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«Yeti, el abominable hombre de las nieves» («Yeti, il gigante del 20 secolo», 1977), de Gianfranco Parolini

Hay muy pocas películas dedicadas al yeti o al bigfoot que merezcan cierta consideración. Por desgracia, esta no es una de ellas. Aquí Gianfranco Parolini se acerca a un subgénero que, en rigor, no domina técnicamente, y para el que además carece de un adecuado presupuesto. Por otro lado, el realizador acepta con total desvergüenza que esta es una derivación de King Kong, así que tampoco hay brillo en el guión ni ocurrencias en la puesta en escena.

Resumiendo: Yeti, el abominable hombre de las nieves es un completo desastre. Una calamidad, solo apta para consumidores marginales, extenuante para cualquier espectador con criterio.

Sabiendo todo eso, me pregunto por qué disfruté tanto cuando en 1978 la vi en un cine de barrio. Quizá porque yo tenía diez años, aún me subía a los columpios y todavía no usaba palabras como travelling o contrapicado. Era solo un chaval ilusionado con ver cualquier cosa en pantalla grande.

Sí, como lo oyen… Yo era feliz al sentarme en la butaca, y eso bastaba para convencerme de que cualquier película podía hacerme vibrar. En mi fuero interno, sabía que La Guerra de las Galaxias era mejor que, por ejemplo, Los locos del oro negro, pero en cierto modo, me producía tanta felicidad la superproducción de Lucas como aquel loquísimo western de Enzo G. Castellari.

Quizá por eso mismo, aunque el Yeti de Parolini sea material rescatado del desecho, debo confesar que baje la guardia, al igual que el más de medio millón de espectadores que la cinta tuvo en nuestro país (Ya sé que cunde ahora la boba costumbre de reírse de estas películas, pero detesto esa condescendencia, aunque solo sea por los buenos ratos que pasé viendo títulos de tercera categoría).

Como ya les dije, el guión bordea el plagio. Todo empieza con un gran bloque de hielo en el Ártico, en cuyo interior hiberna un yeti descomunal (Mimmo Crao). Morgan Hunnicut (Edoardo Faieta), un multimillonario canadiense ‒que más bien parece napolitano‒ convence al paleontólogo Henry Wassermann (John Stacy) para que se ocupe de revivir al coloso.

El científico eleva al yeti a gran altura con un helicóptero, y lo reanima en el interior de lo que parece una enorme cabina telefónica. El resto ya se lo imaginan: vuelve a repetirse aquí la vieja historia de la bella y la bestia.

En este caso, los flashes de los fotógrafos y los ruidos de la multitud enfurecen al monstruo, que sin embargo, inicia una entrañable amistad con los nietos de Hunnicut: una atractiva joven, Jane (Antonella Interlenghi, de nombre artístico Phoenix Grant) y su hermano, el pequeño Herbie (Jim Sullivan). Ambos son huérfanos. El niño, traumatizado por la muerte de sus padres, solo se comunica con su inteligentísimo perro, un collie llamado Indio.

El traidor Cliff Chandler (Luciano Stella, alias Tony Kendall) conspira junto a otros villanos para traicionar a Hunnicut, acabar con Wasserman y también con el yeti. Lo que Chandler no imagina (aunque nosotros sí) es que la criatura va a hacer todo lo posible para proteger a Jane y a Herbie.

Americanizándose tras el sobrenombre de Frank Kramer, Parolini había sido guionista y director de péplums ‒La rebelión de los gladiadores (1958), Rocha, el hijo de Sansón (1961), Goliat contra los gigantes (1961), Los 10 gladiadores (1962), Año 79: La destrucción de Herculano (1962)‒, aventuras de superagentes a lo James Bond ‒ Comisario X (1966), Misión especial en Caracas (1965), Las garras del dragón rojo (1966), 3 Superhombres (1967)‒ y spaghetti-westernsOro sangriento (1969), Adiós, Sabata (1970), Texas, 1870 (1971), Seis balas… una venganza… una oración (1976)‒. Toda esa experiencia con los subgéneros populares le había afinado a Parolini un olfato comercial que volvió a emplear cuando King Kong (1976), de John Guillermin, arrasó en la taquilla italiana.

El realizador tuvo claro que era posible copiar la fórmula. Bastaba con crear un monstruo al estilo del kaiju-eiga japonés ‒con un actor disfrazado y un muñeco estático de grandes dimensiones‒ y recurrir a unas cuantas transparencias, cortesía de Ermando Biamonte. Al final, la cinta fue tan poco original que incluso la banda sonora de Sante Maria Romitelli saqueaba composiciones ajenas, empezando por Carmina Burana, de Carl Orff.

Para mover las articulaciones del muñeco, Parolini contrató a titiriteros del carnaval de Viareggio. Cubierto completamente de pelo, el actor calabrés Mimmo Crao encarnó al yeti con unos aspavientos que hoy resultan incómodos de ver. Tampoco Biamonte se lució con el uso de la pantalla azul. Sus efectos visuales ‒otra chapuza‒ fallan tanto como el resto de la película.

Filmada en Cinecittà y en algunas localizaciones de Roma, Yeti se hizo pasar por una producción internacional al incluir varias secuencias obtenidas en Canadá. En fin… lo habitual en la industria italiana de aquellos días, acostumbrada a la picaresca, el kitsch y el plagio oportunista.

No obstante, para los amantes del cine de culto, esta cinta tiene sus pequeños alicientes. Sin ir más lejos, la presencia de Cliff Chandler, inolvidable como Jo Louis Walker, el Comisario X en la serie cinematográfica del mismo nombre. A todo esto, supongo que aún habrá quien recuerde que Chandler también desenfundó el revólver como Django en Django desafía a Sartana (1970) y en Una pistola per cento croci! (1971), y que incluso actuó en Las garras de Lorelei (1973), de Amando de Ossorio.

Hay una cierta verdad en actores como Chandler o en directores como Parolini que enlaza con aquella pasión por el cine de género que compartimos muchos de los nacidos en los cincuenta y los sesenta.

Por lo demás, Yeti, el abominable hombre de las nieves merece un piadoso olvido. A no ser que uno desee comprobar cómo funcionaba el tinglado italiano en aquellos gloriosos días de las salas de barrio, la sesión continua y los primeros videoclubs.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.