En la final de la Copa del Mundo de Fútbol de Alemania, en 2006, aparecían todos los elementos propios de la épica. Se trataba de una perfecta imitación de las gestas guerreras.
Por un lado, un equipo de viejos jugadores al que muchos, especialmente los españoles, ya daban por muertos: Francia. Por el otro lado, un equipo de villanos acostumbrados a ganar los partidos de manera no merecida, con juego calculador y medroso y penaltis injustos en el último minuto: Italia.
El equipo francés tenía a su mayor héroe en Zinedine Zidane, que había anunciado que se retiraría del fútbol cuando su equipo fuese derrotado. Pero, partido tras partido, el equipo francés sobrevivía y la despedida del héroe se posponía.
Francia pasó con dificultades la primera fase, en la que se clasifican por puntos los dos mejores de cuatro equipos. Entonces vino el primer acto interesante, cuando el equipo francés tuvo que enfrentarse a partido único a la insolente y joven España, que ya había vendido la piel del lobo francés antes de cazarlo. Hay fuertes indicios para pensar que ese desprecio español fue lo que causó la reacción del equipo francés, que en ese partido recuperó las ganas de ganar y la confianza en su juego. Ganaron los franceses de Zidane.
¿Qué mejor segundo acto que enfrentarse a continuación al considerado el mejor equipo del mundo: Brasil? ¿Y qué mejor situación que la de un equipo brasileño que infiel a sí mismo, ganaba los partidos sin convencer y sin practicar eso que publicitaba a los cuatro vientos, el jogo bonito? Un equipo brasileño que jugaba casi a la italiana: administrando con tacañería su talento, sin gastar ni un poco de más que lo necesario para vencer. Un Brasil que vencía, pero no convencía. De nuevo, como frente a España, Francia, conducida por Zidane, se llevó una merecida victoria.
Se adivinaba ya entonces que Francia iba a encontrarse finalmente o bien con Alemania, un equipo poco brillante pero poderoso y difícil de vencer, ante el que ya se había estrellado Argentina; o bien con Italia, el villano máximo.
Todavía quedaba un obstáculo para que Francia llegara a la final: Portugal. Pero el partido fue controlado en todo momento por Francia y pareció un mero trámite a pesar del ajustado resultado. Los portugueses jugaron más contenidos de lo habitual, tal vez para no dar la razón al francés Thuram, que les había acusado de recurrir a la violencia con demasiada facilidad. Un nuevo presagio irónico de lo que iba a suceder en la final.
El partido contra Italia era la final perfecta. Francia ya había vencido a un Brasil vergonzoso, pero siempre a priori imbatible, y llegaba el momento de demostrar ante Italia que el buen fútbol podía ganar al fútbol destructor.
Pero había razones también para la incertidumbre, pues demasiadas veces Italia ha demostrado ser capaz de ganar a cualquiera, a pesar de jugar peor. Es por eso que muchos aficionados preferían a Italia (y en España posiblemente eran mayoría), porque los buenos villanos también resultan atractivos, y porque la habilidad de ganar partidos imposibles también acaba convirtiéndose en un rasgo legendario.
A fin de cuentas, ¿por que hay que definir el fútbol como la capacidad de jugar con elegancia, generosidad, soltura y buen ataque? ¿Por qué no pensar que jugar bien al fútbol consiste en lograr mantener tu portería a cero aunque sea jugando con nueve defensas y un portero? Ha habido demasiados entrenadores que hicieron jugar bien a su equipo y no recibieron más que insultos e incomprensión por no haber sabido vencer. Holanda es un país ejemplar en este sentido: capaz de hacer gran fútbol pero no de ganar campeonatos. Los anteriores eran los argumentos favoritos de los partidarios de Italia.
Sin embargo, los italianos estaban un poco ofendidos por la opinión acerca de la pobreza su juego y ya habían demostrado frente a Alemania que también podían jugar bien al fútbol.
En el partido contra Francia, ya en la final, Italia pareció mostrar, en la primera parte, que estaba dispuesta a ganar jugando bien. Se trataba, sin embargo de un espejismo: el diseño del partido por parte del entrenador francés favorecía el buen juego italiano. Pero entonces, el héroe Zidane decidió tomar toda la responsabilidad. No sólo metió un penalti recurriendo a la astucia, recuperando el estilo “Panelka”: tiro al larguero para que rebote dentro, sino que también, tras el empate italiano y un largo período de torpeza francesa, empezó a dar instrucciones a su equipo, pasando por alto a su entrenador, que miraba a escasos metros esta rebelión anunciada, y varias veces repetida, sin siquiera intentar recuperar su poder en el campo.
En cuanto Francia empezó a jugar bien, Italia volvió a su esencia destructiva y miserable, porque el buen juego italiano sólo se despliega en ausencia de rival.
