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«El Sargento Furia» (1962), de Cassarel y Juan Escandell

“¿Qué más da morir, si aniquilamos a nuestros enemigos?” (Inés de Requejo, la novia de El Sargento Furia).

En 2011, Ediciones Glénat continuó con su encomiable y económicamente poco provechosa labor de recuperación y redifusión de clásicos del tebeo español, labor jaleada por los pocos pero entregados aficionados que apoyan y divulgan cuanto pueden títulos demasiado olvidados. En esta ocasión, le tocó el turno a El Sargento Furia, una historieta situada en el marco de la Guerra de la Independencia Española contra la invasión napoleónica de 1808 a 1814.

El primer cuaderno, «¡Emboscada!», se distribuyó gratuitamente en 1962 –el mismo año que Manuel Gago publicaba su serie El Guerrillero Audaz, también ambientada en ese conflicto bélico– junto a la joya de la corona tebeística de Ediciones Bruguera, El Capitán Trueno, y la nueva colección alcanzaría un total de 36 números semanales, vendiéndose cada ejemplar a 1’50 pesetas y terminando su andadura de forma considerablemente abrupta en enero de 1963.

El guionista de El Sargento Furia fue un habitual de Bruguera: el catalán José Antonio Vidal Sales, aunque firma como Cassarel, el mismo seudónimo con el que también es conocido por sus adaptaciones de clásicos universales en la recordada colección de cómic Joyas Literarias Juveniles.

En cuanto al apartado gráfico, correría a cargo de Joan Escandell, un excelente dibujante ibicenco que había comenzado a colaborar con Bruguera tres años antes (1959), llegando a formar parte de los “otros” dibujantes de El Capitán Trueno (o sea, todos los que no son Ambrós). Cuando realiza El Sargento Furia cuenta solamente con 25 años y el resultado es francamente asombroso desde un punto de vista artístico.

El Sargento Furia es un tebeo de aventuras clásico en una década donde el género comienza a entrar en decadencia. Su planteamiento de personajes es también clásico, casi de cartón piedra: el héroe (el Sargento Furia, impasible el ademán) y sus dos prototípicos compañeros, el forzudo (un desagradable y patán Pata de Hierro) y el jovenzuelo (Tamborín, de presencia más bien etérea conforme avanzan las aventuras del trío) son los protagonistas de este no parar, de esta espiral de acción.

Acompañando el bando de los buenos (o sea, el de los españolísimos) destacan dos mujeres: el interés amoroso del Sargento, Inés de Requejo, hija del Corregidor de Alcalá, ignominiosamente muerto a manos de los invasores; y Juana la Brava, una pueblerina de armas tomar (hasta provista de hoz presenta batalla) que, curiosamente, encarna el interés amoroso de Pata de Hierro… aunque más bien sea Pata de Hierro el interés amoroso de ella, pues más de una vez sale el mozarrón escopeteado, corriendo asustado delante de Juana, que quiere casarse con él a toda costa, en persecuciones engorrosas pero que terminan por constituir, desde el punto de vista de la aportación guionística, lo más interesante y original del conjunto.

El frente de villanos está constituido por una galería poco lucida: el más reincidente de todos es el Coronel Corbeau, jefe de la unidad de represión de los “gabachos”, y que resalta (obviamente) por su talante sibilino, pronto a la traición y esclavo de sus intereses egoístas; en torno a él pululan oficiales franceses varios, más o menos honorables, pero el protagonismo rufianesco de Corbeau se lleva la palma.

En segundo plano, no del todo (por no decir nada) aprovechada, está la Condesa de Nevers, supuesta espía de Napoleón, aunque no la vemos espiando en ningún momento, como no sea el perfil apolíneo del Sargento Furia, que la inspirará a decir(se), cuando sea visitada por una Inés sollozante ante la detención de su amado: “Si ese hombre no puede ser para mí, tampoco será para esa muchacha que ha venido a implorarme su vida…”. Una buena motivación para la aristócrata que, lamentablemente, no evolucionará más allá del cliché ni representará un papel trascendente en el devenir de la serie.

