Es vox populi que Il Trovatore de Verdi necesita para su mejor puesta en pie, vocalmente hablando, el contar con al menos las cuatro mejores voces del mundo: tenor, soprano, mezzosoprano y barítono (la parte del bajo, Ferrando, es de menor importancia con respecto a las demás). Pero hay otras óperas verdianas a las que pueden extenderse esas exigencias.
He ahí La forza del destino. Si se reúnen esos cuatro intérpretes excepcionales (aquí el bajo es de superior importancia que la mezzo al contrario de Il Trovatore), los resultados pueden tocar como vulgarmente se dice “el cielo”. La Royal Opera londinense parece que quiso alcanzar esos celestiales espacios con el equipo contratado para su nueva producción estrenada en Amsterdam en 2018 y donde, incluso, para papeles menores contó con veteranas glorias como Roberta Alexander (Curra) y Robert Lloyd (Marqués de Calatrava). Recién cumplidos ambos los setenta años (los dos en el mes de marzo de 2019), aún fueron capaces de sacar adelante sus respectivas encomiendas.
A ellos se sumaron el Trabuco de Carlo Bosi, un tenor di fianco ideal para este tipo de personajes, y del grandísimo barítono Alessandro Corbelli: un Melitone tan eficaz como comedido, brillantísimo en la predica del gruñón fraile a la soldadesca y gitanería del cuadro popular del campamento militar en Velletri y extraordinario en la de los mendigos que irritan su escasa paciencia monacal. Una función que huele a publicación sucesiva, aunque Kaufmann y Tézier ya disfruten de una edición videográfica desde Múnich 2014. Hoy es difícil que un teatro pueda igualar y menos superar semejante reparto. Las expectativas, pues, eran muchas y, por suerte, no han defraudado.
El montaje de Christof Loy pendía como amenazante espada de Damocles, conociendo su trayectoria, cual motor de llevar al traste el éxito de la velada. El Regietheater alemán se ha controlado, ha introducido alguna que otra “originalidad”, pero se ha ceñido a la historia que la obra cuenta y la ha narrado, como de costumbre, con una excelente dirección actoral y con ciertas dosis de violencia puede que gratuita pero que el tema sin duda puede justificar. Quizás quien estaba en el foso, Antonio Pappano, le llamó al orden.
Pappano y Loy son viejos conocidos desde la etapa del director de orquesta en Bruselas y son varias las óperas en las que se les ha disfrutado tanto en la capital belga como luego en la inglesa: de Mozart a Berg pasando por Puccini, Wagner y Strauss. La presente acaso sea su primera colaboración verdiana.
Durante la obertura, una de las originalidades del regista, vemos entre intermitentes bajadas y subidas del telón a los protagonistas que pasan de la adolescencia a la juventud que disfrutan en el drama: Leonora y sus dos hermanos. Sí, el machista, racista y clasista Marqués de Calatrava tuvo tres hijos: se ve que Loy (y Georg Zlabinger quien se le “asoció” para reponer la ópera en la Royal Opera), al menos leyó por encima el drama del Duque de Rivas donde Verdi y Piave se basaron, ya que en él Leonor tiene dos hermanos, Don Carlos y Don Alfonso. Este en su ciega venganza contra el peruano a quien creen seductor de la hermana hereda en el drama español el deseo de venganza del hermano mayor, un personaje que el libretista Francesco Piave, por razones que no es necesario explicar, concretó en uno: el del barítono.
Anna Netrebko añade con esta Leonora sevillana otra heroína verdiana, ella que comenzó cantando Gilda de Rigoletto. Voz y registro le sobran para la parte y, aunque su temperamento encuentra el mejor desahogo en los momentos dramáticos del papel, fue capaz de sacar adelante los más líricos y cantables con bastante disposición para ello, De nuevo, cuando Pappano se halla por medio, su trabajo aparece.
Sin embargo, esta minuciosidad en la preparación de los solistas se evidenció mejor en el Don Alvaro de Jonas Kaufmann, quizás porque entre batuta y tenor se transmite mejor esa intercomunicación o quizás porque el cantante alemán disfruta de mayor o superior sensibilidad artística. El juego entre forte y piano canoros de Kaufmann, la atención casi maniática a diferenciar los estados de ánimo extremos que soporta su personaje, fueron de tal modo expresados que pocas veces se ha escuchado un Don Alvaro tan rico de matices, tan soberbiamente reflejado. Un único ejemplo valga para demostrarlo: es la primera vez que se escucha, en el duettino entre Don Carlo y Don Alvaro (acto III, tras la batalla), Solenne in quest’ora, diferenciar tan sutilmente esa bellísima, arrolladora y envolvente frase Or muoio tranquillo. En el aria, además, recurre a menudo a las medias voces para darle esa intimidad que la situación merece al evocar a la mujer amada y ausente y que, antes que él, de manera menos ahondada, también tenía en cuenta Giuseppe di Stefano.
Ludovic Tézier, pese a que forzó un tanto sus medios en el Urna fatal reflejando así una fugaz condición de cansancio, fue vocal y dramáticamente un Don Carlo de gran estatura. Ferruccio Furlanetto dio al Padre Guardiano la solidez y potencia de una voz aún generosa aunque no bella como se sabe pero sí imponente, capaz asimismo de amoldarla para que el personaje reflejara tanto su autoridad como su benevolencia.
Preziosilla no es una parte fácil. La voz necesita un centro-grave sólido y algún ascenso inoportuno o imprevisto al agudo (algún que otro alternativo do agudo). Veronica Simeoni (que en la función del estreno disfrutó entre el público asistente de su insigne profesora Raina Kabaivanska) superó tamaño desafío vocal y, lo que para el caso fue algo importantísimo, bella y disciplinada, actuó y bailó según las indicaciones escénicas. Un placer fue escucharla y verla.
El mismo decorado de inicio, la casa de los Calatrava (de Christian Schmidt), es la base de las restantes escenas con los imprescindibles aportes para diferenciar cada una de ellas, bien transcurrieran en territorio español o en el italiano. Gracias a proyecciones y el uso ingenioso de la luz (Olaf Winter, con quien Loy trabaja a menudo) estos recursos funcionaron sin problemas. Para las escenas de Preziosilla, llevadas al mundo de la comedia musical mezclado con elementos circenses (un acierto indudable) se valió de la coreografía de Otto Pichler y Klaus Bertisch.
La transmisión impecable que, de nuevo, se gozó [en 2019] desde las pantallas del Palacio de la Prensa madrileño, tuvo como conductora otra vez a Clemency Burton-Hill, más bella que nunca con un toque muy agradecible a lo Sharon Stone de sus mejores tiempos.
Pero Antonio Pappano, además de hacer sonar la orquesta y el coro (preparado por William Spaulding) como merece Verdi por intensidad y sutilezas, en los intermedios dio sus habituales lecciones magistrales sobre la obra: breves y claras pero profundas como deben ser. Quien vacile en darle a Pappano la consideración de ser hoy uno de los mejores directores de foso lírico merece el urgente consejo de que acuda a uno otorrino o, mejor, a un psicoanalista.
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