De nuevo se repitió uno de esos partidos en el que se acumulan los argumentos que conducirían, en buena lógica, a una derrota italiana, pero que, en un golpe de suerte, a menudo acaban decantándose a favor de Italia. En la segunda parte, resultó evidente para cualquiera que Italia volvía a su peor imagen y que Francia merecía ganar.
Para que no faltara ningún ingrediente digno de la épica, Zidane, esta vez sí, jugaba su último partido. Había sido capaz de llevar a su equipo hasta la final del campeonato del mundo y sólo necesitaba un gol para ganar de nuevo el título, como ocho años antes frente a Brasil. De este modo, en un último partido de gloria, entraría sin discusión en la leyenda del fútbol, junto a los cuatro grandes: Pelé, Di Stefano, Cruyff y Maradona.
Tal como se estaba desarrollando el partido, a diez minutos del final de la segunda parte de la prórroga, con empate a un gol, con una Francia que buscaba todavía la victoria mientras que Italia había ya renunciado a jugar a otra cosa que no fuera defenderse, podían pasar tres cosas.
Primera, llegar con empate a cero al final y jugarse el campeonato en los penaltis.
Segunda, que Francia viese premiada su búsqueda de la victoria con una última acción decisiva. De Zidane, por ejemplo.
Tercera, que Italia ganase el partido a su manera: con un penalti dudoso en el último segundo o con un gol de puro azar.
Lo hermoso de la situación es que a esas alturas, pasara lo que pasara, Zidane tenía asegurada la gloria: incluso la derrota sería una dulce derrota, porque todo el mundo, incluso los partidarios de Italia, tenían que reconocer que Francia había merecido la victoria y que Zidane, a lo largo del campeonato y también en este último partido, había sido el mejor jugador. Ni siquiera era ya necesario que Zidane hiciera algo más.
Y fue entonces cuando, a diez minutos del final, Zidane, a punto de recibir de los dioses el premio de la inmortalidad futbolística, se dirigió contra un contrario, Matterazzi, y, sin siquiera estar la pelota en juego, le embistió con la cabeza, golpeándole en el pecho.
Todo el mundo se quedó helado ante un gesto inexplicable. Tarjeta roja directa. Zidane fue expulsado.
Cualquier persona que no esté fanatizada por los colores o el nacionalismo, ha de admitir que la expulsión fue un castigo justo y que el acto de Zidane fue detestable. Yo, que hasta ese momento deseaba sin ninguna duda la victoria de Francia, pasé de inmediato a la indiferencia por el resultado. Ahora la victoria de Francia hasta podría haber parecido injusta, porque Zidane había mostrado lo peor del fútbol.
Zidane se retiro del campo y pasó el resto del partido en los vestuarios. Ni siquiera regresó para recoger la medalla de plata y recibir la esperada ovación de despedida en el último partido de su impresionante carrera.
Algunos han intentado justificar la acción de Zidane de maneras más o menos enrevesadas, como Gonzalo Suárez o Maruja Torres, diciendo que esto son cosas que suceden en el fútbol y que no podemos exigirle a un futbolista una ejemplaridad que no exigimos a otros. Que es, en definitiva, una exageración darle tanta importancia a un suceso que se repite con cierta frecuencia en los partidos de fútbol.
Esos argumentos son ciertos en algún sentido, pero es sólo una manera de desviar la atención de un hecho: el cabezazo de Zidane a un rival en una final de la Copa del Mundo a diez minutos del término del partido, es tan noticia como que Francia hubiese ganado el partido por cinco a cero. Y porque, además, no se trataba sólo de un partido de fútbol.
Porque, como dije antes, raramente un partido de fútbol es sólo un partido de fútbol. Raramente algo que atrae la atención de millones de personas es sólo “lo que es”. Huir del simplismo de interpretar el fútbol con patrones ideológicos no tiene por qué llevar al simplismo contrario de negar su complejidad como fenómeno social.
Sin todas las cosas asociadas al fútbol, lo cierto es que casi todos los partidos son aburridísimos, como reconocen una y otra vez los expertos y aficionados. Los partidos, en realidad, se hacen interesantes por todo lo que los rodea. A casi nadie le interesa ver un partido amistoso aunque sea el mejor partido del siglo en lo que se refiere al juego desplegado. Y un partido que nadie vería se convierte en emocionantísimo cuando lo que esta en disputa es la copa del mundo o un conflicto personal entre dos entrenadores, por ejemplo.
En el partido entre Francia e Italia había también cuestiones políticas subterráneas evidentes: Francia es un equipo en el que no juegan franceses “de pura raza”. La mayoría son negros y su héroe Zidane, es de origen argelino. El único francés de muchas generaciones, Ribery, resulta que se ha casado con una musulmana y se ha convertido al Islam. Francia, además, ya había representado explícitamente en el mundial del 98 la mezcla racial frente al racismo del Frente Nacional de Le Pen. Por una vez al menos, el fútbol sirvió para trasmitir un mensaje de tolerancia, respeto y anti racismo.