Un personaje atípicamente interesante es la robusta Capitana Fedala, hija de francés y argelina, al mando de un barco que transporta fieras del África, figura inesperada que podría haber constituido un aporte más nutritivo al bando de los malos… pero el precipitado cierre de la serie hace que devenga poco más que una guinda curiosa.

Si en el reeditado El Teniente Negro (otro cómic del mismo período, principios de los años 60, con héroe algo más elevado en el escalafón) destacábamos el considerable atractivo que el enrevesado y delirante guión de Silve Kane (el reputado escritor Francisco González Ledesma) podía ofrecer al lector de hoy, al presentar una Guerra de Secesión Americana como metáfora obvia de nuestra Guerra Civil Española (¡una guerra camuflada en otra!), permitiéndosenos obtener jugosas conclusiones racionalistas incluso en sus giros y vericuetos más absurdos, el libreto de El Sargento Furia no concede más que una única lectura unidireccional y plana, pues en su exposición argumental no hay giro ni vericueto, metafórico ni literal: sólo una huida hacia delante de situaciones límite y non stop action al servicio de un mensaje patriótico, simplón y reaccionario, afortunadamente ya esclerótico, si no obsoleto, en la propia época que lo vio nacer, pues las declaraciones más profundas que los protagonistas se dan el lujo de pronunciar en algún remanso entre tiroteo y cabalgada son siempre –no por encendidos menos rutinarios– cantos a la nación y a su infinita capacidad de resistencia… pura propaganda nada sentida, sino más bien protocolaria, expelida por automatismo al gusto del ideario preeminente en la vida oficial por razones obvias de una dictadura.

¿Dónde estaba Víctor Mora cuando más se le necesitaba? Si el creador de El Capitán Trueno embelesaba con su dominio del ritmo narrativo, su caracterización de héroes y villanos, su capacidad de despertar empatía inmediata hacia figuras y motivaciones, su cómplice y sabiamente intercalado sentido del humor, y su control de los tiempos muertos, durante los cuales sus personajes reflexionaban o cavilaban en torno a temas pertinentes a la aventura en curso o de interés psicológico indeleble, que les hacían más cercanos al lector… por no hablar de su invención de hazañas siempre al servicio de nociones progresistas y apátridas, cuando en la ficción española no era tan fácil apuntarse a llamamientos en nombre de la libertad de los más débiles… en El Sargento Furia nunca hay espacio para el tiempo muerto –aunque sí, y mucho, para los muertos– o la reflexión. Y si a algún personaje heroico se le ocurre detenerse a pensar, la única conclusión que saca es un aserto patrioteril; así como si algún villano interrumpe, a su vez, sus villanías para expresar un pensamiento íntimo, siempre es de reconocimiento apabullado hacia la gallardía de su rival…

Hasta el inicuo Corbeau confiesa su admiración por el enemigo que le trae de cabeza, aunque tal elogio no concuerde con su espíritu ruin y ponzoñoso: “Debo reconocer que (el Sargento Furia) es un valiente… y que mientras España siga teniendo como defensores a hombres como ése, no podremos reducirla”.

En este sentido, todos los personajes españoles nacen con vocación de átona “voz del pueblo”, y así se comportan…

