y diferentes que hace la consciencia sino que debe, antes, resolverse en forma, es decir en retórica. No hay una verdad que exista fuera de su formulación formal, verbal. Por ello, el problema del conocimiento es antes estético que gnoseológico. Tardíamente alcanza su epistemología. También en Borges la dicción es ante todo poética porque el lenguaje es, de principio, metafórico.
En lo anecdótico hay asimismo similitudes. Ambos empezaron escrutando de manera castiza sus ciudades de origen. Luego, zarparon hacia el cosmopolitismo. No se licenciaron en filosofía ni la enseñaron, aunque se pasaron la vida filosofando, en el sentido de concebir el pensamiento como una búsqueda literaria y no como una tarea técnica de pensadores profesionales. La verdad del decir se busca en lo dicho, en el ser del decir. La filo–sofía, más que saber, es amor al saber.
En ambos hay un reclamo de autonomía para el arte, una tarea o práctica que no es útil ni agradable, como quieren las fórmulas habituales, ni sirve a fines predispuestos. No atenúa el dolor de vivir ni moraliza porque se puede ocupar de cosas que para la ética resulten buenas o malas. Mucho menos es una religión ni sirve a ninguna religión, pues las verdades religiosas están iluminadas por un resplandor sobrenatural y las sanciona una trascendencia absoluta. Ni siquiera, en sentido estricto, es una labor de la imaginación, porque no combina imágenes de objetos conocidos, reconocidos o reconocibles. Su órgano es la fantasía, que produce intuitivamente imágenes de objetos inéditos. El resultado de esta producción es una forma y tal forma condiciona un primer encuentro con el saber. Es un acto libre, en tanto decidir una forma es elegir, optar por ciertos elementos –para el caso: palabras– y desdeñar otros.
Esta intuición fantástica –para Borges, la literatura llamada fantástica lo es por excelencia– es legible y la lectura convierte el objeto estético en signo que puede descifrarse con distintas claves: política, moral, ideológica en sentido amplio. Dicho crocianamente: histórica. Siempre se produce algo en un momento histórico y se lo reproduce, se lo significa y resignifica, en otro momento histórico. El arte se involucra así en la infinita práctica creadora de esa facultad de acción humana por antonomasia que podemos llamar, por ejemplo, espíritu. No conviene olvidar que espíritu es, por junto, fantasma, ingenio y alcohol. Hay personas espirituosas como hay bebidas espirituosas.
El arte no es juego en tanto no se somete a una regla previa que lo limita. Tampoco es mito, porque no revela arquetipos. Ni es ciencia, porque no se ocupa de objetos generales y abstractos. Ni filosofía, porque no hace la crítica de la verdad y el error. De nuevo: es un espacio autónomo que interpela a los demás espacios del saber, en ese momento auroral en que la noche deja de serlo y el día todavía no lo es. Ningún saber humano puede prescindir del arte porque resulta tardío respecto a él. El arte es el primer gesto del saber, lo es en estado naciente, potencial de todos los saberes.
Esta libertad respecto a la precedencia hace de toda estricta y auténtica obra de arte, un objeto único, que no se puede sustituir por otro objeto. Su único paralelo es la unidad por excelencia, es decir: la vida. La obra de arte está siempre viva, no porque encarne algo eterno sino porque produce la eternidad de lo que se altera continuamente, el devenir. Esta cualidad la sustrae a los géneros, punto en que Croce y Borges se distancian del clasicismo a favor del barroco, creador de monstruos, de seres inclasificables. Cada obra es su género. Ello no excluye que al explicar la historia del arte –no cada obra de arte– se manejen generalidades, géneros, que actúan en tanto se excluya la entrada en cada obra singular. Podemos situar La cartuja de Parma en la historia de la novela, de la novela francesa, de la novela francesa psicológica, de la novela francesa psicológica stendhaliana, etc., pero La cartuja de Parma seguirá siendo una obra singular, compuesta con la combinación de algunas palabras de la lengua francesa de su tiempo.
La intuición de la fantasía que da lugar a la obra de arte es expresiva. Esta expresión artística no es la transmisión de un contenido inefable anterior a la obra misma o interior a la subjetividad del artista que lo expone a la superficie del mundo. Crea su expresión en el momento en que se fragua concretamente con los elementos empleados. Si acaso, en la literatura, expresa el genio impersonal y promiscuo de una lengua convertida en escritura.
El estudio de esta expresión da lugar a una ciencia, la lingüística general. Esta opción crociana, que tanta resistencia provoca en ciertos lingüistas ortodoxos, para los cuales no hay palabra que no esté previamente sancionada por el código de la lengua, esta precedencia de la estética sobre la lingüística o teoría del lenguaje, coincide con la insistencia de Borges: el significado primario de cada categoría conceptual se conforma en metáforas. La acepción viene luego. Todas las palabras de la literatura borgiana están en el código de la lengua española, pero ninguna de sus páginas figura en él. La literatura no es reducible a la lingüística aunque ambas tienen la misma referencia, la lengua de que se trate.
La dicción artística no puede demostrar nada ni, en consecuencia, puede ser contradicha. Puede, en cambio, persuadir de su propia realidad. Enfatizando: puede seducir. Tal realidad puede referirse al alma compleja de Ana Karenina, al alma simple de Jasón, a los malos negocios del señor Goriot, a los buenos negocios del señor Birotteau, a la batalla de Waterloo contada por Stendhal, a la batalla de Waterloo contada por Victor Hugo y a la batalla de ángeles y demonios contada por Milton, al caballo de Martín Fierro y al dragón de Sigfrido.
No siendo expresión de una subjetividad, la literatura es expresión de una lengua, decir de nadie y de todos. Podemos descifrar un texto sin saber quién lo escribió y hasta inventar un personaje del que conocemos poco y nada, como Dante, o ni siquiera su nombre, como en las gestas anónimas. Tanto da que lo atribuyamos a la presencia instantánea del símbolo, la intuición fantástica, la musa, el inconsciente o el espíritu. Son nombres virtuales de algo que se caracteriza, justamente, por su virtualidad. A veces, siguiendo a Valéry, Borges propone una historia de las letras sin nombres propios, en la cual no figuren Valéry ni Borges.
“La poesía es más bien (…) el ocaso del amor en la eutanasia del recuerdo” dice Croce en alguna página de La poesia que me permito traducir y atribuir a Borges. El lector se apodera de su lectura y se transmuta en ella, como Pierre Menard cuando lee el Quijote y se convierte en Cervantes.
Imagen superior: Benedetto Croce en su biblioteca.
Copyright del artículo © Blas Matamoro. Este artículo forma parte de la obra Lecturas americanas. Segunda serie (1990-2004), publicada íntegramente en Cualia. La primera serie de estas lecturas abarca desde el año 1974 hasta 1989 y fue publicada originalmente por Ediciones Cultura Hispánica (Madrid, 1990). Reservados todos los derechos.