Italia, por el contrario, estaba integrada por italianos “puros” al cien por cien, o al menos en un altísimo porcentaje, pues no se ve mezcla por ningún lado. Varios de sus jugadores eran, además, célebres por sus simpatías hacia Mussolini y el fascismo, que han obligado a las autoridades deportivas italianas a tomar fuertes medidas disciplinarias. Políticos de extrema derecha francesa criticaron a la selección por su mezcla, mientras que políticos italianos de extrema derecha proclamaron antes y después del partido la superioridad de una raza pura ejemplificada en su selección.
El cabezazo de Zidane, de pronto, desautorizó esta visión, tal vez simplista, pero no descabellada ni completamente injustificada.
En cualquier caso, el héroe que estaba a diez minutos de la gloria, de pronto se demostró indigno de ella.
Si el fútbol es el equivalente moral de la guerra, Zidane puede ser el equivalente del héroe griego Tideo.
Tideo
Tideo era un guerrero griego, padre del héroe Diómedes de La Ilíada, uno de esos asesinos de los que hablaba William James al describir la Ilíada, y que era mi favorito en la adolescencia.
Tideo participó en otra guerra menos conocida que la de Troya, pero también muy importante, la de los Siete contra Tebas, en la que siete caudillos griegos lucharon contra la ciudad de Tebas, capital de Beocia, junto al Ática. Esquilo ha contado esa guerra en Siete contra Tebas.
La diosa Atenea protegía personalmente al héroe Tideo (como luego protegería a su hijo Diómedes en Troya y a Ulises en su viaje de regreso a Ítaca). En el último combate frente a la ciudad de Tebas, Tideo, que formaba parte del ejército atacante, fue herido de muerte, tras demostrar de manera elocuente su valor.
Atenea, que había decidido conceder a su protegido la inmortalidad, se acercó al campo de batalla para entregársela. Cuando ya casi estaba junto a él y el guerrero iba conseguir la gloria sobrehumana de la inmortalidad, Atenea se detuvo. Anfiarao, un aliado de Tideo, pero que sin embargo le detestaba, le cortó la cabeza a Melanipo, el hombre que había herido de muerte a Tideo, y se la ofreció: “Esta es tu venganza”, exclamó Anfiarao .
Tideo, ya en la agonía, abrió el cráneo de Melanipo y se comió los sesos. Al verlo, la diosa, profundamente asqueada, derramó el elixir de la inmortalidad y dejó morir a Tideo.
Zidane y Tideo
Se trata de una comparación sin duda exagerada, pero esta es otra de las características del fútbol: la tendencia a establecer comparaciones exageradas, a menudo uniendo los nombres de los héroes de la épica con los de los futbolistas.
Es una comparación exagerada porque la acción de Zidane recibió el castigo suficiente con su expulsión directa y la derrota de Francia. Zidane, en efecto, no sólo cometió un acto injustificable, sino que dejó a su equipo en inferioridad numérica y sin el jugador con más posibilidades de resolver el partido. Quizá también influyera en la confianza italiana ante los penaltis, que por diversas razones veían con cierto fatalismo.
Pero la fatalidad ahora estaba del lado francés, y la ironía final fue que Italia ni siquiera ganó en la tanda de penaltís por méritos propios. Su gran portero Buffon no paró ningún penalti, pero el francés Trezeguet, que había eliminado años antes a Italia en otra tanda de penaltis, falló al lanzar su penalti.
La gloria máxima que parecía reservada a Zidane en ese último partido ejemplar de un campeonato ejemplar, ya nunca podrá tener lugar. Como decían los escolásticos: ni Dios puede hacer que lo que ha sido no haya sido. Puede hacer que olvidemos que ha sucedido, y eso intentan muchos aficionados, pero no que no haya sucedido.
El cabezazo de Zidane, para quienes le admiramos y consideramos que ha sido uno de los mejores jugadores del mundo, no deja de existir por mucho que queramos. Naturalmente que es perdonable, porque, si no lo fuera, ningún jugador de fútbol sería perdonado, pero eso no impide que empañe lo que iba a ser, incluso con derrota francesa, un final perfecto.
Algunos argumentan que responder violentamente a un insulto es justificable, confundiendo de nuevo, como suele ser habitual, lo que es explicable o entendible con lo que es justificable o defendible. El hecho de que haya muchos que excusen ese acto de violencia, lejos de suavizarlo lo agrava: ¿qué peor consecuencia de un acto como ese que además sirva de ejemplo y excusa para justificar la violencia? La única grandeza que tiene esta tragedia futbolística es soportar la tristeza inevitable sin buscar excusas y sin defender lo indefendible.
[Esta entrada fue escrita poco después de la final del Mundial de 2006]
Imagen superior: FIFA 20 (Electronic Arts).
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