De esta manera, el mayor interés intertextual de El Sargento Furia consiste en dejarse seducir por los sinsentidos que a veces presentan villanos y situaciones (¡Esas leucóspides venenosas! ¡Esa bruja Basilida hostigando con arco y flechas! ¡Ese bandolero Cuchillada y su extravagante colección de figuras heladas! ¡Acisculo, eeeesa iguana carnívora!), así como por las incoherencias que un guión escrito con la misma improvisación y el mismo atropello con que Furia y los suyos huyen de los franceses o los acosan –se diría confeccionado sobre la marcha… de uno de los caballos a la fuga o al ataque– va acumulando porque sí: por ejemplo, la demencial boda planeada entre el canallesco Capitán Besanmont e Inés… ¡pactada a cambio del plano de un tesoro…! (y cuando Inés se niega a entregar el plano… ¡ya no hay boda!); o la caída de nuestros héroes formando parte de un alud ¡que les permite sobrevivir sin grandes traumas porque han caído encima de cabezas menos duras!; o cuando el General Lapisse ordena a su cañonero que rectifique el tiro… ¡cuando el tiro previo de cañón ha acertado de pleno a los protagonistas, pero al guionista no le ha dado la gana de que se mueran!; etcétera, etcétera…

También causará gracia al lector avisado la portada titulada «Lucha en la nieve», por venir acompañada de una ilustración donde no se ve la nieve por ningún recodo… o esos inesperados y, bien mirados, apasionantes escamoteos gráficos de acciones básicas: como en la página 10 del episodio 30, cuando el Sargento Furia se abalanza sobre Cuchillada en la penúltima viñeta… para aparecer en la última tendido ya en tierra por un puñetazo ¡que no hemos visto!; o la aún más vertiginosa elipsis del episodio final, el 36, por la cual nuestros héroes están primero a bordo de un barco… para en la viñeta siguiente aparecer flotando ya en el agua, merced a un presunto cañoneo inmisericorde que ha llevado a pique el bajel ¡sin que ningún dibujo nos haya informado al respecto!

Sin embargo, exceptuando estos parches que no logran achicar, más bien redoblan, las aguas que hace el guión, la labor profesional de Joan Escandell a los lápices y tinta es encomiable y concentra un cúmulo de virtudes que hace de la lectura de El Sargento Furia un placer narrativo y estético considerable: su sentido de la composición es correctísimo y su dibujo, pese a cierto amaneramiento típico de la historieta romántica en personajes y expresiones, alcanza niveles muy meritorios, especialmente en las secuencias de acción.

En dichas secuencias, las perspectivas son siempre ágiles y dinámicas: un golpe de vista es suficiente para que el lector se haga una composición de lugar y acciones; y para que se le comunique un sentido de trepidante emoción a lo que está leyendo/siguiendo con la mirada.

Quizá los personajes adolecen de una falta de empatía en los rostros dibujados, aquella empatía que Ambrós tan magistralmente sabía imprimir a los suyos; pero, por otro lado, Escandell era, a sus 25 años, un dibujante clasicista y moderno al mismo tiempo: más dinámico que el mencionado Ambrós y, también, más sofisticado (véanse si no su excelso trazo en el dibujo de los tiburones del episodio 13, página 2; o la excelente viñeta 4 de la página 7 en el episodio 30, cuando Pata de Hierro es aferrado hasta el incordio por numerosos soldados enemigos; o la impactante splash page de la página 8 en el episodio 33…).

Resulta, para terminar, cuando menos irónico y hasta paradójico que el editor responsable de devolver a la luz esta ingenua y bellamente dibujada oda españolista fuera un obcecado independentista catalán. Por fortuna, hay algo en él que está por encima de su militancia nacionalista: su amor absoluto (que no absolutista) por los tebeos. Como dice el ladino Corbeau en uno de los innumerables momentos en que tiene al héroe en sus manos, justo antes de (creer) ajusticiarlo: “He aquí tu fin, Sargento Furia. ¡Seguro que la Historia no hablará de ti…! ¡Jo, jo, jo!”.

La Historia de los Tebeos sí, gracias mayormente al dibujo del gran Escandell… ¡y gracias también, en esta ocasión, a la financiación de los franceses!

¡Chúpate ésa, Corbeau!

(Prólogo de «El Sargento Furia», Ediciones Glénat, 2011)

Copyright del artículo © Hernán Migoya. Previamente publicado en Comicsario, un blog para la fenecida editorial Glénat España. Reservados todos los derechos.

Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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