Con el centenario de Julio Cortázar sufrí un episodio de inverosimilitud. En efecto, me parece inverosímil que ese muchachón con inmutable aspecto de adolescente pudiera arrugarse como suele ser la costumbre de los ancianos centenarios. Por eso, quizá, me he puesto a recordar una historia, mínima si se quiere, de sus lecturas. Debo usar la primera del singular. El que avisa no es traidor. A pesar de mi costumbre –la crítica literaria– paso a creerle a mi memoria como el lector creerá a mis palabras. En el fondo de esta maleta hay viejos papeles, libros desencuadernados, letras grises sobre fondos amarillentos.
Mediando los cincuenta yo me acababa de poner los pantalones largos y empezaba a concurrir a las Escuela Normal de Profesores de Buenos Aires. Era 1955, el año en que cayó el primer gobierno de Perón, del cual Cortázar huyó hacia París. Él había sido alumno de la Normal y en su revista estudiantil, publicado su primer texto. Nadie lo recordaba. Sí, en cambio, a su primera y sempiterna esposa, Aurora Bernárdez, una de las escasas mujeres que enseñó por entonces en las majestuosas aulas de la calle del General Urquiza.
No sólo me puse los “largos” sino que decidí leer toda la literatura universal, empezando por la argentina, que tenía a mano. En esos años, los lectores de nariz respingada no leían literatura argentina, salvo a escritores difíciles y prestigiosos, que eran dos o tres, con Borges a la cabeza. Los escritores argentinos de éxito merecían su desprecio. Se podría hacer una lista, acaso mayormente de olvidados: Juan Goyanarte, Dalmiro Sáenz, Silvina Bullrrich, Poldy Bird, Siria Polletti, Marcelo Peyret, Manuel Gálvez, Hugo Wast. Quizá sobreviva el Sabato de El túnel, ya que sus mamotretos posteriores son, obviamente, posteriores.
Entonces apareció Cortázar. El de Bestiario y Las armas secretas, que los libreros nos ofrecían cuando nos veían caras de chicos exigentes, altivos, exquisitos y lentos lectores de Thomas Mann y James Joyce. Eran libros que esperaban décadas para agotarse en los depósitos.
Vaya por delante que allí están algunos de los mejores cuentos de Cortázar como “Casa tomada”, “El perseguidor”, “Las babas del diablo” y el anuncio de “Continuidad de los parques”, “El axolotl” y “La autopista del Sur”. Vuelvo a un resquicio anacrónico de mi memoria: porque Cortázar había recibido en la Normal las clases de Leónidas de Vedia y Arturo Marasso sobre el simbolismo francés, la antesala del surrealismo del cual Cortázar fue un destilado secuaz. No por la retórica surrealista, que sólo lo afectó, de mayor, en sus peores momentos de neovanguardia, sino en cuanto a la visión de lo superreal que personifica el fotógrafo de “Las babas del diablo”, el ojo de cuya cámara, como el ojo descuajado al comienzo de El perro andaluz de Buñuel, sabe más que su cerebro consciente.
Diez años más tarde vino el boom. Una mezcla escasamente literaria de churras y merinas, que convirtió a Cortázar en un escritor de éxito que escribía en español desde París y conseguía ser best seller con su libro menos transitable, algo que anhelaba ser novelesco, Rayuela. Fue el momento en que percibí lo razonable de aquel aforismo: la gloria es un malentendido. Sin duda, colaboró con el fenómeno el prestigio de América Latina como tierra de revoluciones, a partir de la cubana. Todo esto ha ingresado en el museo deportivo del siglo XX. No es mi tema de hoy. El Cortázar político fue espontáneo mientras vivió en la Argentina, desde el movimiento universitario antifascista. El de París es ahistórico: nunca se interesó pro la política inmediata, la europea, y se fascinó por remotas epopeyas socialistas como Argelia, Cuba, Nicaragua y Vietnam.
Rebobino la película. No puedo recordar a Cortázar sin su mirada absorta de adolescente porque su mejor literatura lo es, la que permanece fijada a la fascinación que el adolescente experimenta por el mundo adulto y por la infancia, como dos etapas que no puede incorporar a su vivencia. En su lugar, hace reclamos de absoluto, de ejes del mundo, de ombligo cósmico, de guerra y muerte. Y de codiciadas, lentas y románticas lejanías, resplandecientes lejanías de tierras donde, por fin, siempre es un mediodía despejado.
Tal vez sea ésta la clave por la que Cortázar resulte un excelente cuentista y un mal novelista. No puede imaginar la vida del personaje como una secuencia evolutiva –constructiva o destructiva– sino como una foto fija, una instantánea, que replica su insistencia sin poder admitir que fue niño y será adulto. Acaso una clave de cierto imaginario argentino: emotivo, patotero (afecto a la piña, la basca, la torcida, por decirlo a la española), despectivo del padre y devoto del líder, sediento de lo absoluto inmediato, impaciente, seductor en tanto demandante, en fin: más un crack de fútbol que un sabio de laboratorio. Romántico, en el mejor y en el más cutre sentido de la palabra, propio de un país inventado durante el romanticismo por unos intelectuales y unos militares igualmente románticos.
¿Realizó Cortázar el sueño del pibe? Sí, claro que sí: escribir literatura argentina desde París, un París cuya cotidianeidad le resultaba desnuda de todo interés, un París soñado en las siestas de Banfield y Devoto, leyendo La montaña mágica y preguntándose, como me lo preguntaba yo leyendo La montaña mágica en el Parque Avellaneda del barrio de Floresta: ¿cómo serán los Grisones, cómo será la nieve cayendo sobre Davos Platz, a qué huele la rojiza pelambre de Claudia Chauchat?
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